Es frecuente leer que una prolongadísima parte de la carrera literaria de Hebe Uhart (Moreno, Argentina, 1936 – 2018) fue desconocida por el público general. Sus primeros dos libros, por ejemplo, accesibles sólo para los allegados de la autora, resultaron durante mucho tiempo inhallables. Antes que desconocidos, podría decirse, fueron poco notorios: no pudieron o no quisieron hacerse notar. Existieron, tal vez, y usando una expresión de Hebe, “sin imponer su presencia”. San Pedro y las almas, de 1962, Eli, Eli, lamma sabachtami, del año siguiente no son, ni por asomo, sucesos o espectáculos editoriales; antes bien, podrían leerse como artesanías apocadas, dignas de la Uhart escritora que aparece en muchos de sus relatos. Esto es, una intelectual nada tradicional, una mujer que escribe como quien anota en su diario de todos los días y que no problematiza las cosas, las cosas –su devenir incomprensible pero no violento– la problematizan, en todo caso, a ella (y aunque no exista, en el proceso de escritura y de mirada, ni estrés ni angustia). Ese anotar o consignar lo que se observa no expresa una escritura sencilla o infantil, desde luego, sino los efectos íntimos provocados por una particularísima forma de escritura.
En la línea de los cuentos que se centran en la figura de autora, hay un desinterés frecuente o una incomprensión ante la noción de autor/a como creador/a; un desconocimiento de las prácticas y formas que requieren instituciones y eventos académicos, que proclaman para sí una relevancia inentendible, lindante con un absurdo humorístico. Los congresos de Filosofía y Letras, las casas de Altos Estudios, las ponencias. Pareciera que el azar la ha puesto allí: “Me suena como haber sacado la lotería sin haber jugado billete”, dice, al enterarse por carta que ha sido invitada a un congreso de escritores en Alemania, en “Congreso”. No se comprende cómo es posible: la Academia explica el deber ser de la lengua (cómo la lengua debe mirar y sonar), mientras que ella inventa su propia mirada, su propia tono: “me encanta pronunciar a mi manera, como me gusta y no como debe ser”; así, casi en silencio, “me invento una pronunciación para inventarme a mí misma”. Es que no hay escritor, hay personas que escriben, como recuerda la alumna Liliana Villanueva en su libro Las clases de Hebe Uhart.
Así, algunos cuentos de Un día cualquiera narran la entrecortada biografía no de una escritora o autora destinada a las Letras o a las Humanidades, sino la de un niña de clase media (como cualquier otra), que se dedica a jugar, conocer vecinos, aguzar el oído, caminar por el barrio, observar y, también, a escribir; escribir, como una artesanía delicada que se desprende de la literal contemplación cotidiana. Aunque el espacio de la infancia no se centre tanto en la escritura, sino antes bien en la escucha y en las acciones imperceptibles y mínimas. Menos como desautomatización o desfamiliarización críticas, la niñez suele funcionar en Hebe como un descubrimiento, como una apocada celebración de lo inmediato, de lo nuevo. En el célebre “El budín esponjoso”, la narradora quiere cocinar un budín porque no carece de la “tercera dimensión”, como es el caso de las galletitas. Sobrevuela en el cuento una leve contradicción: por un lado, el budín le recuerda a una torta Paradiso, o más específicamente, al mensaje estereotipado estampado en el envase que la contenía (una pareja, o una mujer sola, esperando a un hombre); como sea, cierta falta o espera se supliría con la cocina del budín, sin contar que cocinar supone una acción de los adultos. Por otro lado, ese peso psicológico es apenas una mención al azar, como si hubiera que justificar o encontrar un motivo; la narradora, desde esta perspectiva, quiere hacer el budín de la misma manera en que su amiga vecina bombea sobre las llamas del calentador: “por el ejercicio en sí, por hacer algo”. En la percepción infantil, sin embargo, el uso del calentador y la cocina del budín es (al igual que las mayoría de las acciones en la poética de Hebe) “importante e irrelevante a la vez”.
