Como quien recorre un pasillo en penumbra, sabiendo –o intuyendo– que lo importante no está a la vista, sino más bien en el pliegue de las cosas: en la luz que se filtra entre las cortinas raídas, en el crujido áspero de la escalera en desuso, en el silencio espeso de una habitación sellada; así se transita la obra de Julien Gracq, espacio suspendido, pletórico de presencias mudas, donde cada rincón parece guardar un arcano inviolable. Semejante a la arquitectura de un sueño apenas recordado, cada detalle en sus libros –una piedra, una sombra, un claro entre los árboles– parece participar de una organización secreta.
La casa, escrita hacia finales de la década del cuarenta, es decir entre su segunda y tercera novela, y publicada póstumamente, propone un recorrido así –moroso, reticente– en torno a una inmueble campestre, algo apartado, visto por el narrador primero desde lejos – a través de la ventanilla del micro, en sucesivos viajes durante la Ocupación alemana– y luego –una tarde de noviembre– explorado con curiosidad expectante.
A distancia, la casa, “estrechamente encajonada en la espesura”, parece una criatura que acecha entre la fronda de matorrales y ramajes, de tupida hojarasca, en fin, de vegetación silvestre, y no sólo devuelve la mirada, sino también ejerce una suerte de atracción. La lluvia que acompaña el trayecto –y la consabida falacia patética– de pronto escampa y lo que parecía gris y ruinoso adquiere entonces luz y vida propia. Lo que hacía un momento era un paisaje deshabitado y decadente se vuelve escenario de un cuadro en movimiento compuesto de presencias fugitivas. Puerta de entrada a otro mundo, la casa figura el lugar de una transfiguración de lo real.
Hay en las novelas de Julien Gracq una gravitación plástica, una cualidad espectral del espacio y del tiempo, que las emparenta con la pintura metafísica de Giorgio de Chirico. No se trata sólo de afinidades formales –la arquitectura desierta, la presencia perturbadora de lo estático, el tiempo suspendido–, sino de una concepción común de la realidad como umbral o pasaje, en la que los objetos, privados de función, adquieren una intensidad, si se quiere alusiva, que los excede. Como en los lienzos de Chirico, donde una plaza vacía bajo cielos inmutables parece presagiar una revelación que no llega, los escenarios de Gracq –ya sea la fortaleza indolente de El mar de las Sirtes, la espesura cargada de presagios de Los ojos del bosque, o la casa de esta novela– están imbuidos de melancolía pétrea, de sigilo telúrico, de una espera sin objeto.
En ambo –Gracq y de Chirico–, lo visible se torna enigma debido menos a la extrañeza que por su persistencia fuera del tiempo; y aquello que podría llamarse figurativo –es decir, los elementos reconocibles del mundo real–, lejos de proporcionar claridad, funcionan como vehículo de lo inquietante. Se trata, en definitiva, del tránsito mismo entre una realidad mortecina a un mundo repleto de símbolos, belleza y misterio. Es ese “misterio en pleno día” que tanto buscó el pintor italiano, y que el escritor francés, con una prosa de aliento dilatado y ondulaciones narcóticas, supo transmutar en una forma narrativa de lo numinoso.
Tanto los detractores como los entusiastas de Gracq convergen, curiosamente, en un mismo punto: su prosa envolvente, que para unos es deleite exquisito y para otros, un exceso empalagoso. Sin duda, el carácter teatral de las atmósferas hipnóticas, rítmicamente moduladas, de sus libros se asienta en las frases amplias que se despliegan como en una espiral: sin llegar del todo al centro, pero sin alejarse nunca de él. Las subordinadas se apilan, no como desviaciones, sino más bien en tanto estratos de la mirada de una misma conciencia. En sus descripciones –exuberantes, pródigas en imágenes, pliegues y repeticiones sensoriales– el lenguaje parece tantear el mundo, como si nombrar algo fuera, a la vez, evocarlo y oscurecerlo.
“Describir”, apuntó Gracq, “es sustituir la aprehensión instantánea de la retina por una secuencia asociativa de imágenes que se despliegan en el tiempo”. Es trocar la visión en movimiento. No otra cosa hace el narrador con la casa y los alrededores, cuyo resplandor no proviene de los sucesos –que más bien escasean– sino de las sensaciones adheridas a ellos, como polvo a los objetos abandonados.
23 de julio, 2025
La casa
Julien Gracq
Traducción y posfacio de Vanesa García Cazorla
Periférica, 2024
65 págs.