Al calor de problemas político-sociales acuciantes, esto es, de las tensiones de clase y del tipo de marginalidad suscitada por el capitalismo, de las conflictivas migraciones internas del país (del norte al conurbano de la provincia de Buenos Aires), de la corrupción policial y judicial, de la violencia de género y, ante todo, al calor de los cuerpos incinerados, chamuscados y vejados de las mujeres argentinas, Mariana Enríquez compone varios de los textos que integran Las cosas que perdimos en el fuego. Escribe al calor de estas problemáticas porque, en efecto, queman o, puede suponerse, le queman, por lo menos, a la autora. Me resuena aún una declaración suya en una entrevista del 2017: “¿De qué voy a hablar si no voy a hablar de política?”. No se trata, sin embargo, de subordinar la literatura a la política, sino de una forma –política– de concebir a la ficción como un tipo de discurso que se produce y se consume dentro de una sociedad concreta y que, inevitablemente, tiene algo para decir sobre esa realidad que le sirve de marco puesto que es la primera de sus condiciones de posibilidad.
Ya por sus brujas, sus villanos, sus tenebrosos locus, sus atmósferas; ya por los efectos de horror y asco que persiguen, cuentos como “Las cosas que perdimos en el fuego”, “El chico sucio”, “La hostería” y el fantástico “Bajo el agua negra” remiten al género (o al modo) gótico así como a ciertas temáticas de fuerte contenido político. Fuerte y explícito, ya que constituyen parte de su argumento narrativo. De todos modos, y a pesar de los vínculos que estos textos propician –interpretaciones, quiero decir, de índole político-social– tengo para mí que “La casa de Adela” esconde una densidad política mayor al resto de los cuentos, cifrada allí donde la oscuridad y la incomprensión reinan, y donde la ambigüedad, la ausencia de guiños o índices –de coordenadas hermenéuticas–, potencian el alcance político de la lectura.
Desde un presente traumático y dislocado, Clara, la narradora del cuento, recuerda su infancia gris en el barrio de Lanús, con sus casas esqueléticas, sus modestos jardines y el modo en que los niños usan las calles asfaltadas como patio de juegos; recuerda también una íntima relación con Pablo, su hermano, pero ante todo, obsesiva y fatalmente, Clara recuerda a Adela, la niña “monstruo”, y cómo la casa abandonada del barrio la hizo desaparecer, la última de las noches de un verano, entre sus mismísimas entrañas.
Como un inmenso pero desconocido insecto, esta tenebrosa casa zumba –al menos en los oídos y la imaginación de los niños–, provoca pavores irracionales en los adultos y, como una suerte de insondable estructura orgánica, fundamentalmente, la casa “cuenta historias”: sobre sus antiguos habitantes y sus inexpugnables conductas, sobre el marchito jardín trasero y “sobre una canilla que no dejaba de gotear porque lo que vivía en la casa necesitaba agua”. Estas historias (o voces) se les revelan a Adela y a Pablo que, sensibles a la comunicación esotérica, se ven impelidos a contestar, a corresponder la fantástica interpelación con su presencia en la casa. La narradora, aunque miedosa, acepta ir con ellos, no puede abandonarlos a la negrura de su suerte: “No podían entrar solos en la oscuridad”.
Ilustración de Juan Carlos Comperatore
Una noche de tormenta ingresan por la puerta de entrada que los espera misteriosamente abierta; dentro, ante una de las paredes del living, la inexplicable luz eléctrica que irradia el techo ilumina unos estantes pulcros y elevadísimos: uñas, muelas, paletas, incisivos se exhiben como en las vidrieras de un museo incomprensible. La casa zumba en los oídos de Clara. Pablo se adentra en el interior, sordo a las demandas de su hermana. Un grito de Adela perfora las habitaciones. El haz de luz de la linterna de Pablo por fin la encuentra: “Adela no había salido de la habitación de los estantes. Nos saludó con la mano derecha, parada junto a una puerta. Después giró, abrió la puerta que estaba a su lado y la cerró detrás de ella.” La puerta –de más está decirlo–, ya no puede abrirse. Los hermanos llaman a sus padres y estos a la policía. La mirada adulta y oficial nada ve en el interior de la casa: ni estantes, ni puertas en pie; ni siquiera paredes, todo ha sido derrumbado hace tiempo. No hay rastros de Adela. La narradora sentencia: “Nunca la encontraron. Ni viva ni muerta”.
Cuando el cuento parece encauzarse cómodamente en los presupuestos del género gótico, cuando el (placer del) lector cree anticipar las posibilidades narrativas, se produce cierta disrupción con la aparición de la última cita, un ruido sordo que, posiblemente, suene a la violencia y a la metodología de la última dictadura cívico-militar: Adela no está viva ni muerta, está desaparecida. No obstante, aunque se habla de su “desaparición” sólo porque la narradora debe nombrar la ausencia, el término “desaparecido”, tan espesamente connotado para el imaginario argentino, no llega, no emerge en el discurso; y es que su uso direccionaría con cierta violencia la interpretación, despojando al cuento de su ominosa ambigüedad.
Mencionaba antes que Adela era una suerte de niña “monstruo”; esa monstruosidad, concretamente, está dada por la “anormalidad” de su cuerpo y por cómo ese cuerpo es percibido por los otros. “[Muchos chicos] decían que la iban a contratar en un circo, que seguro estaba su foto en los libros de medicina”. Una serie de historias luchan por cobrar estatuto de verdad respecto de cómo fue que perdió su brazo izquierdo, de por qué tiene debajo del hombro una pequeña e inservible protuberancia. Adela cuenta historias crueles y salvajes que desmienten la versión genética del fenómeno, a cargo de sus padres; una de ellas, la de un dóberman negro llamado Infierno que se lo arrancó –dice Adela– cuando era una bebé. Pablo la tilda de mentirosa. Ella se enoja. Ambos se divierten en secreto.
Que la casa se la chupó –usando el verbo del diccionario del Terror Estatal; que las uñas y dientes de los estantes son piezas o trofeos alegóricos de un torturador; que los guiños al saber médico –los libros de medicina que son iluminado por Pablo, por ejemplo– remiten al relato médico del gobierno militar encargado de producir un sentido: operar el cuerpo enfermo (subversivo) de la sociedad, personificado aquí en la “deformidad” de Adela. Una interpretación legítima, pero cómoda. Reducir el cuento a esta lectura, se me ocurre, es como pretender explicar el deseo a través de un concepto, como querer sosegar un miedo atávico con una caricia.
La ambigüedad radical que baña el cuento lo liberaría, entonces, de cualquier corsé interpretativo, lo alejaría de la asfixia alegórica y de la connotación sociohistórica; si esto es así, cada lector proyectará en el interior de la casa el riesgo de sus ideas, el ansia de su expectativa, la forma de su angustia. Luego de la desaparición de Adela y del posterior suicidio de Pablo (enloquecido de culpa por haber contagiado a Adela la obsesión por la casa), Clara vuelve una y otra vez a ella. “Miro por las ventanas, abiertas como ojos negros: la policía derrumbó los ladrillos y así quedaron, abiertas.” Recuerdo, en este punto de la escritura, el epígrafe nietzscheano de la primera novela de Enríquez: “Cuando miras largo tiempo un abismo, éste también mira dentro de ti”, y no dejo de preguntarme qué es lo que atravesará al lector cuando la casa de Adela proyecte sobre él lo que no puede ser nombrado por las palabras.
19 de diciembre, 2018