Jean Echenoz (Orange, 1947) se sienta al sol y parece lo que es: un hombre satisfecho, relajado, que no se toma demasiado en serio. Los múltiples premios que recibió por su obra literaria, entre ellos el Goncourt por Me voy y el Gutenberg (1988) en reconocimiento por ser “la mayor esperanza de las letras francesas”, no parecen haber hecho mella en él, y por eso no duda en afirmar que escribe sentado sobre una silla “lo suficientemente dura e incómoda, como para no prolongar demasiado mis libros. Ese es el secreto del por qué mis novelas son breves”.
Habla como si pidiera disculpas: aún cuando su voz emite conceptos certeros, seguros de sí, se expresa con una delicadeza poco habitual. Sin embargo, emite conceptos firmes, que no responden a consignas “políticamente correctas”. Por ejemplo, no guarda demasiadas simpatías por el mundo literario en general ni los escritores en particular: “No, no me caen bien los escritores. No me gusta conocerlos, siempre me decepcionan. Fabrican máquinas maravillosas, porque podría decirse que sus libros son máquinas maravillosas, pero ¿acaso tiene que gustarte el fabricante de tu máquina favorita? Me encuentro de vez en cuando con Pierre Michon, un excelente escritor, pero con quien nunca hablamos de literatura”.
Y sin embargo, todo lo que hace es escribir, ¿no?
Sí. En mi caso, la literatura es una necesidad. Soy casi un adicto. Los días en los que no trabajo, son días perdidos. Los soporto, pero no me gustan. No me gusta que el tiempo pase sin fabricar yo mismo parte de una de esas máquinas maravillosas.
Y de no haber elegido la literatura, ¿qué le hubiese gustado ser?
Músico, sin dudas. La única vez que me incliné por ella en detrimento de la literatura fue por dos o tres años, a finales de la década del '60, cuando participé en una banda de free jazz. Para mí era el estilo ideal, porque uno allí puede hacer casi cualquier cosa. Amaba tocar, pero me di cuenta que debía estudiar música con mucha más seriedad. El free jazz me daba una gran libertad, podía expresarme de manera visceral, pero si pretendía hacer de eso una creación además requería de un estudio mucho más riguroso. Es imposible improvisar de manera infinita cuando se tienen muy pocos medios. Para interpretar con seriedad un instrumento hay que trabajar mucho, tener una gran disciplina, algo que no pude realizar en aquella época. Con la escritura es más fácil, todo el mundo sabe escribir.
No todo el mundo...
No, es verdad, no todo el mundo. Pero podemos decir que bastante gente, aunque no siempre son escritores. En mi juventud yo al menos ya tenía decidido ser escritor. Me gustaría decir que mientras tocaba ya estaba escribiendo, pero no estoy tan seguro. En todo caso, la escritura siempre estuvo presente. Lo que sí es cierto es que en aquellos años escribía como hacía free jazz: casi cualquier cosa. Fue muy importante como aprendizaje personal.
Lo que sí se percibe a través de sus libros es que escribe como si tocara. Al menos, resulta notoria la importancia que le asigna al ritmo en sus novelas.
Es cierto, para mí el ritmo, los quiebres del mismo, juegan un rol fundamental en mi prosa. Para mí es fundamental contar una historia y mantener claro el juego de las digresiones, pero siempre tomando en cuenta la forma en que se cuenta. A veces resulta complicado, porque es posible que en las traducciones el ritmo se resiente un poco. Muchas veces me sucede que escribiendo en mi lengua, el francés, en ocasiones escribo una frase que puede dejarme conforme desde el contenido, pero no en su sonoridad, y entonces la modifico sin pensar si se modifica el sentido. En determinados momentos la forma se impone por sobre el sentido. No es que pasa todo el tiempo, siempre trato de atenerme a lo que pretendo contar, pero a veces sucede.
Muchos de sus títulos son breves, como si buscara mostrar lo efímero de una verdad. Sus personajes protagónicos se plantean un arte de la fuga, como si estuvieran en un lugar distinto de donde se desarrollan los hechos. Cuando encara este tipo de personajes, ¿Ud. tiene idea hacia dónde se dirigen?
