En una carta del 17 de junio de 1979, enviada a Régis Bonvicino, Paulo Leminski confesaba que “vivir es duro. pero es bueno. (cuando tambaleo, me acuerdo de trotsky, mi exu, y me convierto en hulk de nuevo)”. Leminski, quien estudió y escribió una biografía sobre el León, seguro tenía en cuenta los distintos trajines y peripecias que había atravesado esa vida de ribetes épicos, tantos que le merecieron una serie reciente, polémica para muchos, exagerada para otros tantos. Martín Kohan, trotskista y riquelmista confeso (tal vez ambas opciones no sean sino la misma), dicen que les dijo a sus estudiantes, en una de sus clases de Teoría y Análisis Literario, en el segundo cuatrimestre de 2014, “piensen que Lenin y Trotsky desarrollaron una teoría y una práctica política, participaron activamente en la revolución, fueron líderes políticos y militares de la revolución, y además tuvieron tiempo de escribir valiosos ensayos literarios; mientras que ustedes si tienen dos parciales en el mismo día, llenan el campus de quejas y gimoteos”. Hay, en esa chicana, una referencia a la desmesura que también cautivó al poeta brasileño. Uno de los episodios que escandieron esa vida ha sido recientemente traducido al castellano.
La fuga de Siberia en un trineo de renos fue traducido por Irina Chernova y editado por Horacio Tarcus para Siglo XXI. La edición cuenta, además, con un prólogo de Leonardo Padura. Curiosamente, la voz de la traductora –que hizo un trabajo notable, trasladando el ritmo de la prosa de Trotsky a nuestra lengua sin ningún ripio– no aparece en todo el texto, ni en un prefacio ni en las notas, a cargo de Tarcus. En la edición, no hay una gota de color rojo. Y allí está la apuesta de la editorial, que se completa con las ilustraciones de cubierta y el retrato de solapa de Guido Ferro. La primera línea de la contratapa explica esa decisión: “Traducida al español por primera vez, La fuga de Siberia en un trineo de renos es la obra de un revolucionario impetuoso, sí, pero no tiene nada de alegato político o propaganda”. Ilustrar de modo tierno, caricaturesco o jocoso a un Trotsky temeroso, viajando en el asiento de atrás de un trineo de renos tirado por otro sujeto, en blanco y negro, le quita la pátina roja del héroe comunista y le da cierta universalidad en el relato de aventuras. El libro, así, se sustrae de estar en ferias independientes o en las mesas universitarias, por una estrategia de packaging. De allí, el número de ediciones realizadas entre paréntesis, que figura debajo de los títulos del libro, símbolo del éxito y la masividad de la lectura, masividad que se supone no tendría de haberse editado siguiendo los cánones de la biblioteca comunista clásica.
La edición se abre con un retrato de Trostky preso en 1906, un año antes de los sucesos a narrar. La pose desafiadora y el uso correcto del traje adelantan otra idea del destierro, del encarcelamiento y de la persecución política. Como descubriremos con el correr de las páginas, la imagen generalizada de Siberia y lo que ella significa en cuanto exilio forzado dista un poco de la realidad, o al menos de cómo fue en los tiempos de Trotsky, anteriores a la revolución de 1917 y la estructura soviética estalinista. Pero antes de llegar allí, tendremos dos aduanas que atravesar. La primera de ellas es el texto del autor de El hombre que amaba los perros, “Trotsky, de cerca y por dentro, a la ida y a la vuelta”. De lo que quedó del revolucionario siglo XX, según el escritor cubano, Trotsky sobrevive como un símbolo de resistencia, de coherencia, como la encarnación de una posibilidad de la realización de la utopía.
El texto que tenemos entre manos, intitulado originalmente Viaje de ida y vuelta, se publicó con pseudónimo en 1907, poco tiempo después de los hechos narrados. El joven Trotsky parte al destierro por segunda vez, pena del llamado Caso Soviet, el castigo por la creación y funcionamiento del Consejo o Soviet de Delegados Obreros de Petrogrado, acaecido hacia finales de 1905. El texto tiene dos partes y dos modos de narrar bien distintos: la primera de ellas, se estructura según las convenciones de la correspondencia, en una serie de cartas dirigidas a alguien a priori ignoto, contando el traslado suyo y los demás deportados hacia Siberia, en un hermetismo con altos niveles de seguridad que no deja filtrar altas dosis de información subjetiva dado el justificado temor de la lectura de las cartas en las instancias previas al destinatario final; la segunda parte, olvida la epístola y toma el vértigo de la crónica, con una narración con un mayor control del suspense y una descripción detallista, etnográfica. Se cambia el testimonio con incertidumbres por entregas por bloques sólidos de relatos, vistos los sucesos con cierta perspectiva temporal. Entendemos en la maestría con que maneja la narración el apodo que le hubieran endilgado, La Pluma, y en el dominio de la técnica narrativa a uno de los grandes lectores de su tiempo.
