A poco de comenzar la lectura de La Federala, novela de Adriana Basualdo publicada por la editorial Estructura Mental a las Estrellas (EME), se comprende que hemos entrado de lleno en un libro que nos propone, en su respetable sentido clásico, el placer de “escuchar” una historia, de dejarnos transportar por el poder de las palabras. De hecho, hay un narrador extradiegético, ambientes, personajes y acciones... Nada del yoísmo tan bien tasado en estos tiempos, ni de discursos “comprometidos y militantes”, siempre correctos y celebrados, ni enigmáticos experimentos formales. Hay, y lo sabemos enseguida, historias que se cuentan, una ficción.
Como dos vertientes, como dos brazos paralelos de un posible mismo río, en La Federala transcurren dos narraciones que aparentan ser autónomas, independientes la una de la otra, a pesar de que cualquier lector medianamente competente sospecha la necesaria relación; que la inevitable convergencia de ambas se va a producir en algún punto del libro. Porque, como acordamos, estamos leyendo una novela y más allá de las teorías que pregonan las infinitas variaciones del género, y de las concreciones efectivas que materializan esas inagotables potencialidades, se puede intuir que el caudal de frases y de diálogos, más al norte o más al sur, se encontrarán al fin corriendo por el mismo cauce.
Por un lado, marcada con la tipografía en itálica o bastardilla, se narra la historia del doctor Amadeo Díaz Olivera y su “descubrimiento” de que Rosario, una sufrida niña de la que todos piensan que es muda, no solo es capaz de hablar sino que, además, las cosas obedecen a las órdenes que dictan sus frases. “No la gente, ni los animales, ni eso. Solamente las cosas que no están vivas, como las piedras o los clavos o la escoba”, le informa al médico la criatura desde su ingenuidad infantil, mientras le ofrece las pruebas de su magia. Estos hechos transcurren en Guillermina, un pueblo que se inscribe en la tradición de los imaginarios poblados rurales que recrean el orden, o el caos, las excentricidades y las rarezas de sus referentes reales –los pequeños pueblos de “carne y hueso”, podría decir. Aquí, en La Federala, se construye otro universo que, incluso con sus notas y matices originales, resulta fácil de recorrer para quienes ya han pasado por las páginas y los pueblos de García Márquez, de Rulfo, de Onetti y tantos otros. Porque en Guillermina también caben “los pequeños milagros”, las grietas que permiten que se inmiscuya lo “fantástico” en lo que quiere parecer “real”. Entonces, además de los poderes de la pequeña Rosario, hay lugar para otros prodigios como un paisano fantasma, un aparecido, y un extraño adivino.
Por otra parte, la segunda historia, reconocible por la tipografía “normal”, lleva a Álvaro Silva, un periodista gráfico arrojado en una relación de pareja que se avizora poco satisfactoria, a emprender la búsqueda de “un folklorista que fue muy famoso en los años setenta: Lucio Montenegro”, o Morón o Moreau –los distintos nombres que ocultan la verdadera identidad del artista– que, por motivos que se nos irán revelando, desde hace décadas vive aislado del mundo en una cabaña a orillas del Paraná, en el Delta de Tigre. A pesar de la misantropía de Montenegro, el porteño Álvaro consigue atravesar su caparazón y mantener una serie de conversaciones con el cantante. Sin embargo, solo recibe mentiras, engaños, y gracias a los interrogatorios que realiza a otros personajes, consigue al fin acceder al secreto de Montenegro (o Morón, o Moreau). En sus esporádicos viajes al Delta, en los que se sienten las ligeras ondas del río de Sudeste de Haroldo Conti, el periodista se vincula, a su vez, con los habitantes de La Federala, una suerte de hotel fluvial que recibe a ornitólogos y turistas: su barquero, el adolescente Nelson; el uruguayo Ruben y su esposa, los padres del “botija”, y la anciana cocinera María, una silenciosa mujer que parece preparar comidas que curan...
Afirmó Borges, en ese ensayo citado hasta la náusea, que la principal prueba de autenticidad arábiga del Alcorán es la ausencia de los camellos. Ajena a ese dogma que ensalza la elipsis y la omisión de lo obvio, la paleta de Basualdo, en La Federala, no se priva de emplear todos los matices y pigmentos del color local. Ya sea al pintar el río y sus islas, como al introducirnos en los parajes de Guillermina.
Entre los edificios y las redacciones de la ciudad de Buenos Aires, el Delta y sus selváticos paisajes, el pueblo y sus alrededores rurales, circulan, entre vertiginosos brincos temporales señalados, o que se vuelven reconocibles por la mención a un hecho histórico, –los atentados contra la comunidad israelita en Argentina, el viaje de Yuri Gagarin al espacio exterior– un nutrido elenco de personajes que se disputan el protagonismo e intentan imponer sus historias en los diferentes capítulos de la novela, superpoblando ese mundo de nombres y relatos que dan sobrada cuenta de la versátil imaginación de Adriana Basualdo y de su pulsión narrativa.
En esas oscilaciones espacio-temporales y entre el desfile de los personajes, con cuadernos, mensajes y objetos reveladores que aparecen en sus escondites, Álvaro Silva y el nieto del doctor Amadeo Díaz Olivera, Martín, pueden terminar de darle forma a la biografía de Rosario, como quien sin instrucciones consigue armar un juguete de Lego de cientos de piezas. En el fondo, si se quiere, La Federala escenifica además la complejidad de los vínculos familiares y amorosos, la vida dura y cruel de los pueblos, la soledad como forma de huir de la condena social o del derrumbe de los sueños, la búsqueda de motivos para seguir viviendo a pesar de los golpes y caídas. Y, como definía Walter Benjamin a la novela, en este libro también es el punto final lo que impide que la historia, que las historias puedan seguir ampliándose, contándose, infinitas como las aguas de un río.
15 de febrero, 2023
La Federala
Adriana Basualdo
EME, 2022
220 págs.