Hacia el final del primer capítulo de Otra vuelta de tuerca de Henry James, en la traducción de José Bianco, hay un fragmento de esos que funcionan como jirón desde los que una novela entera puede pensarse. La narradora examina las circunstancias que la rodean: la casa inmensa, lo angelical de la pequeña Flora, la aceptación sumisa de las condiciones del tío de los niños y su propio deslumbramiento anonadado ante lo que entendemos como la primera vez que tiene una entrevista o cierta cercanía con un hombre. Respecto de esas circunstancias, la institutriz escribe: “Eran ciertamente de una extensión y un volumen para los que no estaba preparada y en presencia de los cuales me sentí, al principio, un poco perpleja a la vez que un poco orgullosa”. Extensión y volumen (“an extent and mass”), eso que caracteriza a la mansión de Bly, sus objetos y sus alrededores son lo que la imaginación y los fantasmas o bien las fantasmagorías no tienen y sin embargo lo etéreo arrastra consigo, al final, la materia extensa del cuerpo del niño hasta vaciarlo y devolverlo casi como un despojo.
Herodes parece dar vuelta la forma de la novela de James. La historia empieza cuando Mariana, la mujer del protagonista, muere en un accidente, aunque al comienzo no lo sabemos porque el relato se inicia más adelante y es la desaparición de la amada lo que borronea el contorno de la realidad. Hay también una niña perseguida por el accidente en el que muere su madre y que la ha dejado a ella en silla de ruedas. Las luces del choque que recuerda y dibuja con la insistencia de un acecho fantasmal no parecen dispuestas a dejar de provocarla. Los silencios, las evasivas y el terror a eso que no se nombra y que no parece en realidad otra cosa que el duelo, produce en los personajes frases entrecortadas, miradas culpables y situaciones tan extrañas con el entorno y con los demás, que se convierten en una multitud de escenas breves que se entrelazan como en un contario gótico o enrarecido, cuyo nudo, que es absolutamente realista, se ha difuminado en partículas fascinantes de ficción arrolladora. Epifanías de una belleza y una singularidad que corta la respiración del lector y que son tantas que impactan como disparos a quemarropa.
Herodes, novela de Damián González Bertolino, sucede entre dos orillas, Buenos Aires y Punta del Este. Se abre partiendo de una condición de la mirada o de la percepción que a pesar de que el narrador está muy cerca y es omnisciente fija una distancia que se ensancha cada vez más, la distancia que Montiel, desahuciado por la pérdida, parece poner como límite ante todo: “En medio de la madrugada, Montiel solía despertarse sorprendido y sentía sobre sí el espectáculo estruendoso con que un recién nacido aguarda que el mundo exterior entre en su cuerpo. Todo se volvía extraño e insoportable en su indefinición. Más tarde, ya repuesto, se preguntaba lo siguiente: ¿el aire no se volvía tangible en esos instantes?”, y entonces, la luz amarillenta aparece como la excusa de la mirada extraviada. La figura de Montiel, el protagonista, es de por sí tan extraña que el personaje podría estar compuesto con un ajuste, una calibración de lente que tal vez no haya existido nunca en el modo de composición de una obra, un escritor o una novela. De Mariana le llamaba la atención la inclinación de la cabeza o el modo en el que tocaba las cosas. Lo que registra el narrador de la relación de Montiel con el mundo tiene un eco animal. Tanto en el recuerdo de ese modo de tocar las cosas de Mariana como en el de su propia madre y en el de la infancia, aparecen las listas de fotos, de sensaciones y de objetos; entre ellos, el envoltorio aterciopelado que una vez le dio una anciana en la calle y que también podría ser visto como jirón porque la novela entera lleva adentro pequeños relatos diminutos que, como lo que dice Marlow de la nuez y la cáscara en El corazón de las tinieblas, como en el cine de Hitchcock, como con el sonido de los perros que ladran y merodean a lo largo de toda la novela, los objetos y los sonidos parecen esperar al acecho que estalle un grito brutal en cualquier momento.
Montiel visto en primerísimo plano por el ojo del narrador se escabulle y vuelve al mundo conocido todo el tiempo como si algo no humano lo llamara. La presencia de lo minúsculo, unas monedas encerradas entre los dedos de unas niñas como precio por acercarse a lo erótico, los piojos en la cabeza de la hija estrujándose entre los dedos o unas burbujas que caen alrededor de todo en la ciudad.
González Bertolino, escritor uruguayo, gira algo de lo que ocurre en la literatura argentina con el espacio del Uruguay, algo sobre lo que han escrito Aira y Borges, algo de lo que aparece en La uruguaya de Mairal, en “El uruguayo” de Copi, en El dock de Matilde Sánchez, El aire de Chejfec o en Plata quemada de Piglia, un rito en el que la sucesión de acciones intempestivas y algo que anteriormente no ha sido dicho pueden aparecer. Herodes empuja nuestras ansias de llegar al final y de develar el secreto con una congoja enorme que hipnotiza cuando querríamos que esos personajes continúen contando más historias para siempre aunque la felicidad no pueda alcanzarlos.
15 de febrero, 2023
Herodes
Damián González Bertolino
Entropía, 2022
295 págs.