«Soy el profesor Oscar Steimberg, debes escribir mi próximo libro. Se titulará La elocuencia secreta. Emplearás el léxico y las entradas analíticas de mis artículos reunidos en Semióticas. Las semióticas de los géneros, de los estilos, de la transposición (Eterna cadencia, 2013) que adjunto. Pero recurrirás a fórmulas menos asertivas, inclinándote estilísticamente a favor de un ensayismo fragmentario. Las proposiciones conclusivas deberán atenuarse, sea reescribiéndolas entre signos de interrogación, descompletándolas con la tijera de la elipsis o anticipándolas con un “quizás”, un “puede ser”. Toma como modelo los capítulos de El pretexto del sueño (Santiago Arcos, 2005; Locolectivo, 2019) que adjunto.»
Para obtener como resultado de una inteligencia artificial su último libro, Steimberg podría haber tecleado este párrafo de instrucciones en la primera, de muchas líneas, de un prompt inaudito. Y digo inaudito por varias razones. En primer lugar resulta inverosímil, si se está al tanto de lo disruptivo y multifacético de la obra previa de Steimberg, la conjetura de que a él se le ocurría erigirse como agente absoluto de su escritura o limitarse a escribir algo sabido de antemano. Las casi centenarias advertencias de Wimsatt y Beardsley contra la falacia intencional no cuenta solamente para lecturas detenidas de poemas, vale tanto o más en la mesa de trabajo. Avanzar hacia lo imprevisible para uno, hacia lo ciertamente ignorado, es la brújula de los escritores y el escollo esquivado por los escribientes.
Prompt inaudito, además, porque debería ser tan extenso como el libro mismo. Las iniciativas de los algoritmos de Chat GPT, Meta AI, Gurú, AI Writer, etc. quedarían atribuladas buscando en vano el state of the art de la cadena “elocuencia-secreta”, o empantanadas en dar consejos empresariales de cómo comunicarse de manera efectiva y persuasiva aunque sutil en medio de una negociación. Este libro se pregunta acerca de una cuestión hasta ahora desatendida de la vida de los signos. Como el Kafka de Borges, carece de predecesores, y deberá aguardar el contacto con la inteligencia humana de los lectores para que retroactivamente se le reconozcan precursores.
De hechura híbrida, su objeto de estudio desalienta respuestas simples. La expresión elocuencia secreta es, a primera vista, el juego caprichoso de un oxímoron. Y hace falta leer las definiciones, ejemplificaciones y confesiones del primer medio centenar de páginas de este libro para entender y acordar con Steimberg cuando devela, a la altura de la página 55, la serpenteante topología del asunto: “En esos interiores, hay un afuera que también sabe, él, ser adentro y, a su modo, permanencia, a partir de una cierta complicidad con los bordes, esos bordes a los que les ha ocurrido incorporar, por principio, todas las cercanías designadas como veredas de enfrente”.
Siendo una de las especies de la elocuencia, por muy secreta que sea la elocuencia secreta no puede ser muda del todo. Aspira, no menos que la elocuencia ostensible, al brillo público. Salvo que ella lo alcanza sigilosamente, a través de apariciones discretas, momentáneas, a veces tan breves que entran en la cáscara de nuez de una palabra inesperada y fulgurante. Steimberg califica aleatoriamente como secreta, velada, oscura, apartada, callada a esta voluntad fingidora, y la caracteriza como hija de un orgullo en voz baja empeñada en sorprender la escena social con intervenciones que se manifiestan como paridas por las comadronas de la casualidad y la falta de propósito. Se emplaza en las antípodas de la elocuencia encumbrada del amo: no es “la de un candidato a presidente en la asunción de su cargo”, sino la disimuladamente “desplegada en el desarrollo azaroso de un informe lanzado al pasar para una oferta momentánea de pasajes en un aeropuerto”. Si bien, desde luego, el discurso presidencial puede llevar incrustadas ocurrencias furtivas de elocuencia secreta.
Además, cuenta con otra escena, la del teatro interior de cada cual. Escondite privado donde lo callado se exhibe estentóreo y lo improvisado se devela como fruto de innumerables ensayos. Es la escena de la autoelocuencia secreta, envés, vereda de enfrente, por la que Steimberg avanza en la tópica del goce discursivo. De manera que la cuestión “no se despliega sólo como una construcción para otro, sino también para uno mismo, incluso en soledad [...] remitiendo a desempeños como los del fantaseo diurno (del artista) en Freud. [...] ¿Hay que pensar la condición secreta de la elocuencia en tanto necesaria, cuando se apela a su componente o su efecto de goce?”. Una lectura transversal dejará ver cómo, por este andarivel disyunto, el libro elogia “El creador literario y el fantaseo” de Freud, mientras secreta y acertadamente también lo critica, por el sencillismo del placer previo y el primado de la genitalidad que domina en ese célebre texto.
Si “esta aventura pequeña, poderosa” les resulta menor y ajena, escuchen lamento de la escritora argentina Virginia Higa después de vivir cinco años en Suecia, parloteando agónicamente la lengua sueca. Privada de saborear de antemano y desplegar después los tiempos gozosos de elocuencia secreta, ella acaba pagando un muy alto precio: “Yo porque uso tal palabra entonces soy. Cuando estás en otra lengua, hay que renunciar a eso. Nadie que me conozca hablando en sueco sabrá nunca que en mi lengua puedo ser graciosa o inteligente. Es la sensación que tengo todos los días. Es un gran ejercicio el de renunciar un poco a la identidad”.
Penoso exilio que encontraría la contracara en una vida forzada a permanecer alternando, sin respiro, entre la fatuidad y la afectación de las dos elocuencias: la ostensiva y la secreta. Jacques Derrida jugó, me parece, a estar padeciendo este otro suplicio en un correo a su mujer publicado en La tarjeta postal: de Sócrates a Freud y más allá: “5 de junio de 1977.Quisiera escribirte tan llanamente, tan llanamente, tan llanamente. Sin nada que detenga nunca la atención, salvo la tuya únicamente, y hasta eso, borrando todos los rasgos, incluso los menos aparentes, los que marcan el tono, o la pertenencia a un género (la carta, por ejemplo, o la tarjeta postal), para que sobre todo la lengua permanezca obviamente secreta, como si se inventara a cada paso, y como si se incendiara enseguida, en cuanto un tercero pusiera los ojosen ella”.
Steimberg no se valió de estos dos “casos clínicos” que, digamos de paso, ninguna inteligencia artificial encontraría pertinentes. Levanta, en su lugar, un pasmoso friso de retazos de la memoria. La elocuencia secreta es, también, una autobiografía intelectual. Avanza –aunque no necesariamente en este orden– por elogios al desempeño verbal recibidos en la infancia, coetáneos a recitales poéticos de entrecasa de la tía Hebe; por ocurrencias vanguardistas de los amigos del Instituto Di Tella; por su condición de testigo participante de los antagonismos entre Osvaldo y Leónidas Lamborghini, y entre Oscar Masotta y Eliseo Verón; por la práctica, primero, de una semiología arte-pop con objetos relegados como la payada y, después, por la del giro semiótico del último Roland Barthes, de Gérard Genette, Claude Bremond, Paolo Fabbri y, últimamente, Eduardo Neiva; por la entrada del lacanismo en la Argentina; por cruces con las letras regionales, de Lugones y Borges a Levrero y Milita Molina; por retornos a y recuperaciones de Hegel, Nietzsche, Étienne de la Boétie y el ineludible Max Agitador.
18 de septiembre, 2024
La elocuencia secreta
Oscar Steimberg
Libros UNA, 2024
76 págs.