Dicen que superado cierto nivel de toxicomanía, la droga revierte sus efectos nocivos, se asimila al propio metabolismo del cuerpo, y empieza a actuar como un conservante, un bálsamo rejuvenecedor de altísima eficacia; bastaría echarle un vistazo a cualquier foto de William Burroughs para advertir este fenómeno; cualquier foto, en cualquier época, da lo mismo. Nadie podría, sin duda, ni por asomo, competir con el profuso pharmakon del viejo Bill; nadie se habrá colocado tanto con tan diversas sustancias, de las más rastreras a las más nobles; sin embargo, allí donde lo alcance el ojo de la cámara, el viejo/joven yonqui ostenta siempre una buena (mala) salud inmejorable; su efigie afilada, metálica, apenas consigna nimias vicisitudes en la expresión de la cara, al margen de algunas variantes en la indumentaria, siempre correcta y formal, que evoca el vestuario de un agente incógnito de la brigada antinarcóticos, o el de un banquero de Dallas arruinado por el crack del 29, que no obstante jamás se doblegaría ante los trapos chillones de la modernidad. De tal manera que aquí y allá se lo puede avistar, junto a radiantes estrellas de rock and roll que lucen bastante más estropeadas que él, con corbata negra de lunares blancos, o sin corbata; con chaleco de pana, o sin chaleco; solo con camisa y saco; con el eterno pantalón de franela gris; el sombrero inclinado un poco más hacia adelante o hacia atrás... Pulcro, gélido, disecado, anticlimático, el viejo/joven Bill parece desafiar con sorna la típica viñeta del adicto decrépito y tembloroso, que expira en el callejón más sórdido de la gran ciudad, como un zombi que se eclipsa al amanecer –la jeringa todavía crucificada en la vena–...
En el mare rostrum de la literatura de los últimos dos siglos navegan mascarones fotográficos, semblantes tan icónicos y cercanos a la letra, que operan en el inconsciente visual del lector a modo de un signo matriz que sintetiza y encuadra toda la obra. El caso del genio insurrecto de Charleville quizás sea el más conspicuo de todos; es posible que las Iluminaciones y la Temporada en el infierno ya no puedan leerse al margen de la efigie de su autor, al margen del camafeo-Rimbaud, esto es sin prescindir –digamos– de la intensa mirada de aquel pequeño idolillo de ojos verdes que se alza desde el daguerrotipo de Carjat, como un sol delirante en el desierto de la lengua, para incendiar la apática dicción del alejandrino francés. Tampoco El almuerzo desnudo –ese gran mosaico poético-documental sobre el capitalismo químico– lo leeríamos de la misma manera sin la máscara impávida de William Burroughs, o de alguno de los múltiples avatares antropológicos y biológicos que deambulan entre sus páginas; salvo que en la obra de Burroughs esta máscara actúa a un nivel consciente, conceptual, se confunde con el sustrato de la escritura, lo mismo que el disparo –supuestamente fallido– que mató a Jean Vollmer; igualmente, William Lee –escritor fallido– pasó de ser el autor de un libro confesional –fallido– a desempeñar el rol protagónico en la agitadísima interzona burroughusiana: por algo éste, además de compartir ciertos accidentes biográficos con aquél –el espectro de Jean entre otros, con la copa de Guillermo Tell intacta en la cabeza humeante– tiene en buena medida una fisonomía calcada sobre el semblante más conocido del viejo Bill: un rostro difuso, tan vacío y cotidiano como para poder esfumarse en la multitud, en la misma esencia –invisible y ubicua– que lo caracteriza.
La producción narrativa de Burroughus suele amalgamar materiales y registros discursivos de muy variada procedencia, algunos de tipo más convencional o prosaico: documental, realista, autobiográfico, con otros radicalmente experimentales, virulentos, enmarañados; revela, además, una clara afinidad con los imaginarios tecno-utópicos (hoy patrimonio casi exclusivo de las sagas comerciales), algo por lo cual es costumbre incluirla –erróneamente, quizás– entre los libros de ciencia ficción y afines. Interzona es un compendio de diversos textos descartados o reciclados con posterioridad, textos que fueron apuntalando las búsquedas del escritor hacia el alumbramiento del propio estilo, la propia voz, o hacia las distintas “máscaras acústicas” sería más correcto decir, en este caso, apelando a una idea de Elías Canetti–: textos que por tanto bien pueden leerse como un cuaderno de bitácora que transborda, en definitiva, con aquel mítico magnum opus alzado del piso en la habitación astrosa de un yonqui terminal, en un hotel no menos terminal de Tánger; míticos folios compilados por el azar –concurrente en la mano dadivosa de Kerouac–, que han volado la cabeza a tantos, además de a la pobre Jean Vollmer; vestigios que trasladarán al lector que conozca los derroteros ulteriores a las distintas etapas del viaje hacia la obra, situándolo frente a trayectorias formales muy desparejas –a veces, incluso repelentes– entre sí; desde el realismo más o menos relapso del primer Burroughs al segundo, ya liberado de cualquier lastre convencional, en posesión de sus plenos poderes lingüísticos y teúrgicos.
Como señala James Grauerholz, el legatario oficial del autor, que ha hecho el trabajo de compilación y edición de los textos, el Burroughus que podemos encontrar en Interzona “es un hombre abriéndose camino dentro de territorio literario inexplorado”. De tal modo, estos diecisiete fragmentos o routines se abren a guisa de pantallazos que relumbran entre el pasado y el futuro de una obra en curso; textos como “Últimos destellos del ocaso”, uno de los más antiguos escritos por el autor, que data de 1934, y que tendrá una segunda vida, sin embargo, treinta años después, entre las páginas de Nova Express. Asimismo, alguna secciones reenvían hacia otros rumbos que quedarían definitivamente atrás: al pulp toxicómano de Yonqui, al homosexual de Queer y al beatnik de Las cartas del Yagé, con sus visones xenófobas, grotescas (aunque proféticas) sobre el Tercer mundo; visiones que reproducen lo más atávico de esa mentalidad básica yanqui, que en este momento vuelve a estar en el poder.
En muchos aspectos, el cosmos –el caosmos– burroughusiano ha resultado enormemente profético; cada uno de sus hallazgos imaginarios, que al principio pasaron por puras extravagancias de drogadicto, se ha ido cumpliendo al pie de la letra. “Interzona” es un concepto muy rico y complejo como para tratar de resumirlo: vital, viral, moral, mortal, mental, tecnológico, sociológico, citológico, ctónico... Es un aleph que puede mostrar el infinito en un puñado de polvo (sea cual sea ese polvo), en la punta del tenedor o en el ARN de un virus. Y es también, a su manera, un vislumbre bastante preciso del mundo/teatro global en el que vivimos, al cual solo le faltaría descubrir la galaxia extraterrestre desde donde –según el viejo nigromante– se controla todo. No falta mucho para ese avistamiento; un oscuro millonario con cara de guasón marciano ya tiene compradas todas las butacas.
8 de enero, 2024
Interzona
William S. Burroughs
Traducción Antonio Alarcón
Edición e introducción James Grauerholz
Prólogo Giuseppe Maio
Libros de la Resistencia, 2024
238 págs.