El ligero extrañamiento que experimenta la niña de “Mi tío de Lima” ante el tono y el registro extranjeros de su tío recuerda la forma de gravitar que tiene el lenguaje sobre el sujeto. “–Ve a llamar a tu mamá, ¿quieres? Dile que vino José Mazzini de Lima.– Observé que la fórmula peruana para pedir una cosa era diferente: él no quería decir si yo quería ir a llamar a mi mamá, era como si dijera: “Quiero que llames a tu mamá con tu consentimiento”, pero disentir era imposible.” Es que los cambios en la lengua generan un cambio en el horizonte de posibilidades y limitaciones, porque conllevan una cosmovisión concreta, un mundo determinado. Por esto es que la Hebe de “Congreso”, incomprendida y sin comprender en Alemania, asegura: “Yo no me podía enojar porque no sabía el idioma”.
Collage de Raúl A. Cuello
Lejos ya de esa infancia, la narradora de “Guiando la hiedra” reflexiona sobre los vaivenes de la vida, del pensamiento y el sentir, mientras observa, acomoda y riega las plantas de su jardín. La escucha y la amistosa expectativa ante las voces de los otros y ante la experiencia de la vida de todos los días se ha tornado algo más áspera. Los cuestionamientos y las preguntas metafísicas y existenciales que, por ejemplo, la niña del cuento “Antonio Tormo” se hacía al escuchar por la radio las canciones de Tormo han cobrado una densidad que el cierre del relato anticipaba: “Y así, sin ruido ni drama se anunciaban los quién soy y los cómo soy. Ya vendrían después las mismas preguntas con ruido y drama”. Llegaron, aunque sin mucho ruido y sin mucho drama (el universo de Hebe desconfía de la desmesura), las preguntas, las inquietudes acerca de la muerte, de la desaparición de los seres queridos; y junto con ese pesar llega a su vez el deseo por desvincularse de los otros, la necesidad de aislamiento; pero es la vida misma la que se encarga de enderezar y de guiar la expectativa y la mirada, la experiencia de un día a día que merece ser humildemente celebrado para evitar que “una se vaya quedando”: “Me despierto y percibo que estoy viva, amanece. No viene ninguna idea a mi cabeza; nada para hacer, nada para pensar. (…) De repente me agarran muy buenos propósitos pero sin relación a nada concreto: me lavo, me peino, caliento agua; me voy entonando y los buenos propósitos aumentan. (…)Enciendo la radio y oigo que hablan de la onza troy: no sé qué es, ni me importa: arre, hermosa vida”.
De esta particular voz narrativa suele desprenderse, también, un tipo de deseo como el de “Un nuevo amor”, en el que la narradora confiesa que una feminidad insospechada se ha despertado en ella por la inesperada presencia de una figura amorosa en su vida. Luego de una serie de indicios, el relato concluye: “Los únicos problemas vendrían a ser la dieta y una sola costumbre que no me gusta, porque es muy delicado en general: sólo come carne picada y se rasca las pulgas delante de la gente”. Pero antes de hacer una lectura jocosa o superficialmente lúdica, o antes de centrar todo el peso del texto en el giro final, en la revelación de que el amado es un perro o un gato, la belleza simple y apaciguada que se desliza en la concreción del vínculo tal vez sea la que muchos de los personajes de Hebe buscan: “Compartimos esa cualidad neutra que posee el tiempo después de cierta edad, en que no hay días terribles ni fiestas luminosas, porque los días se enlazan en el comer, dormir, trabajar y ver un poco de televisión”. Un amor animal sin vanidad ni exultaciones, “así nomás”, que transcurre, por fin, en el tiempo del sosiego, sin ruido ni drama, en un día cualquiera.
28 de agosto, 2019
Cuentos completos
Hebe Uhart
Adriana Hidalgo, 2019
784 págs.