A fines de los años 20, en París, Joyce y Beckett solían caminar juntos por la Isla de los Cisnes (la Île aux Cygnes, esa estrecha isla artificial, atravesada por los puentes de Grenelle, Rouelle y Bir-Hakeim, con una vista privilegiada a la Torre Eiffel). En ese punto ─en ese encuentro, en ese cruce─ se sostiene y se impulsa este largo poema narrativo de Mariano Dupont (Buenos Aires, 1965); un poema que, desde el título (“Joyce y Beckett en la Isla de los Cisnes”) y las primeras líneas, sin rodeos, va al grano y nos pone en situación: “Ahí, allá, entonces, una primera escena: / domingo de mañana, media mañana, / Joyce y Beckett, flacos, altos, las cabezas gachas / (uno, al final de sus cuarenta; el otro, muy joven), / caminando a la par por la Isla de los Cisnes”.
Endomingados, Joyce y Beckett, a fines de los años 20 (Domingo, mañana, París, Joyce y Beckett. / ¿Año? 1929, 1930, no más allá de 1930”), caminan por el paseo arbolado de la Isla de los Cisnes. Vemos a un Beckett algo intimidado por Joyce, preocupado por Lucía, la hija de Joyce (“La bella, aunque ligeramente estrábica / (y loca, sobre todo, loca), / Lucía”), por el destino de su relación con ella, por cómo decir aquello que debe decirle (“¿Cómo decirle, sin herirla, que lo de ellos, / si es que es, o ha sido, algo / alguna vez, no va más?”) y vemos a un Joyce insistente con su Work in Progress (eso que finalmente terminaría siendo el Finnegans Wake), pidiéndole a Beckett que escriba algo al respecto (“Acérquese, / Beckett, venga, venga, / trabaje para mí: ¿no podría escribir algo, / algunas líneas, algo contundente, ensalzando, / por supuesto, mi Work in Progress, algo / que ponga, o sea, las cosas en su lugar? / ¿Eh? ¿Podría? ¿Qué me dice?”).
“Jolas, McAlmon, e incluso el doctor Williams, / ¿no podrían también sumar sus plumas a la suya, Beckett? ¿Eh, Beckett? ¿Y? ¿Qué opina?”, Joyce vuelve una y otra vez sobre lo mismo, presiona a Beckett y trata de convencerlo de que escriba algo en su favor, algo que promueva su proyecto. (Una insistencia por parte de Joyce que nos remite a Our Exagmination Round His Factification for Incamination of Work in Progress, la colección de ensayos críticos en torno al Finnegans Wake publicada en 1929, en la que, además de Beckett, escribieron, entre otros, Eugene Jolas, Robert McAlmon y William Carlos Williams).
A todo esto, a Joyce y Beckett, endomingados, paseando por la Isla de los Cisnes a fines de los años 20, lo vemos, de la mano de la voz del poema, desde la ventana de la habitación de un hotel (“Desde la única ventana de la habitación, / los vemos, entonces, sí, los vemos”). Vemos a Joyce y a Beckett a la par, paseando, juntos, pero no los escuchamos (“Apoyamos la oreja, el oído, / en el frío del cristal: nada. Salvo el murmullo / debilísimo de la calle, de esa mañana de domingo, / nada, nada se escucha”), de manera que lo que se dicen ─lo que sea que, en alguno de esos paseos, tal vez se hayan dicho─ es algo que el poema invita a imaginar (“imaginemos, hay que imaginar” es una frase recurrente).
A la vez que el poema, dentro del poema, se piensa a sí mismo, piensa en sus posibilidades y sus alternativas (“¿Un poema? A veces hay poema, a veces no”) y se da el gusto de imaginar las charlas que, en alguno de esos paseos, podrían llegar a haber tenido Joyce y Beckett en torno a ciertos eventos concretos (desde la génesis del Finnegans Wake hasta la relación de Beckett con Lucía), se detiene en algunos detalles finos, sutiles, de época, de aquella Paris de fines de los años 20 (“Pasa, ahora, por el medio del río, / hacia el Pont de Grenelle, / un bateau mouche repleto / de señoras elegantes, / mujeres con capelinas, quitasoles, abanicos, / y caballeros de traje y canotier, / bastón y prismáticos”), y se da el lujo de coronar con un desenlace de película ─a pura imagen y movimiento─, dinámico y conmovedor.
Gaston Bachelard hablaba de la “acción imaginante”. Decía algo así como que imaginar no es tanto eso que a uno se le viene a la cabeza (lo primero que a uno le llega, que uno percibe, que a uno se le ocurre) sino que la imaginación vendría siendo más bien lo que uno hace con eso (cómo deforma eso, esas primeras imágenes que le llegan, para crear, desde ahí, algo nuevo). Este poema retoma, de alguna manera, esta propuesta bachelardiana: toma alguno de esos paseos que, se sabe, supieron tener Joyce y Beckett en la Isla de los Cisnes y, a partir de ahí, imagina, deforma y trata de dar forma a “a materia indócil del poema” que “se escurre, pues, / como un barro chirle, gelatinoso, / por los dedos de las manos”.
“Imaginemos, hay que imaginar”, ese estribillo que puntea el poema, que parece, por momentos, apenas un latiguillo, una frase hecha, es mucho más que eso. Por empezar, se destaca el plural: imaginemos. Un plural que parece decir: juntos (ustedes ─lectores─ y yo ─la voz del poema, el guía en este viaje─), imaginemos. Nosotros. Todos. Imaginemos. Imaginemos, primero, que estamos ahí, en la París de fines de los años 20, en la habitación de un hotel que da al Sena, viendo pasar a Joyce y a Beckett. Si somos capaces de imaginar eso, si ya estamos ahí, imaginemos, entonces, ahora, lo que se dicen, porque estamos lejos y, ni siquiera pegando la oreja a la ventana, llegamos a escuchar las voces de Joyce y Beckett.
A su vez, el “hay que imaginar” redobla la apuesta. No solo le da énfasis al “imaginemos” sino que también, velada, en esa frase, “hay que imaginar”, parece haber una segunda intención. Una intención menos inocente. Tal como está reiterado, el “hay que imaginar” suena a propuesta, a convocatoria. A llamamiento. “Hay que imaginar” tiene algo de es necesario. Es como si, poniendo en práctica la teoría, predicando con el ejemplo (nada más y nada menos que imaginando a Joyce y a Becket en la Paris de fines de los años 20), el poema nos dijera, con hechos, que, hoy más que nunca (¿ante tanto realismo, costumbrismo, autoficción?), es necesario imaginar. Que es necesario hacerlo. Que hace falta. Que es por ahí. Que si hay algo que nos va a salvar, que nos va a terminar salvando, liberando, aunque sea momentáneamente, por un rato, del yugo de la existencia más ordinaria, es eso: la imaginación.
19 de enero, 2022
Joyce y Beckett en la Isla de los Cisnes
Mariano Dupont
Huesos de jibia, 2020
45 págs.