Cuando comienzo un libro siempre tengo una idea bastante precisa de lo que va ocurrir. Aún cuando los protagonistas masculinos son diferentes a mí, y esto es natural que así sea, establezco con ellos una relación de doble imaginario. Pero siempre sé el camino que habrán de recorrer, porque nunca comienzo un libro a partir de la improvisación. Yo no puedo dejar a mis personajes en el mismo lugar todo el tiempo, necesito que se vayan moviendo, que construyan nuevos escenarios, y para eso debo tener cierto control sobre ellos.
Jean Echenoz por Juan Carlos Comperatore
Cuenta con una trilogía basada en personajes reales, muy distintos entre sí: el músico Maurice Ravel, el atleta checo Emil Zatopek, y el científico e inventor Nikola Tesla (en Relámpagos). ¿Cómo fue que se decidió a encarar la vida de estos personajes?
Me gustó el desafío, ya que no se trata de biografías. Posiblemente, sean los libros de ficción más libres en los que he trabajado. O en todo caso, “ficciones de libertad vigilada”: el dato duro, para quien le interese, estará siempre disponible en Wikipedia. Yo sabía que nunca serían el verdadero Ravel, el verdadero Tesla, el verdadero Zatopek. Son figuras imaginarias construidas sobre cosas reales. El punto en común es que cada uno se vio confrontado a una violencia muy grande: para Ravel, la violencia fue la enfermedad; para Zatopek, el contexto político que lo convirtió en una herramienta; para Tesla, en cierto modo, la locura.
¿El interés por ellos era preexistente a la escritura?
No, salvo en el caso de Ravel. A los siete años mis primeras emociones melómanas me fueron dadas por Stravinski y Ravel, este último, un músico muy ligado a mi familia. Visité varias veces su casa de los alrededores de París. Aunque en mi panteón personal nunca lo tuve en la cima: ese lugar estuvo siempre reservado a Stravinsky, precisamente, y Thelonius Monk. Ellos hicieron trascender la música a lugares increíbles. A Zatopek y Tesla los conocía menos. El atleta checo fue una manera de reflejar la promiscuidad entre deporte y política en los tiempos del llamado socialismo real. Fue utilizado por regímenes sucesivos, hasta convertirse a la vez en emblema y víctima de la Europa comunista. Disfruté mucho de escribir esta trilogía, hasta que se hizo demasiado fácil, y lo fácil es peligroso porque corres el riesgo de repetirte. De ahí el retorno a la pura novela de ficción con aventuras del presente.
¿Cómo trabaja los elementos biográficos para transformarlos en piezas de ficción?
Intento mantener cierta fidelidad a la vida real del personaje y a la vez me permito introducir elementos de ficción, pero sin alejarme nunca del principio de verosimilitud. Estos elementos de ficción funcionan en verdad como hipótesis que lanzo sobre la existencia de mis personajes, no creo hechos que en realidad no vivieron. Existe un tercer libro que voy a realizar sobre una vida real, y allí sí creo que me permitiré introducir más elementos de ficción, debido a que tanta fidelidad a lo real poco a poco va minando la salud de la ficción. Y no puedo dejar que eso ocurra.
Pensando en Zatopek, no resulta difícil asociar a la obra del japonés Haruki Murakami, ¿De qué hablamos cuando hablamos de correr? ¿De qué habla Jean Echenoz en Correr?
Murakami tiene una experiencia personal del acto de correr que no es precisamente la mía: hace mucho tiempo que ni siquiera salgo a dar una vuelta por el parque más cercano a mi casa. El libro de Murakami salió publicado después de Correr, y es muy probable que el editor me lo haya enviado a propósito. Junto a la natación, correr fue la única actividad deportiva que me llegó a interesar en mi juventud. Los deportes en general no me interesan demasiado, sólo en ocasiones puedo llegar a ver por televisión alguna prueba de atletismo. En realidad lo que me incitó a escribir el libro fue cierta curiosidad que alimenté siempre por tratar de comprender y comprobar qué significa un mito deportivo, una leyenda deportiva. Me interesaba explorar ese ámbito del que conozco tan poco, pero no quería meterme con un deporte que exigiese mucha técnica, como el ciclismo, porque habría resultado demasiado complicado para mí. Tampoco quería tomar un deporte de equipo. Por eso me incliné por el atletismo, que es un deporte para todos: con tener zapatillas alcanza.
