Aunque Brian O'Nolan fue Flann O'Brien y también Myles na gCopaleen, el orden de los nombres es irrelevante; su carrera periodística y literaria transcurrió entre lenguas y encontró en la turbiedad su identificación última. Ávido de discutir la tradición tanto como de empujarla hacia alternativas más dinámicas, O'Brien –su seudónimo de mayor predicamento público, con el que firmó sus novelas en inglés y por el que todavía se lo conoce a sesenta años de su muerte– usó la sátira para señalar los tics de un aislamiento y la inevitabilidad de una extinción.
En los tiempos del renacer gaélico, coincidente con los años posteriores a la independencia irlandesa, la cultura que había abrigado la revolución empezaba a encorsetarse. Mientras que el resto del mundo se redefinía entre dos guerras expansivas, síncopes financieros y prototipos de lo que después se cimentaría como el Estado de Bienestar, la Irlanda libre prefería mirarse a sí misma. En 1929 se había publicado An tOileánach –El isleño–, autobiografía de Tomás Ó Criomhthain que narraba con sencillez la vida difícil de los habitantes de la Gran Blasket y que patentó algo así como una celebración de la precariedad, una pureza nacida de las condiciones más ásperas que sólo el dialecto de los antepasados podía reflejar. Hubo más libros de esa índole, departamentos estatales instituidos con el fin de promocionar la memorialística, y en medio de la exaltación unos cuantos intelectuales decidieron levantarse contra el ombliguismo imperante. O'Brien aglutinó el núcleo de la protesta en una novela cómica, y en el fondo embargada de pesimismo, que puso patas para arriba el género y reveló la aridez nativa en sus clichés.
La boca pobre –An Béal Bocht en el original de 1941– sigue las desventuras de Bonaparte Ó Cúnasa, triste diablo sin padre que recién halla asilo contra la miseria en el encierro no voluntario. La cárcel es la respuesta tajante a la pregunta que él suelta: “¿Seguro que los gaélicos son seres humanos?”. Las escenas dispuestas por O'Brien bregan por la negativa, fruto intenso de retruécanos humorísticos, absurdos y malentendidos enhebrados por personajes que comen mal, pasan frío y centuplican la estrechez al insistir en ciertos lugares comunes: el irlandés y sus cerdos, el irlandés y la papa, los robos entre irlandeses de cerdos y papas. Vecinos comparten o se disputan carencias en una zona casi metaliteraria, cuya improbabilidad se manifiesta ya en el primer capítulo: desde la casa de Bonaparte se ven los bordes de Galway, las piedras de Conemara, la Gran Áran, las barriadas de Cill Rónáin y demás parajes separados por grandes distancias en cualquier mapa real.
El procedimiento es exagerar para fortalecer la crítica, permitirse un gesto fantástico cada tantas páginas, afilar la insuficiencia hasta que sólo la risa la reconozca. En La boca pobre el hogar y el corral compiten por el mismo espacio, el gaélico más aquilatado lo hablan los porcinos y las huellas de unos zapatos en el barro son advertencias de un monstruo que asedia a las gentes descalzas, pero con nadie O'Brien se encarniza más que con los agentes del tradicionalismo, la policía cultural que compensa su extranjería con la organización de festivales, sesiones de grabación y congresos gaélicos en los que cunden la arenga solipsista y la cortedad de horizontes. “De nada sirve saber gaélico si lo empleamos para conversar sobre cosas que no son gaélicas”, discursea alguien mientras el público colapsa de hambre reconcentrada y silenciosa, la forma gaélica de dar razón a quien toma –en el sentido de captar, de apropiarse– una palabra que se suponía de todos.
No sabemos si O'Brien fue consciente de las resonancias que su libro provocaría en los lectores del futuro, lejanos en geografía y época a aquellos a los que las dentelladas de La boca pobre estaban dirigidas. La primera resonancia es la de la coherencia, interna e inoxidable, de los estereotipos: por mucho que ronde la caricatura, la novela es sólidamente irlandesa. Para cuestionar la imagen de un pueblo, O'Brien la presenta sin aligerarle las orillas ni perseguir matices que no vienen a Cuento. Y de esa primera resonancia se desprende una segunda incluso más grávida. Si la motivación del género memorialista fue la exposición del duro trajinar sobre la tierra de un linaje cada vez más frágil, La boca pobre no desmiente esa denuncia, sino que más bien la argumenta. La traducción del gaélico que llevó adelante Antonio Rivero Taravillo resalta el lirismo de un alegato contra los consensos hereditarios, tal vez el mejor legado de todos, el único necesario de verdad, cápsula de una memoria que incluye lo que fue, lo que pudo y debió haber sido, sin renegar de la individualidad que le otorga supervivencia y la transporta a través de las generaciones.
4 de diciembre, 2024
La boca pobre
Flann O'Brien
Traducción de Antonio Rivero Taravillo
Nórdica, 2023
147 págs.