La felicidad de los normales, segunda novela de Daniel Medina, se ríe de bastantes cosas. Para empezar, se burla de la fantasía del escritor, antes estudiante de Letras –cuántas veces la misma historia–, que quiere escribir la Ilíada norteña: el texto fundante a partir del cual nada será lo mismo. Y lo único que parece no ser el mismo a través del relato es el señor Solórzano, el avatar al que nos confina el narrador, como si el lugar que nos estuviera reservado como lectores fuera el de un hombre que es también hijo de un milico retirado, un fóbico detestable al que ni siquiera puede uno propinarle una mirada de lástima, porque a partir de su cobardía y crueldad se desatan varias tragedias. Tragedias que, por otra parte, el mismo Solórzano mirará pasar de costado en más de una oportunidad, como si él fuera la víctima de una jugada salvaje del destino, porque él es más que un hombre gris, es el hombre que trae el gris a nuestras vidas.
¿Es la salteñidad que se respira en el libro lo que hace que la lectura continúe, se haga profunda y haga sentir que uno está leyendo sentado en la piedra más afilada del monumento a ¿Güemes? ¿O es la sátira de ese sentimiento lo que mantiene el libro pegado a las palmas? En los capítulos se despliegan desde videojuegos con zombis, chetos, yutos y un Chaqueño Palavecino sodomizado, hasta la palabra “tremebundo” instalada como lugar de mira. Hay algo en esa narración, una mirada que podríamos llamar objetivo fotográfico, el mecanismo que nos hace piantar el lagrimón porque Medina escribe en una clave que nos lleva a una época pasada. Entonces el relato va desde el Solórzano niño, un estudiante de uniforme –nunca guardapolvo o delantal– hasta ese adulto que se materializa, transforma y se mueve, como pez en el agua, en un océano de trolls, de avatares que luchan su propia batalla ideológica desde los espacios y claves más rancios.
En este universo los desaparecidos de antes se mezclan con las de ahora, se yuxtaponen en historias que transpiran dolor e irresolución, porque no hay soluciones fáciles ni rápidas, ni buenas-bonitas-verdaderas... Aquí, como en el mundo de afuera, el morbo y lo monstruoso pueden estar a la vuelta de la esquina, en un patio lleno de aves con las alas cortadas. En La felicidad de los normales, los dispositivos nos devoran, y nos vomitan –cualquier coincidencia con la realidad será perdonada–. Y tenemos que aguantarnos ser ese hombre Cobarde, que hace de Twitter y las redes su campo de batalla, como también nosotros hacemos de esos lugares bandera y punto de lucha. Por eso, quizás, Medina nos muestra una manifestación en la que un grupo de cuerpos se mueve y corta rutas para exigir un final distinto para su serie preferida (GOT).
Si es que en esas sintonías se desarrolla esta historia, es casi inevitable un desenlace en el que las tragedias de la actualidad se vivirán en y por las redes, donde la performance y la cámara serán siempre lo importante, y el lector también se quedará conectado a esos charcos de sangre, de vergüenza y dolor, en el repaso continuo de las heridas abiertas, quizás para siempre, en cada uno de los Solórzano.
El reflejo de la carne abierta, dispuesta para cualquiera que se atreva a acercarse y mirar dentro de la casa de esta, una familia salteña más. Y nadie, en ningún lugar, hará la performance de un corte de calle o de quema de cubiertas en el afán de reclamar a Medina un final distinto para esta tragedia.
22 de mayo, 2024
La felicidad de los normales
Daniel Medina
Editorial Nudista, 2024
388 págs.