Spencer Ashby es un hombre correcto, correctísimo. Por las noches suele encerrarse en su habitación de trabajo a fumar su pipa, a beber dos vasos de whisky, a tornear algún pequeño mueble, a corregir los exámenes de sus alumnos de preparatoria. Hospeda en su acogedora casa a la adolescente Belle, la hija de una amiga de Christine, su esposa. Esta existencia apacible y rutinaria, sin embargo, dará un típico vuelco policial: de manera inexplicable, la muchacha aparecerá muerta, estrangulada, en la habitación que se le había consignado, y la corrección de Ashby, puesta bajo el escrutinio de la policía, los periódicos, los vecinos. Georges Simenon (Lieja, Bélgica, 1903 - Lousana, Suiza, 1989), prolífico como pocos, autor de más de ciento noventa libros, creador del célebre detective Maigret, figura clave de la novela policial y las letras europeas del siglo XX, se demora en La muerte de Belle –publicada originalmente en 1952– en uno de los aspectos con los que supo renovar el género: el psicológico. De pronto, la trama de perfecto ingenio o la oscura y subterránea red de corrupción, se topaban ahora con seres de densidad espiritual, de hondo pensar, de rumia sin fin. En esta novela, justamente, Simenon deja de lado la investigación propiamente dicha, las circunstancias del crimen, el complot mafioso, la escandalosa reacción de la comunidad, para encarar el paulatino deterioro psíquico de su protagonista.
Así como la historia acapara la figura de Ashby en detrimento de los hechos y las circunstancias exteriores, el hasta entonces profesor modelo se repliega poco a poco, encapsulándose en el interior de su hogar, reacio al contacto con los otros, experimentando el ostracismo de una comunidad que encuentra en la figura de su estoica mujer su mismísima personificación. Mientras tanto, lee sobre el caso en los diarios, se encierra en su habitación, baraja opciones de posibles asesinos, garabatea nombres y frases incompletas. Afirma el narrador: “Rumiaba todas esas cosas en la soledad de su cubil. Se sentaba, con el lápiz en la mano, se pasaba los dedos por el cabello, como cuando antaño se quedaba por las noches estudiando. Maquinalmente, comenzaba a trazar arabescos en el papel, luego palabras, y a veces una cruz al lado de un nombre”.
Si la racionalidad pura era la marca distintiva del policial clásico, la misma que colmaba de sentido y explicaciones cualquier tipo de enigma, de incomprensión, Simenon revierte esa ecuación para revelar que las fuerzas que agitan al hombre aburguesado no abrevan en el cuenco prístino de la razón. Y así como una sombra de escepticismo crece por el pueblo respecto de la identidad y las acciones de Ashby, el misterio, el desconocimiento de sí mismo gana su interior hasta convertirse en la materia final de la novela.
El oficio le permite al autor construir una trama que, a pesar de estar anclada en un solo personaje, se mantiene ágil y maravillosamente absorbente. En su auxilio corren un admirable conocimiento del ritmo narrativo, la breve expansión del párrafo, la justa interacción entre las elucubraciones del protagonista y las acciones objetivas. La traducción de Núria Petit, que se mantiene distante de cualquier enérgico modismo ibérico, las ilustraciones cúbicas de María Picassó, que engalanan la colección a cargo de Anagrama y Acantilado, habilitan un acceso –un saboreo– pleno de Simenon, el escritor que supo hacer no del asesinato, sino del atribulado corazón humano, una de las bellas artes.
22 de febrero, 2023
La muerte de Belle
Georges Simenon
Traducción de Núria Petit
Anagrama & Acantilado, 2022
176 págs.