La segunda instancia previa al texto en sí de Trotsky es la “Nota del editor”, donde Tarcus detalla el contexto histórico en el que se enmarca el destierro de por vida a Siberia y completa la narración con otras referencias al periodo en el corpus trotskyano. La política, advierte Tarcus, aparecerá de modo implícito en el texto que acabaría de pulir en las inmediaciones de Helsinki y que le permitiría “solventar sus próximos pasos de revolucionario a tiempo completo”.
Como uno de nuestros grandes libros nacionales, al decir de Borges, el de otro outlaw, marginal y de ajustado verso, el Martín Fierro, el texto que aquí nos ocupa también se dividió en dos partes según el sentido del viaje: una ida y una vuelta. La ida, en calidad de deportado, la vuelta, en calidad de fugitivo. Trotsky, con una fama notoria a cuestas, haciendo de “político” un sinónimo de “clandestino” y “revolucionario”, siempre tuvo una fe inquebrantable en un futuro mejor, sino para él, para las generaciones venideras. Y esto no es ninguna patraña new wave, porque bien sabía que ese futuro costaría sangre. En esa tónica leemos el cierre del prólogo con que presentaba en 1907 sus aventuras:
La historia es una gigantesca maquinaria al servicio de nuestros ideales. Arranca con una lentitud despiadada, con una crueldad indolente... pero hace su faena. Confiamos en ella. Tan solo en estos instantes, cuando su mecanismo insaciable engulle como combustible la sangre viva de nuestros corazones, dan ganas de gritarle a todo pulmón:
–¡Lo que hagas, hazlo ya!
Es el mismo espíritu que anima uno de sus últimos textos, fechado el 27 de febrero de 1940, en Coyoacán:
Natalia acabó de llegar desde el patio hasta la ventana y la abrió completamente para que el aire pueda entrar más libremente en mi cuarto. Puedo ver la larga superficie de verde bajo el muro, sobre él el claro cielo azul, y por todos lados, la luz del sol. La vida es hermosa. Que las generaciones futuras la limpien de todo el mal, de toda opresión, de toda violencia y puedan gozarla plenamente.
Sin esa confianza apasionada en un devenir favorable de la historia no puede entenderse su vida ni mucho menos el relato que tenemos entre manos. Porque hay que creer en algo que esté más allá de la propia finitud para atravesar el sufrimiento con los ojos bien abiertos.
La ida, entonces, como dijimos, se compone de un puñado de cartas, de un puñado de fragmentos de cartas cuyo destinatario no aparece nombrado. Sólo sabremos hacia el final que ese epistolario era también un epistolario amoroso: Natalia Sedova, la segunda compañera de Trotsky, era a quien iban dirigidas las cartas. La primera misiva es del 3 de enero de 1907, la última del 9 de febrero del mismo año: estamos en pleno invierno ruso. En esas cartas, Trotsky le narra a esa otra persona que trata de “usted” los diferentes traslados que sufre, el destino y la espera de su confirmación que lo carcome y el modo en que trabaja (Trotsky era una persona que nunca paraba de trabajar, de pensar, de escribir, de actuar, aun en las condiciones más precarias). El trabajo, en ese calvario, es un consuelo para el joven León. Porque en el trabajo, intuyo, encontró un sentido de trascendencia: todo el trabajo –y las intervenciones consecuentes –estaba justificado en y por la revolución y ésta, a su vez, como vimos, en un futuro mejor para quienes aún no habían nacido.
