Probablemente no sea muy original, pero habría que decirlo de cualquier manera: la vida de la escritora romántica Mary Shelley –la célebre autora que publicó en 1818, a sus diecinueve años, Frankenstein o el Moderno Prometeo– experimentó los achaques y vicisitudes propios de su obra. Hija de pensadores progresistas –William Godwin y Mary Wollstonecraft, pionera del feminismo–, sufrió el aislamiento de inmediato: fue separada, ni bien llegada al mundo, por el médico de su madre, a quien le acercaron cachorros para que se le prendieran al pecho y aliviaran, así, su dolorosa carga. Wollstonecraft moriría a los diez días y fue probablemente el primero de los traumas con los que Mary cargaría. En un rapto romántico –típico, en verdad, de la época– Godwin cortó un poco de la cabellera de la mujer para tenerlo siempre consigo. La propia Mary, en su momento, guardaría el corazón de su amado –el poeta Percy Shelley, muerto en un naufragio– envuelto en la página del poema “Adonais”, para llevarlo en cada uno de sus viajes y mudanzas.
Son los albores del siglo XIX europeo. Tiempo que se admite como una época de reliquias corporales, ya que, por la necesidad de los cirujanos, se saquean tumbas, se roban cuerpos para estudiar y mejorar las prácticas médicas; tiempo en el que la anestesia –y esto no es un dato menor– no ha sido, aún, inventada. Acerca de ese tiempo, y de la mujer que no sólo lo vivió, sino que contribuyó a configurarlo, versa La mujer que escribió Frankenstein, de Esther Cross, libro singularísimo a medio camino entre el perfil y el ensayo histórico, que ilumina tanto los entretelones de la vida privada como los de la pública,
El refugio infantil de Mary solía ser el cementerio de Saint Pancras, lugar al que escapaba para olvidarse de las diabluras de la madrastra; y fue allí, frente a la tumba de su progenitora, que aprendió a leer y a escribir su nombre (es decir, el de su difunta madre). Como fuere, dice Cross, el campo santo se convirtió en campo de batalla. Las visitas de los familiares del muerto no eran solo visitas, funcionaban como guardias ante las numerosas bandas de “resurreccionistas”: profanadores de tumbas y ladrones de cuerpos que los cirujanos y profesores de anatomía requerían para el estudio. Así las cosas, los bandidos y médicos no gozaban, por entonces, de la estima popular. Cuando circulaba el nombre del cirujano que había contratado a algún resurreccionista, crecían las probabilidades de que se armara un skimmington: “La gente salía a la calle con antorchas, palos y ollas, y marchaba gritando hasta la casa del médico. Al llegar, quemaban un muñeco que lo representaba. Los vecinos se ayudaban, se organizaban, hacían guardia en la tumba, custodiaban la ventana durante el velorio, amenazaban al sacristán, interpelaban al policía”.
Decir que la prosa de Cross es cristalina suena a poco. En un estilo prístino y accesible, de sintaxis lógica, de oraciones breves y de capítulos igualmente sucintos, la autora se interesa tanto por Mary como por su esposo Shelley; por su padre, por Lord Byron y, sobre todo –vale la pena repetirlo–, por una época tan cruda como fascinante. La “Londres Negra”, por caso, con la circulación clandestina de muertos, la exhibición de cadáveres, los espacios tétricos y el nivel de marginalidad se erigen, prácticamente, como una locación extraída de una novela gótica antes que como un lugar histórico. La ficción y la realidad –es sabido– se urden con tramas que suelen imbricarse, casi indistinguibles. Así lo entendían Mary Shelley y su marido, que vivieron sus vidas bajo el código de conducta hiperbólico, rebelde, enfático y fatalista que algunos llaman romanticismo.
9 de octubre, 2024
La mujer que escribió Frankenstein
Esther Cross
Minúscula, 2024
184 págs.
Crédito de fotografía: Guillermo Rodríguez Adami.