Suele afirmarse que, por razones precolombinas, gran parte de la cultura mexicana entabla un diálogo particular con la muerte; una aproximación, incluso un encuentro, muy diferente al de las sociedades occidentales. Uno de los méritos del introvertido Juan Rulfo consistió, así, en expresar ese vínculo de un modo económico y bello: Pedro Páramo (tanto la nouvelle como el personaje) no deja de ser el efecto palpable de una materialidad evanescente. De una lengua que se oye, clara, aunque distante. De un cuerpo que yace, concreto, aunque sin signos vitales.
Por el desierto que atraviesa Furia, la primera novela de la poeta mexicana Clyo Mendoza (Oaxaca, 1993) circulan voces, historias, cuerpos materializados por la mirada del otro, espejismos. Son, en mayor o menor medida, embrujos, y constituyen la materialidad evanescente de un puñado de personajes trágicos y fantasmales, que integran, a su vez, las ramas ásperas de una genealogía ─como la de Rulfo─ maldita.
Vicente Barrera, un solitario vendedor de hilos, recorre los pueblitos desérticos esparciendo su semilla malvada: abusa de niñas y embaraza mujeres; cual perro desaforado las olfatea, las muerde, las usa, las preña. De su indomable figura se teje un retrato mágico, mítico (fantástico, tal vez, en términos occidentales) y, en un punto, las vicisitudes de los protagonistas de Furia giran alrededor de este padre al que se accede algo tangencialmente, por relatos ajenos.
Y es su descendencia, maldita, la que erra por el desierto en busca de amores imposibles, de venganzas truncas, de salvaciones siempre postergadas. Por un lado, Juan y Lázaro ─soldados de una guerra opaca que sobrevuela en todas las historias─ se enfrascan en un apasionado amorío, disidente de toda disidencia: desertores del ejército, se refugian en cuevas, huyen del campo de batalla, de la religión, de la familia, de los mandatos patriarcales. Por otro, Salvador se interna en el desierto en busca de María, mujer fantasmal hecha de recuerdos, de infancia y traumas; a medida que avanza se extravía en los pliegues oníricos de su conciencia, y su condición humana se retrotrae a la de un animal salvaje, desquiciado.
Los cuatro capítulos que componen la novela se interconectan: por nombres, por los vínculos entre los protagonistas, por voces que resuenan familiares, por ciertos motivos que parecieran repetirse en los distintos relatos. Y se relacionan en un tiempo más volátil, menos estático, que el cronológico. Como las brisas en el desierto, las historias circulan, van, vienen, y, sobre todo, remolinean. En ese movimiento se superponen y se fusionan; y es ese movimiento, también, el que incita la chispa del fulgor poético que reverbera sobre el maldito destino familiar. Clyo Mendoza manipula con sagacidad una voz narradora que se imbrica y se articula con la de los distintos personajes, como un torbellino contenido que avanza y retrocede a través de los capítulos y de los apartados que los conforman.
En el mundo de Furia a los cadáveres rígidos se les habla con suavidad, se les endulza el oído y el corazón, para que decidan tornarse dúctiles y se dejen vestir para el funeral; el odio y el deseo de un padre muerto encarnan en sus hijos vivos; los sueños de distintas personas se entrelazan y comunican; los hombres devienen perros feroces. Y un mercader sigiloso, de semblante mefistofélico, acecha en la orilla de los caminos o en pleno desierto. Se cruza con los personajes y les obsequia una moneda de oro, y un relato. Una historia que encierra verdades imposibles pero que cuaja de lleno, claro, en la existencia de estos seres condenados a la soledad, al dolor. A la furia del desierto.
17 de noviembre, 2021
Furia
Clyo Mendoza
Sigilo, 2021
256 págs.