Hay algo extenuante en la literatura de Stephen Dixon, un programa que excede la fisonomía de prosas cebadas con párrafos que duran treintenas de páginas, oraciones que repiten estructuras en búsqueda de una música subterránea y un estridente ida y vuelta entre lo que él dijo y lo que ella contestó. Ese programa del agotamiento rebasa incluso la violencia que desquicia a los personajes y se enfoca, más bien, en la acepción subsidiaria: lo que se pretende es consumir todos los meandros de la anécdota, todos los trazados latentes que un escritor convencional descartaría en beneficio de un cauce único que lleve la acción de un punto a otro, y que otro escritor, bastante convencional ya también, indagaría a partir de estrategias digresivas que, las más de las veces, simulan libertades y puros presentes de la escritura mientras conducen a los destinos de siempre.
La forma de Dixon no es el avance sin desvíos ni el desvío como avance, sino la terminación obsesiva de cada rama individual, el acopio de las muchas ramas parecidas que componen el árbol. El trabajo de un psicótico, ni más ni menos, al que sólo podrá detener la resignación ante el infinito. Si una novela como Interestatal desgranaba las posibilidades liberadas antes, durante y después de una balacera en una autopista –por cada capítulo el mismo despliegue de pánico y angustia, sólo que levemente modificado por un detalle nuevo o corrido de lugar–, Gould maqueta amores salvajes que quizás sean uno solo. Amor y sexo: la novela iguala, revuelve. Para el protagonista homónimo, el sexo tracciona todo lo demás, desde las ambiciones intelectuales hasta los cuestionamientos que se acentúan a medida que los años pasan, si es que pasan, y la testosterona merma en favor del miedo al abismo.
Subtitulada Una novela en dos novelas, defendida por la traducción gimnástica de Ariel Dilon, la narración se parte para vigorizar el espíritu iterativo. La primera sección, “Abortos”, enumera las ocasiones –médicas, espontáneas, conjeturales– en las que Gould atravesó esa situación con su pareja de turno. A medida que envejece, si es que no tuvo siempre cuarenta años, la urgencia por evitar la interrupción del embarazo lo va lacerando. La progenie ya no es cárcel, sino anhelo de refugio, y la impotencia del personaje empieza a bascular entre lo absurdo y lo escabroso. Aumentan las peleas físicas y las discusiones, que en Dixon pueden venir con algún lastre metalingüístico: “'No estás siendo reflexivo, prudente, paciente, ni siquiera un poquitito escéptico; estás siendo impetuoso, precipitado, imprudente, incluso insensato', y él dijo 'Adjetivos, adjetivos, adjetivos; al carajo con ellos y los adverbios'”.
“Evangeline”, la segunda parte, disecciona una larga historia impregnada de erotismo, agresividad, amor libre nada liviano, mudanzas del este al oeste y viceversa, segundas oportunidades y resacas de una tristeza cada vez más difícil de ignorar. El aborto, señala Dixon, ya tiene otro rostro y de aquí en más será implacable. No es el único contrapunto, tampoco la única coincidencia. Cribadas por la personalidad a veces indolente y a veces estrepitosa de Gould, ambas secciones comparten tanto y se oponen tanto que obligan a desconfiar de la cronología que sugieren. Aunque la trama una la época beatnik con la hippie, al fondo de todo esto, en las dos novelas de la novela, en cada una de las múltiples novelas desoladoras que Dixon combinó en Gould, quien recibe los detritos cortantes de las relaciones adultas es un niño. Que haya nacido o no, que sea ficticio o real, que tenga seis años o cuarenta, son informaciones que la reiteración vuelve triviales.
12 de octubre, 2022
Gould. Una novela en dos novelas
Stephen Dixon
Traducción de Ariel Dilon
Eterna Cadencia, 2022
293 págs.