Durante todo ese tiempo, tiene lugar un largo y lento recorrido, en tren, en trineos, parando en numerosos pueblos, aldeas y parajes, en cárceles, pensiones, postas y apeaderos. En la espera, Trotsky, además de leer y escribir este relato, juega al ajedrez, conversa animadamente, asiste al teatro. Poco a poco, todos quienes cuidan y vigilan a esa comitiva van tomando conocimiento sobre quiénes son: diputados obreros condenados al destierro. Estos intentan organizarse, nuclearse en grupos, compartir información con los desterrados que van apareciendo a lo largo del camino, ganar ciertas licencias de sus guardias, aprovecharse del halo legendario y justiciero que se incrementa con el paso de los pueblos y el boca a boca, cuidarse los unos a los otros, como una pequeña comunidad trashumante. En todo ese periplo, Trotsky desarrolla una visión estratégica, que analiza los caracteres de las personas, lee entre líneas las relaciones de fuerza en los mandos militares, hace cuentas y sopesa las posibilidades reales de una fuga (y solo se fuga aquel que quiere fugarse, es decir, aquel que se siente impelido, por su conciencia y por la responsabilidad colectiva ante el pueblo, a continuar la misión revolucionaria) o aquellas otras de quedarse a vivir por esos lares –“echar raíces en Siberia”, como escribe– cómo ganarse la vida, cómo es la relación con los lugareños o el intercambio con los demás exiliados. En algún punto de esa fuga, les preguntan si son políticos. Y allí Trotsky utiliza el sentido popular de “políticos”, esto es: el de ser “deportados” y, por ende, estar por encima de todos los políticos. Hay cierto honor en esas comillas, en esa otra acepción empleada por el pueblo porque es el propio pueblo el destinatario de esos sufrimientos causados por el ser políticos. Todo deportado es un deportado político, pero no todo político es un deportado. Ellos eran “políticos”, así, en voz baja:
2 de febrero. Noche. Demyanskoie
A pesar de que anoche, cuando entrábamos en Yurovsk, nos habían confiscado la bandera roja, hoy apareció una nueva, clavada con una estaca sobre un montículo de nieve a la salida del pueblo. Esta vez la bandera permaneció intacta: los soldados recién acomodados en los trineos no querían abandonar su cobijo. De modo que desfilamos justo delante de la bandera. Más adelante, a unos cien pasos, cuando bajábamos al río, vislumbramos una inscripción en la ladera de un cerro nevado que rezaba en letras gigantescas: “¡Viva la Revolución!”. Mi carretero, un joven de unos 18 años, se rio alegremente cuando leí la inscripción.
–¿Usted sabe lo que significa? –le pregunté.
–No, no lo sé –respondió, tras un rato de dudas–. Solo sé que todo el
mundo grita: “¡Viva la Revolución!”.
Mientras tanto, por la expresión de su rostro se intuía que sabía mucho más de lo que estaba dispuesto a decir. Por lo general, los políticos somos tratados con mucha consideración por los campesinos de aquí, especialmente por la juventud.
El nivel de las descripciones con que Trotsky siembra su texto es prodigioso. Y con el correr de las páginas se van descubriendo sus preocupaciones: el alto nivel de alcohol ingerido por las poblaciones del Norte, la composición de los colectivos exiliados, el vínculo entre frío y “salvajismo”, la destreza de los renos. Una vez que llegamos a la segunda parte, La vuelta, encontraremos esto mucho más acentuado. Por ejemplo, sobre los ostiacos, una de las poblaciones que habitaban esas bajas temperaturas y con quienes más contacto tuvo, escribirá: “Los ostiacos son terriblemente perezosos; quienes se encargan de todas las labores domésticas, y no solo de las domésticas, son las mujeres: es bastante común sorprenderlas camino al bosque, yendo con un fusil a cazar armiños y visones”. Como dijimos, allí se abandona el tono y formato propios de la epístola por el de la crónica, el relato de largo aliento. Si el relato episódico estaba dado por la posibilidad del envío de cartas en algunos parajes que se atravesaban en dirección a la cárcel definitiva, una vez lanzado en la carrera incierta por volver a Petersburgo, el tiempo es otro, el viaje es otro, la escritura es otra.
Como secuestrado en el baúl de un auto, Trotsky nunca deja, en todo el relato, de medir las verstas que recorre (una versta equivale a 1,0668 km). Para no seguir con el viaje, dado que se alejaría mucho más de un punto equidistante, el punto de no retorno con el que no terminaba de despertar de su sueño Thom Yorke, Trotsky acusa dolores en el ciático y guarda reposo en una suerte de enfermería. Allí consigue quién lo conduzca en un trineo de regreso, Nikifor, un pícaro ziriano que, igual que muchos de los habitantes de la zona, chupaba como una esponja. Y, mientras en la tarima de un improvisado teatro todos se concentraban en El Oso, de Chéjov, nuestro querido León, silbando bajito, se las toma. Pero nada sería tan fácil y allí comienza una serie de inconvenientes de todo tipo para llegar a destino. El lector conoce de antemano la fortuna del viaje. Trotsky, hábil, como minas enterradas, coloca aquí y allí la duda sobre su futuro, agrega más dificultades de las previstas, porque, del mismo modo que una novela policial, lo que importa no es el comienzo ni el final, sino el transcurso, el cómo lo hizo. El relato insiste: el enemigo le pisa los talones en el silencio de la noche boreal. Hacia el final de las páginas el tiempo parece expandirse, para mal, y no progresar nunca, con el riesgo de ser capturado. A pesar de que él siga adelante, adelante, siempre adelante.
22 de febrero, 2023
La fuga de Siberia en un trineo de renos
León Trotsky
Traducción de Irina Chernova; prólogo de Leonardo Padura
Siglo XXI, 2022
128 págs.