Me siento incapaz de discutir el principio que afirma que forma y contenido son indisociables, casi una misma cosa que funciona como los diminutos engranajes de un reloj. Sin embargo, con Miguel Briante (1944 - 1995), y en particular con Kincón, su única novela, publicada originalmente en 1975 y reeditada por hace poco por Alto Pogo, puedo convencerme de que la forma de contar puede entusiasmarnos mucho más ─y seguir maravillándonos aún después de terminada la lectura─, que la historia en sí que un texto literario nos está contando. Eso que, extirpado quirúrgicamente de su forma, sería el contenido, el llamado argumento del libro. Diría que algo semejante puede sucederle a un lector de Manuel Puig, de Juan José Saer (el Saer de Nadie nada nunca y de El limonero real, para ser más específico), incluso del Onetti más acabado, el que esculpió El astillero o nos puso con Larsen en el tren que iba a llegar a Santa María. Y detrás de todos ellos está Faulkner. ¿Qué?, se me podría preguntar: ¿qué es lo que puede ocurrirme con Briante que ya viví con Onetti, con ese Saer o con Puig? Trataré de ensayar una posible respuesta.
Hay argumentos que caben en un post-it, si quien los sintetiza no los traza con una letra endemoniadamente grande. Tal vez Kincón demande recurrir a un segundo y a un tercero, dependiendo del gusto que se tenga en los detalles. Un negro es traído del Mato Grosso y se inserta en la vida de los pueblos vecinos al río Salado: Ranchos, General Belgrano, Villanueva, Loma Verde ("Todos los pueblos son el mismo pueblo") y un poco más allá, entre las décadas del veinte y finales de los cincuenta del siglo pasado. Está bien, se trata de un negro peculiar ─baila como un endemoniado, esquiva los balazos a los saltos, pasa de ser prófugo a policía bonaerense, no una sino varias veces─, y de una época que, en esas tierras bonaerenses, parece recrear un clima de vernáculo Far West. Esas condiciones permiten que esa vida que se cuenta, la de Kincón, sea un filón de aventuras y de conflictos violentos, de amores enfermos, de venganzas aplazadas, de traiciones, de mezquindades. Nada que no esté presente en la gauchesca o recreado en cualquier biopic de criminales célebres (y no tanto) de Nueva York o Chicago o de donde sea...
Por eso, lo excepcional, lo atrapante estalla en la forma. Cualquiera que tenga el berretín de escribir, incluso cualquiera que haya animado a seguir un poquito más allá del Rubicón que trazan las lecturas de la escuela secundaria, lo sabe. Lo percibe, lo reconoce y, aunque le disguste o le incomode, se siente subyugado por esas formas de contar que desbordan los moldes tradicionales. La convención, el buen gusto y la cortesía gramatical de los narradores apuestan sus fichas al casillero del contenido. En Kincón, Briante explora y juega con materiales heterogéneos, con los mecanismos que permiten construir una leyenda expandiendo y recreando recursivamente un puñado de sucesos clave. Es el discurso del mito el que convierte en algo extraordinario el rompecabezas de la biografía de un marginal. "Porque la verdad nada tiene que ver con la cronología; se alimenta, se crea en la cabeza de la gente, se deforma hasta hacerse más verdad en las palabras de los que quedan".
Miguel Briante por Juan Carlos Comperatore
Guiado por esta premisa, esa suerte de demiurgo que encarna el narrador principal, Don Barrios, reúne voces cultas y populares, versiones discordantes y contradictorias de varios episodios: las entradas del diario de Don Tomás, las páginas de unas cartas, los relatos que dictó el comisario Clavijo, las narraciones de los escolares, fotografías reveladoras, rumores que surcan el aire y hasta el monólogo interior de Kincón en diversos momentos de su vida. Los ordena, o los revuelve, o los lanza en las hojas como una tarotista que va dando vuelta las barajas sobre la mesa. A veces, durante párrafos e incluso páginas, se avanza a tientas: no se puede saber quién está hablando, ni de qué, y hay que retroceder lo leído para reencontrar la punta del ovillo y no perderse o darse por vencido.
Sin embargo, esas voces, esos registros diferentes y al principio confusos, nos invitan a seguir, a seguir leyendo, a pesar de las repeticiones, de las brutalidades sintácticas ─y también ortográficas─, del desorden aparente, de la falta de fiabilidad de los que hablan o escriben: "Si digo que me acuerdo, miento..."; porque sentimos que en ese caos nos fascina ver surgir el mito de Kincón, el de los mil nombres: Bentos, Carneiro, Cabo Negro, Márquez, Sesmao, Marcos Bentos Sesmao, que adquiere las dimensiones de un Aquiles o de un Tersites, o de ambos a la vez, de una leyenda negra rural y provinciana.
Es casi una regla encontrar en las solapas o contratapas de los libros de Miguel Briante un lamento porque su obra no ha recibido el reconocimiento que se merece. Es posible hipotetizar que no tuvo los contactos adecuados en el campo literario, que le faltó bombo, que no encontró críticos que oportunamente lo exaltaran. Digamos, en términos actuales, que le falló el marketing. La literatura no es el campo de acción de Anubis; no se trata de pesar los libros y separar los "buenos" de los "malos", menos de protestar por la poca fortuna que han gozado títulos o escritores dignos de mejor suerte, del aplauso unánime, del "paraíso" del canon. Es decir, no hay justicia en la literatura porque afortunadamente no estamos en una ciencia exacta, ni en un juzgado de los Tribunales. El tiempo, los editores y los lectores que no siguen la música que soplan los flautistas de las grandes editoriales, son los únicos capaces de subsanar estas posibles injusticias, si es que de "injusticias" se trata. Para quien se encuentre con Kincón y su leyenda negra, Miguel Briante ingresará triunfante en la lista de autores que merecen y deben ser explorados.
20 de enero, 2021
Kincón
Miguel Briante
Alto Pogo, 2020
220 págs.