Bueno, para los africanos ni siquiera... Pero además supongo que le debe haber interesado el personaje de Emil Zátopek, ese corredor checo aún imbatible luego de sus récords olímpicos, que es el protagonista de su novela.
Sí, sobre todo porque en Francia no era para nada conocido. En verdad para mí mismo era casi un desconocido: me resonaba su nombre, sabía que fue un atleta, un corredor, pero lo ignoraba todo del personaje. Para ser sincero, ni siquiera sabía que era checoslovaco. Cuando me decidí a escribir sobre él, le pregunté a mi padre qué cosas recordaba de él y me respondió: “Ah, sí, creo que era un corredor francés, ¿no?”. Así fue todo el tiempo. No había ningún libro que diera cuenta de su leyenda, y tuve que arreglarme con viejas revistas deportivas para saber algo de su vida.
Lo curioso es que buena parte de la crítica leyó el libro como una condena a los regímenes estalinistas de Europa del Este, en particular la Checoslovaquia de Dubcek.
Sí, en un primer momento no había pensado meterme con ese tema, pero al leer toda la prensa deportiva de 1946 a 1958, además de la seducción que me causaba el personaje, me fui dando cuenta de que no podía dejar de lado el contexto político. Mi intención no era hacer una crítica del socialismo, entre otras cosas porque a su debido momento ya había sido criticado con holgura; lo único que me quedaba por hacer era colocar al personaje en su contexto, es decir, en relación con el totalitarismo, con un régimen autoritario. A fin de cuentas, cuando comienza a correr lo hace inmerso en otro tipo de totalitarismo, bajo la ocupación nazi, y pude advertir que toda su carrera profesional la desarrolló estando bajo el dominio de regímenes dictatoriales y por lo tanto tenía que hablar de ello.
A las obras dedicadas a figuras reales le siguió 14, una novela breve donde el protagonista es la Gran Guerra. Además de la efeméride, ¿qué lo llevó a interesarse en ella?
Como me pasa a menudo, un azar. Nunca pensé escribir sobre esa guerra. Pero un día se murió un pariente de mi mujer y apareció el diario de su tío abuelo, que estuvo movilizado desde el primer día hasta 1919, un año después del final de la guerra. Era un diario muy púdico, parecía escrito para el censor. Lo leí y lo transcribí, aunque sin intención de escribir sobre él. Poco a poco empecé a interesarme por la guerra, me puse a investigar, leí a varios autores alemanes y franceses que habían combatido, y decidí reconstruirla mezclando lo que aprendí y lo que imaginé. Pero no fue sencillo, me llevó mucho tiempo. Me impresionó mucho en ese momento, y pude entender que la Segunda Guerra Mundial no fue otra cosa que la continuación de la Primera.
¿Qué fue específicamente lo que más lo impresionó?
El hecho de esperar encontrarme con una historia bélica, una épica que reflejara héroes y cobardías, pero ese no fue ese el caso, en absoluto. Lo que me interesó de estos cuadernos fue que este hombre hablaba de la vida cotidiana, hablaba del viento, la lluvia, la nieve, el calor sofocante, el aburrimiento, mientras esperaba la muerte, sumido en el espanto y las miserias de la guerra.
De libro en libro, y 14 no es una excepción, a menudo muestra personajes abrumados por los acontecimientos. ¿Existe un modelo de héroe “echenoziano”?
La verdad es que no me doy cuenta de ello. Este tipo de preguntas suelen superarme. Si bien hace más de cuarenta años que me gano la vida con mis libros, decir que soy escritor siempre me parece un poco ridículo. A lo sumo, cuando me veo obligado a confesar mi profesión, digo que “hago libros”. Alguno puede pensar que soy imprentero. Esta reserva puede estar vinculada al hecho de no sentirme del todo instalado en esta profesión. Cuando termino un libro, incluso al constatar que no le sobra ni le falta nada, no estoy del todo feliz. Lo que más me interesa es tener la oportunidad de volver a lanzarme y ponerlo todo en juego nuevamente. Y allí comienzo otro.
