Si el trauma encuentra frecuentemente la manera de escabullirse de toda posible simbolización, la escritura –al menos para alguien como Alejandra Costamagna (Santiago, 1970)– suele tener la habilidad de sondear oblicuamente las esquirlas de un padecimiento que azuza la mente y el cuerpo tanto individual como social. Con Había una vez un pájaro la autora recorre el territorio de la infancia minado de conflictos familiares y a la sombra de un gigante cuyos tentáculos parecen ceñirlo todo: la última dictadura militar chilena.
Cuneta se encarga de reeditar el volumen en este peculiar 2023, a cincuenta años, justamente, de la institucionalización de terror pinochetista. Los tres cuentos que lo componen se articulan, antes que nada, en la perspectiva narrativa: se trata de niñas que, desde su aparente inocencia, absorben las tensiones que despide el espinoso vínculo entre sus padres, con la violencia de la dictadura, claro, colándose lateralmente.
Luego de los dos primeros cuentos, “Nadie nunca se acostumbra” y “Agujas de reloj”, el volumen cierra con el cuento-nouvelle homónimo. La materia prima de “Había una vez un pájaro” proviene de En voz baja, la primera novela de Costamagna, publicada en 1996 y que le valió un rápido reconocimiento crítico. Allá por el 2013, la editorial le propuso una reescritura y la experiencia de (re)lectura fue, para Costamagna, cuanto menos extraña. “Más que un pariente lejano –asegura la autora– al volver a leerla me pareció una completa desconocida. No era un asunto de sintaxis ni de articulación de párrafos ni de tiempos verbales. No solamente. Mi mayor distancia era con el tono”. Aquello de lo que se jactaba la ficción –aquello de construir sutiles sugerencias, de pergeñar silencios ensordecedores, aquello de, a fin de cuentas, la voz baja– lucía ahora estridente, bullicioso. Era hora, entonces, de ecualizar en un tono menor lo que para la Costamagna del 2013, sencillamente, rugía. Y de transformar, entonces, una estrepitosa novela en un cuento sutil.
“Mi padre es el protagonista de esta historia, pero mi padre no está –afirma en la oración inicial Amanda, la narradora del cuento–. Tengo que ir hacia atrás y raspar mi cabeza con una astilla para que aparezca”. Escribir, entonces, como recordar. Escribir con la dolorosa fricción de ese raspado para que emerja, dolorosa y laberíntica, una historia –tan personal como colectiva, tan privada como política. Ese padre no está, en principio, porque ha sido detenido por el régimen pinochetista; y esa detención, en segundo lugar, terminará de percudir el amor entre progenitores. Así, la aparición de Lucas, viejo amigo del padre, disputará el espacio vacante y conflictivo en la vida de la mujer y de la familia. Para Amanda, recordar la historia es, a su vez, reorganizarla, y es en ese reacomodo por donde se filtran las capas de sentido que la constituyen (a Amanda, a la historia).
El cuento, si bien situado en el turbulento reino de la infancia, se registra intermitentemente en un presente desde el que la protagonista adulta rememora, repiensa, reflexiona y reelabora su experiencia. En el campo de la vivencias personales y sociales no hay forma de retomar lo pretérito sin dejar inscripto en él las huellas del observador. Con la literatura no es diferente. Costamagna sentía ajena En voz baja, al punto cercano de desconocer su autoría. Y era la joven novela, a su vez, la que, ahora, la interpelaba a ella y le inquiría por el tipo de escritora que había sido y por el que quería ser; por el modo en que había concebido la dictadura y por cómo iba a configurarla en ese presente. Resulta imposible volver a una novela de otro tiempo y reescribirla sin que parte de su espíritu se modifique; lo mismo ocurre con la Historia, que no deja de ser un texto escrito con unos pocos nombres en letra capital y la sangre de los más débiles.
4 de octubre, 2023
Había una vez un pájaro
Alejandra Costamagna
Cuneta, 2023
80 págs.