Los cuentos de Joseph Roth, al menos la mitad de los reunidos de manera póstuma en La leyenda del santo bebedor, se toman su tiempo antes de bajar a la anécdota. Hay un merodeo previo, un divagar entre personajes secundarios y escenas fugitivas, una construcción de paisajes sociales que no responde a un naturalismo tardío ni a la ambición decimonónica de describir un ecosistema cerrado, con todos sus detalles y particularidades, sino que más bien parece un ejercicio técnico, un gesto semejante al de una orquesta que calienta cuerdas antes de largarse a tocar.
Pasa en “Abril”, pasa en “El profeta mudo” y “Un capítulo de la revolución”. Aunque se debe aclarar que los últimos dos textos no son del todo relatos, sino partes de una novela que Roth desmigajó durante su vagabundeo mítico por Europa, el efecto persiste. Y si la prosa sondea antes de anclarse, como si no quisiera perderse todo lo que alumbra mientras calibra la trama que salió a buscar, también hay que decir que no se trata de un ademán exclusivo de la obra del autor de La marcha Radetzky. A la pista técnica se agrega una saliente filosófica. Rondar sin decidirse, retrasar el avance, es una postura frente al mundo, un carácter que antecede al despliegue verbal. Después de todo, son varios los escritores distanciados en tiempo, geografía y proyecto –Stig Dagerman, Daniel Moyano y Lucia Berlin, por mencionar a los primeros que la arbitrariedad de la memoria hace emerger– que tienen cuentos así.
Roth recorrió su porción de mundo con la misma sinuosidad con la que escribió sus novelas, cuentos y crónicas: saltando, marcando huella, volviendo a saltar. Para aproximarse a la mujer misteriosa de la ventana, el narrador de “Abril” primero tiene que embrollarse con Anna, y antes de eso describir el pueblo con ingravidez cáustica, y antes todavía llegar a él una noche, llegar como si naciera, porque en definitiva eso es lo que todo narrador hace en su primera línea. En los otros dos relatos, Friedrich Kargan se empasta del mismo modo, hasta la asfixia y la enfermedad, contra los grises asonados de una tierra levantisca donde los horrores y los ideales se retroalimentan: “Alguna vez, cuando me estaba fugando de Siberia, pensé en llevarte a algún país lejano y pacífico. Todavía quedan países desconocidos y pacíficos”.
Cada salto ahonda la huella un poco más, Roth se hunde con ella y después tendrá que salir con una gracia que nunca será uniforme. Pero La leyenda del santo bebedor no sólo se nutre de textos de superficie caprichosa. Entre los devaneos hay relatos de factura más reconocible, quizás porque a Roth no le alcanzó la vida para trabajarlos a fondo o porque su forma se ampara en el diseño de protagonistas que eclipsan todo lo demás. Traten de un jefe de estación infatuado, un comerciante de corales encandilado por el símbolo profundo de su mercancía o un beodo cautivo de un ciclo milagroso, los cuentos progresan a un ritmo parejo, con un tratamiento homogéneo y desenlaces que toman impulso mientras la disgregación –no la muerte física, aunque a veces también venga en el combo– teje su red inevitable.
De todas maneras, por más perfecto que sea en el sentido clásico, por más virtuosas que sean su tonalidad y su estructura, este segundo tipo de cuentos está unido al primero por la misma cuerda que ata la obra total de Roth. Sabido es que todo lo que el austríaco escribió carga con su época. Pensar en él es instalarse en los tumultos de la primera mitad del siglo XX, el parto del fascismo, la génesis del terror. La era que Roth atestiguó es más densa que otras en gran parte porque existieron artistas que la olfatearon y supieron capturarla. Tal vez ahí se esconda la magia de estas historias: lo circular vuelto irrepetible, la agudeza con la que deambulan o embisten como si nadie antes las hubiera contado.
25 de enero, 2024
La leyenda del santo bebedor
Joseph Roth
Traducción y posfacio de Paula Galíndez
Godot, 2023
160 págs.