Una novela puede comenzar en cualquier parte, en medio de la vida que supuestamente cuenta, como el principio de esta de Virginia Woolf, que se inicia con una cita, trivial, de una carta que una viuda está escribiendo, relatando sus tribulaciones, la tarea que imponen sus hijos chicos. Pero como anuncia el título, el que importa es el menor, Jacob, cuyos juegos inquietos rodean las dudas sentimentales y materiales de la madre. Y también la novela termina cuando su despliegue se agota, abruptamente o no, y en este caso por suerte no tenemos que llegar a la muerte del héroe, sino tan solo a un cambio, el abandono de su habitación de soltero en busca de otro lugar. En el medio, todos los capítulos desde el niño hasta el adulto que aparentemente se enamora habrán de recorrer otras habitaciones, sobre todo el cuarto en la universidad prestigiosa donde el joven Jacob lee y discute sus lecturas.
En algún momento, una edición completa de Shakespeare en papel de arroz cae accidentalmente por la borda de un velero donde Jacob navega con un amigo afortunado, que tiene una hermana que merecerá su atención, tal vez demasiado poética. En otra escena podrá conversar sobre las virtudes contrapuestas de Esquilo y de Sófocles, que junto a más lecturas en torno a Grecia lo decidirán a un viaje solitario para sentir de cerca las ruinas y los espíritus enredados en el clima helénico, sin olvidar la mención pasajera de Byron, porque ¿qué es un inglés que siente una intensa pero difusa admiración por el espíritu de los antiguos griegos si no, en cierto modo, un romántico?
Pero más allá de la trama, que está como disuelta en la atmósfera plástica de los sitios descriptos, y que parece menos relevante que los raudos y sugestivos diálogos, interrumpidos por el paso del tiempo entre los capítulos, La habitación de Jacob es una muestra de maestría narrativa. Todo lo que se refiere a la vida interior de su héroe, si es que la tiene aparte de sus impresiones y sus lecturas, y su falta de conciencia con respecto a las emociones y los sentimientos que parecen sorprenderlo, y de los quisiera protegerse tal vez, aparece mediado por ambientes, comentarios ajenos, refracciones de la época, en un período no definido pero bastante previo a la independencia de Irlanda y con varios inminentes conflictos mundiales.
Pero como no puede saberse mucho lo que piensa Jacob, dado su apego a cierta impasibilidad aprendida en una sociedad que premia las formas menos demostrativas de una riqueza interior, nos enteramos más bien de los efectos que produce: su distinción, una mezcla de distancia y de belleza. Y así la humilde modelo de un pintor amigo, la hermana aristocrática de un compañero de Cambridge, y una mujer casada y rica encontrada en un viaje a Grecia reciben el impacto de su presencia, de su aspecto. Indudablemente, es el retrato de alguien que no puede describirse, que habla poco, que no parece prestar atención a su propia apariencia, pero del cual varias mujeres no pueden dejar de enamorarse, o al menos desean volver a verlo, por razones que no podrían explicar, cuando se sustrae por un tiempo prolongado de su vista. Claro que su belleza no se construye sobre un vacío, porque Jacob lee y piensa, aun cuando su pensamiento tienda a lo general rápidamente, como un vago anhelo de helenizar a los ingleses, o la moderna nostalgia de volver atrás en el tiempo de la literatura. Con la mujer casada que al final parece distraerlo, o atraerlo hacia otra forma de vida, el soltero y joven Jacob intercambia libros, él le da poemas de John Donne, ella, cuentos de Chéjov.
Al final del libro, la habitación está vacía, desordenada, como abandonada, y un amigo que probablemente también esté enamorado de Jacob trata de juntar sus cosas al lado de su madre. Y algo de melancolía tiñe la evanescente figura del distinguido pero desmañado Jacob, su voz, si es la suya, se eleva severa y desdichada, desde la calle. “Y entonces, de repente, todas las hojas de los árboles parecieron alzarse por sí solas. –¡Jacob! ¡Jacob! –gritó Bonamy de pie junto a la ventana. Las hojas volvieron a hundirse”. Nada acaso habría distinguido al joven en sus distintos cuartos, salvo que aparece y causa impresión, y desaparece en medio del efecto que prosigue después, pero quizás eso sea lo real, un nombre, un cuerpo, una forma de vida que se reitera. Lo demás es percepción de las cosas, de las situaciones, el estilo magnánimo y bastante lírico e irónico muchas veces de Woolf. Y aunque no sea el más radical de sus experimentos novelescos, este se puede leer como una pieza clave, un estudio del problema del héroe contemporáneo, que no hace nada. Otra prueba tal vez de que la posesión de un cuarto propio, como el de Jacob, varón favorecido, no hace la felicidad.
Mención aparte, y aplauso ferviente, para la suntuosa, precisa y sudamericana traducción de Sebastián Martínez Daniell.
9 de octubre, 2024
La habitación de Jacob
Virginia Woolf
Traducción de Sebastián Martínez Daniell
Godot, 2024
200 págs.