Leer a autores como Ann Beattie obliga a reflexionar sobre los límites del realismo. O más bien: de lo que a estas alturas se entiende por realismo norteamericano, la deriva gentilicia de una subespecie depurada por más de un siglo de tradición. En el universo anglo, el realismo es aquello que no puede ser nombrado. Mientras que los short story writers del rubro son eso –cuentistas a secas–, las especificaciones brotan cuando la brevedad incluye otras voces y otros ámbitos. Al fin y al cabo, nadie piensa en los relatos de Philip Dick y Gene Wolfe sin adosarles, con la velocidad de un reflejo atávico, las etiquetas sci-fi, fantasy y todo lo que quepa en el medio.
Si se ahonda en el biotipo realista, amén de excepciones livianas como el realismo sucio o de regionalismos insumisos como el gótico sureño, las diferencias interiores tampoco reciben denominación suficiente. Hay, sí, claros marcos temáticos y hasta atmosféricos según el segmento social que se narre –abundan los cuentos sobre el embrutecimiento de la pobreza, el sacrificio de las clases trabajadoras, la insatisfacción de las acomodadas–, porque en definitiva lo que se anhela es contar el propio mundo y la tentación más humana e inmediata es creer que el propio mundo es todo lo que hay. ¿Qué escribir, entonces, si lo que hay es todo? ¿Para dónde salir, por qué grieta escaparse?
Al imponerse restricciones tan férreas –más allá de la cuestión de las capas, suele evidenciarse, sin que importe el nombre del autor o el hecho de que la colección de marras sea un debut o la última entrega de una obra ya establecida, una saga infinita de desavenencias familiares, deterioros amorosos e individualidades malogradas–, la veta realista también exige una contracción de la forma. La prosa debe ser diáfana, se debe contar a medias, la tensión debe ocupar el vacío que deja a su paso el retaceo hermenéutico. La única posibilidad de huida es la experimentación hacia adentro, la desarticulación silenciosa de ciertas estructuras. Tarea nada fácil, especialmente si lo que se pretende es que la canción no sea siempre la misma.
Pero decíamos: Ann Beattie. Nacida en Washington en 1947, factótum de una veintena de libros entre novelas y antologías, redimió este año su puesto en las librerías argentinas con La casa en llamas, recopilación de textos publicados entre 1976 y 2006 en la revista New Yorker, cuna de prestigio para las narraciones de su estirpe. El orden de aparición de los relatos traza, casi sin contramarchas, el arco que la prosa de Beattie dibujó a lo largo de tres décadas, una composición que amplía de manera gradual los rudimentos utilizados, como si la prosa fuera una bola que se agranda a medida que incorpora sedimentos y prepara su entropía.
Si uno se detiene en las primeras tres cuartas partes del índice, el hilo que lo enhebra es el papel protagónico de mujeres que acaban de divorciarse, están por hacerlo o deberían. No hay victimismo, de todos modos. Los personajes femeninos de Beattie soportan o responden con sus propios engaños al egocentrismo de hombres impedidos por la ambición (“El vals de Cenicienta”), la autodisciplina (“Cambios”) y la ingravidez de hogares con demasiada dinámica (“La casa en llamas”). Tanto unos como otras –pero sobre todo ellas– se comportan como piezas que no terminan de encajar en la escenografía doméstica, que ni siquiera sacan provecho de los espacios íntimos (“Martes por la noche”) o que simulan una convivencia sana con la soledad total que las envuelve (“Secretos y sorpresas”). Acá y allá destaca algún cuento en el que el peso de la historia recae sobre un hombre –“Un Thunderbird antiguo”, donde un diletante fluctúa entre parejas mientras se ilusiona con que la mujer inalcanzable lo reconsidere, y “Horario de Greenwich”, que registra la locura desacompasada de un publicista de la avenida Madison en su rastreo de la familia que perdió como sólo saben hacerlo los Don Draper de la vida–, pero se trata de dosis homeopáticas que no guardan características muy disímiles a las de sus contrapartes del otro sexo. Para Beattie, el disturbio existencial es una maldición ecuménica.
De repente, sin embargo, algo cambia. De anécdota equidistante y tristísima, que muestra a un matrimonio hincado sobre el fantasma de una hija, “En la noche blanca” inicia un último quinteto de narraciones que incendia el reglamento literario. No casualmente estamos frente a los textos más extensos y recientes del conjunto, pequeñas nouvelles disecadas que crujen en el punto exacto donde todo era terso. El protagonismo masculino gana preponderancia, las tramas abandonan la linealidad y se producen escenas de una testosterona extraña y casi risible: robos violentos (“A casa con Marie“), disparos a quemarropa (“El último día raro en Los Ángeles“) y trajines inmobiliarios (“Piedras en la pared“, “El señuelo de confianza“).
El resultado varía y desconcierta, pero tiene gusto a necesario. Mientras el estilo se desploma para empardar la ruina de madureces mal edificadas, que buscan sentido en la mirada de un ciervo o en conversaciones desnudas con organizadoras de fiestas, se advierte la persecución saludable de una forma nueva, oculta en el centro de un género que siempre está a la espera de alguien que arrime el lente hasta deformar los bordes, hasta dar por fin con el tesoro de otra rareza inmaculada.
14 de septiembre, 2022
La casa en llamas
Ann Beattie
Traducción de Virginia Higa
Chai Editora, 2022
248 págs.