El último es Enviada especial [Luego de realizada la entrevista se publicó Vida de Gérard Fulmard], una novela muy diferente a las anteriores, podría decirse que es una novela pop, más divertida, relajada, que trabaja como una suerte de parodia de las novelas de espionaje...
Sí, es cierto, aunque no quisiera utilizar el término parodia porque parece que me burlo del género y no es así. Tengo un enorme respeto por él. De joven leí muchísimo a Ian Flemming (el “padre” de James Bond), que supo representar de forma eficaz y popular al héroe de espionaje. Por supuesto también a Le Carré... Aunque mi autor favorito es Eric Ambler, el autor de La máscara de Dimitrios. Un enorme escritor fue Ambler... En cuanto a mi novela, me gustaba la idea de mezclar, en el tiempo presente, personajes actuales, muy verosímiles o incluso reales, con otros que podrían haber sido sacados de una época ─o de un cine─ más antiguos. Por ejemplo, el personaje del general que arma todo este asunto de espionaje (el primero en aparecer en la intriga), podría estar tomado de una película de los años '60. Es un efecto de yuxtaposición, de desequilibrio, con el que deseaba darle a la novela una dinámica un poco dislocada.
También hay más de un guiño al cine, sobre todo a Hitchcock, que también tiene un film con un título similar (Corresponsal extranjero, 1940).
Sí, por supuesto. El cine ha sido una gran influencia en mi escritura. Ha habido periodos en mi vida en que iba a diario, de ahí que la gramática cinematográfica y algunos de sus aspectos más significativos, como el plano secuencia, el punto de vista de la cámara o el ritmo hayan sido muy importantes para mí. En cuanto a Hitchcock, siempre me fascinó, fue realmente el mago del suspense, y no sólo le robé el título ─aunque no lo supe hasta después, porque Corresponsal extranjero en Francia se llamó de otra manera─, sino también alguna que otra cosa, como el momento en que las aspas de un molino giran al revés a modo de señal secreta. La referencia fue evidentemente deliberada. En el libro hay al menos otro guiño cinematográfico adicional: un plano sacado de El gran Lebowski, el film de Joel y Ethan Coen. Me divirtió mucho hacerlo.
Su modelo literario más fuerte es Flaubert. ¿Es posible imaginar un Flaubert del siglo XXI?
Creo que no. Releo con cierta frecuencia sus novelas, y también su correspondencia. Al leer la correspondencia uno establece una suerte de relación familiar con él, al que yo siento a menudo como una suerte de tío-abuelo. Y como sabemos, en toda buena familia nunca falta un tío que está un poco loco.
¿Es probable que una de las mayores herencias que recibió de Flaubert esté dada por su uso del humor y la ironía?
Sí, quizás sea cierto. Hay humor en Flaubert, hay ironía, pero también cierta ternura insoslayable. El libro de Flaubert al que vuelvo con mayor frecuencia es Bouvard y Pécuchet, y en cada lectura me encuentro con un libro diferente. A veces lo leo como si fuese una farsa y otras una comedia, los personajes por momentos me resultan completamente idiotas y en otras ocasiones unos genios. En ciertas lecturas me parece asistir a una función de teatro callejero y en otras a una aguda disquisición filosófica. Más allá de las diferencias que puedo encontrar de una lectura a otra, hay algo que no varía: siempre me río casi todo el tiempo. Como suele ocurrir con las grandes obras literarias, casi no conozco ninguna donde no se pueda encontrar esta presencia ─a veces incluso de modo subterráneo─ del humor. Uno se ríe mucho con Proust, con Beckett, con Joyce... De acuerdo, uno se ríe menos con Dostoievski, y mucho menos con Faulkner, pero casi siempre aparece esa chispa ligada al humor, a la ironía, a veces camuflada bajo la forma del drama, fantasmática, como un polizón. Y eso es de las cosas que más amo de la literatura.
30 de marzo, 2022
Ravel, Correr, Relámpagos, 14
Jean Echenoz
Anagrama, 2022
320 págs.