En el primer libro de cuentos de Manuel Crespo (1982, Buenos Aires) una serie de relatos configuran Campo Labrado, un típico pueblo rural de la pampa. Como cifra de la tecnologizada llanura argentina del siglo XXI, los alcances productivos, económicos y simbólicos del pueblo están sujetos a la explotación de una de las más artificiales y solicitadas mercancías del país: la soja.
Producto de la racionalidad química y capitalista, el campo ha perdido el misterio, la majestuosidad y la violencia que supo concebir en los albores del Estado y de la literatura nacional. La naturaleza en Fosfato se ha empobrecido porque está fundada en la medida del hombre actual. Si el romanticismo argentino había proyectado sobre la llanura la inmensidad de sus anhelos y temores, estableciendo un diálogo profundo entre sujeto y objeto –entre la psicología del personaje y la naturaleza que lo circundaba–, la tierra transgénica de Campo Labrado refleja la necesidad o la codicia del comercio, de la exportación. Al perder el complejo y fructífero vínculo que lo unía a la naturaleza, reemplazando sus insondables leyes por las certezas químicas con las que reconduce y empobrece el crecimiento orgánico, el hombre queda frente a la tristeza de sus logros.
Así, el narrador del séptimo cuento, “Viridi abominatio”, no soporta el espectáculo monótono de una vida natural sumisa, acallada. “Lo que sí me enfurece es esta idea de que la naturaleza es mejor si la mantenemos a raya. Uno no puede sentirse orgulloso de una tierra tan cobarde”. La abominación del título, antes que por alguna deformación que surja del campo o de la soja debido a los fertilizantes, pasa por la robotización de uno de los últimos bastiones del mundo natural: “no menos locura es lo que hay ahí afuera: tractores computarizados, semillas de laboratorio, herbicidas y fertilizantes, plantas creciendo al ritmo que decide el hombre”.
Ilustración de Juan Carlos Comperatore
La pérdida y el conflicto inherentes a esta concepción del trabajo sobre la naturaleza suponen también una distancia entre las generaciones de Campo Labrado. Los jóvenes que se dedican a la cosecha descansan en las seguridades rigurosas de la tecnología y saben gozar del tiempo ocioso que aquella dispone; por el contrario, los mayores mantienen aún una mentalidad atada a las necesidades del campo (que como buen junkie debe tener siempre a disposición su dosis). En “Los bichos”, cuento que cierra el libro, el chacarero Zárate –auténtico agente de la resistencia frente a la invasión de drones que sobrevuelan su cosecha– le recrimina a su hijo que se vaya de vacaciones; el joven no entiende, sólo queda esperar el crecimiento de la soja. “Siempre hay algo que hacer”, le retruca el padre. En efecto, la juventud no comprende: la tierra –reescribiendo una frase del primer relato citado– debería ofrecer algo más que plata.
Lo insólito y lo extraño, rayano a veces con lo fantástico, si bien no se desnudan como el nervio de los relatos, son uno de los modos en que el afuera se entromete en el pueblo. Ya sea una azafata que cae desde un avión en plena fumigación del campo de Aprile (“Ceres”), o la señora actriz que llega desde la ciudad y queda atrapada –transformada– en el papel de campesina que interpreta (“Locaciones”). Otra clase de intromisión o, mejor, de tensión entre un adentro y un afuera (que se suma a la de los que se quedan en el pueblo y los que se van), metaforiza el conflicto de algunos personajes: por ejemplo, el semblante –externo– de Arturo Kappel oculta el dolor –interno– por la muerte de su hijo, que se expresa a través del extremo acto final del padre (“La pecera también es la mascota”).
Así las cosas, el Progreso ha desacralizado la tierra y la ha convertido en un escenario uniforme y obediente, rendida a los valores de cambio del mercado. Incapaz de albergar a los “bichos grandes”, la animalidad del mundo natural se desplaza a la cosmovisión del ser humano (“La yegua del comisario”, “Mujer cerdo”). Fosfato no intenta, de todas formas, converger en las tramas de la ideología ecologista o ser decodificado como un mensaje ambientalista. Antes bien, plantea indirectamente las implicancias y consecuencias de empobrecer y encorsetar la complejidad y heterogeneidad de la vida social –sus intereses, sus valores, su pensamiento, su fe– bajo los beneficios económicos de una mercancía. El narrador de “Cacharodon pampeanus” afirma: “Los verdaderos problemas del hombre son los mismos acá, en El Caribe, y en cualquier otra parte”. Quién sabe; la explotación química de la soja ha modificado por completo la naturaleza de muchos de estos pueblos rurales; tal vez en un mañana no tan lejano los agrotóxicos constituyan la sustancia misma de la humanidad, y la respiración artificial de los ciudadanos les permita –como aquel personaje de Apocalipse now– disfrutar del aroma del fosfato por las mañanas.
6 de noviembre, 2019
Fosfato
Manuel Crespo
La Parte Maldita, 2019
142 págs.