A pesar de contar con excepciones notables –La vida nueva, de César Aira, o algún cuento o pasaje novelesco de Copi–, el vínculo entre editor y escritor pareciera no haber derivado en materia narrativa. Tampoco es el cauce por el que opta Jean Echenoz en el libelo Jérôme Lindon, que más bien bosqueja una semblanza del gran editor francés y, como contrapartida, un retrato especular de su propia trayectoria literaria. Aunque, quién sabe, como lo demostró su tríada de novelas –Ravel (2006), Correr (2008), Relámpagos (2010)–, Echenoz es un maestro en el arte de embrollar ficción y realidad. Pero no exageremos. Los propósitos aquí son acotados.
En busca de un editor para la que sería su primera novela –El meridiano de Greenwich (1979)–, y cansado ya de coleccionar un sinfín de cartas de rechazo, Echenoz prueba con enviar su manuscrito a otra editorial, una muy prestigiosa, sin albergar mayores esperanzas. De hecho, se olvida del asunto. Hasta que, para su asombro, el editor mismo se comunica para manifestarle todo su interés por la novela. El editor, claro, era el sempiterno Jérôme Lindon.
Desde 1948 hasta su muerte, ocurrida en 2001, Lindon estuvo al frente de Éditions de Minuit, y no sólo defendió un catálogo que era la “quintaesencia de la virtud literaria” y contaba con las plumas de Marguerite Duras, Samuel Beckett, Claude Simon o Robbe-Grillet, sino que, además, impulsó la ley sobre el precio único de los libros y manifestó, hasta el último soplo, un fuerte rechazo a las cadenas de librerías, que, en contraste con su prédica, tratan a la literatura como una mercancía más. También fue el único editor de Echenoz.
Lo primero que Lindon intenta corregirle al novel escritor es un hiato y le sugiere cambiar de nombre para subsanarlo. Se dibuja, así, una escena que se repetiría innumerables veces: el editor imponente, locuaz, y un cándido escritor primerizo obnubilado por el mundo al que acaba de ingresar sin saber cómo desenvolverse. La mayoría de las veces asiente en silencio.
El libro se publica y, a pesar de ser galardonado con el premio Fenón, casi nadie habla de él. Una segunda novela, escrita dos años después, no despierta mayor consideración por parte de Lindon, quien, a su vez, le dice a Echenoz que no va a publicarla y le advierte que tampoco la lleve a otra casa editorial. Una nueva propuesta por parte de Echenoz es asimismo rechazada. Pasan dos años y medio sin hablar. Echenoz vuelve con la novela concluida y retoman las conversaciones como si nada hubiera pasado. Estos idas y vueltas, sugiere Echenoz, son parte insoluble del vínculo entre el escritor y su editor.
Si bien podía refunfuñar ante los títulos, Lindon no prestaba auxilio sobre cuestiones técnicas. Más que sugerir, desaconsejaba. Desaconseja, sobre todo, ocuparse de actividades que lo alejen a uno de la escritura. Y aunque era capaz de guerrear amistosamente por una coma –“la única divergencia de fondo entre nosotros”, dice Echenoz–, lo cierto es que más lo preocupaba de pinta desaliñada de un escritor.
No hace falta recurrir a Kafka para colegir que las empresas imposibles son consustanciales a lo humano, más aún la de la publicación de un libro. Sin embargo, cuando un manuscrito lo entusiasmaba, Lindon era capaz de ser increíblemente expeditivo. En ocasiones, Echenoz recibía llamados el mismo día en haber dejado un manuscrito; el entusiasmo incluso podía llegar a que se lo enviase de inmediato a la imprenta.
No ocultan estás páginas escritas al calor de la muerte el dolor de la pérdida, como tampoco disfrazan el agradecimiento. Porque es poco probable que Echenoz hubiera escrito algo muy diferente de lo que hizo junto con Lindon, pero bajo su tutela seguramente escogió mejor (en principio, no publicar textos de los que luego se habría arrepentido). De ahí el homenaje, de ahí también el pago, no siempre impostergable, de una deuda infinita.
17 de agosto, 2022
Jérôme Lindon . El autor y su editor
Jean Echenoz
Traducción de María Teresa Gallego Urrutia
Nórdica, 2021
72 págs.