¿Existió el año cero? Precisemos con un ejemplo: el 8 de marzo, el 2 de abril, el 26 de julio del año 0, ¿existieron? Fue una discusión que al menos una vez cualquiera escuchó en los últimos meses, días, de 1999. La parafernalia de esos tiempos resaltaba el cambio de siglo, de milenio, pero la lógica intentaba decir que no, que el año cero no había existido por lo que el nuevo siglo, el nuevo milenio, comenzaría recién en 2001. Detalles menores para lo que la realidad ofrecía: una crisis que derruía el corazón de una sociedad opaca, a la espera de una chispa que explicitara el desastre cultivado a lo largo de mucho tiempo. Es ahí, justo ahí, antes de que la explosión imposibilite cualquier trama, donde Pablo Maurette nos lleva con La Niña de Oro, su última novela. Un policial porteño y erudito, una propuesta correcta, que lleva también las marcas de esta época, la nuestra: una estructura para serie de alguna plataforma y una mujer como protagonista.
Un chico y una chica se besan apasionadamente. Están en la parada de un colectivo, a la mañana. No están solos, tienen gente adelante y atrás. Eso no los intimida: alargan el beso, lo sostienen. Quienes los rodean no pueden evitar mirarlos, menos juzgarlos. La noche que pasaron juntos es de esas que, en la adolescencia, terreno fértil de primeras veces, es única e insuperable. En eso piensa el chico. La cámara, ahora, está puesta en él, desde él se mira la escena. En el colectivo hay poco espacio, el pibe tiene una mochila que molesta, en especial a un tipo que, en susurros, lo amenaza. Se asusta. No sabe qué hacer. Cuando llega su parada, el tipo que lo amenazó se baja con él: doble susto. Los dos caminan hacia el mismo lugar, el pibe toma distancia y ve que el tipo se mete en el edificio donde él vive: triple susto. El pibe decide no entrar y espera en un bar hasta que ve salir al tipo, ahí sí puede entrar tranquilo a su casa. Todavía no sabe que esa situación, y no la noche anterior, será única e insuperable toda su vida.
Esa es la primera escena y, como si estuviera dividido por la intro de la serie, en el segundo capítulo la novela empieza de nuevo: presenta los personajes principales, la trama que seguiremos las siguientes 250 páginas.
La protagonista es la abogada Silvia Rey. Trabaja como secretaria en una fiscalía y es responsable de acompañar, monitorear, seguir las investigaciones para que la fiscal tome las mejores decisiones. Se está por ir de vacaciones, en unas horas se subirá a un avión que aterrizará en la playa: a pesar de la crisis, ella pertenece a esa clase social que puede irse a Brasil en los estertores del 1 a 1. Está ultimando detalles en su valija cuando le suena el teléfono: encontraron el cadáver del profesor de biología Doliner en su departamento y, técnicamente, todavía está en su guardia. El deber la llama, así que se queda para hacerse cargo del caso. Silvia Rey es una mujer que sostiene el deseo de hacer justicia lo más desburocratizado posible.
En el departamento del crimen aparece el subinspector Carrucci. Un policía de carrera, con gracia, con oficio, un tanto con sobrepeso, que ronca por las noches. Será con él con quien irán compartiendo los avances de la investigación: la personalidad extraña del profesor, su obsesión con los albinos, con su genética, con su historia. De a poco irán descubriendo, y nosotros con ellos, la relación que tenía con sus alumnos primero y después con un joven taxi boy albino, Copito, que será el anzuelo que nos moverá por las aguas turbias de la historia que incluirán más asesinatos, prostitución, drogas y ese tipo de negocios sin escrúpulos que surgen en la exclusión. Copito, a su modo también una niña de oro, será la puerta de entrada a ese lado más oscuro que permitirán al narrador, a través de su heroína, demostrar su erudición entre libros científicos de albinismo para complejizar un caso que tanto Carrucci como la fiscal quieren sacarse de encima rápido.
A su vez, la trama se va apoyando en puntales laterales que aportan color, guiños, sutilezas a la historia principal. Uno es el padre de Silvia Rey, con quien se encuentra todos los días a desayunar en el bar homónimo de la novela, La Niña de Oro. Con él, además de una relación chismosa, cariñosa, tienen un juego: encontrarse con referencias inconexas sobre un mismo elemento. Si son dos, lo destacan como duquesa. Si son tres, siempre difícil, celebran la tricota. Mezcla de intuición y deducción, de azar y lógica, como el método que pone en práctica Silvia Rey para sostener sus puntos durante la investigación: a veces no le hacen falta pruebas, sino ver conexiones donde, en apariencia, no las hay.
Salvo por los pocos momentos en que ausentarla de la escena produce la necesidad de su presencia, la cámara del narrador la sigue a Silvia Rey y su día a día también es parte del paisaje, sobre todo en dos aspectos: en la relación que empieza a tener con un amigo de su ex y la soledad en su auto cantando, a los gritos, “Paloma”, por entonces un hit reciente de Calamaro. En esos viajes, una escena recurrente: en un semáforo ve a tres pibes hacer un show increíble de malabares que la vuelve generosa, compasiva, con propinas de veinte, cincuenta pesos.
Ese amigo del ex y esos pibes se unirán en otra escena con pretensiones de pintar la época, de aquella época, justo al mismo tiempo donde todo lo demás –la muerte de Doliner, la historia de Copito, el entramado albino, también la fiscalía y la policía– pareciera encontrar un curso de mayor claridad. No una solución, sino una aproximación: las puntas, quizás, terminaremos por unirlas nosotros.
La Niña de Oro es un policial sin detectives, un policial burocratizado, ubicado en la Ciudad de Buenos Aires poco tiempo antes del que se vayan todos, donde cada quién atendía a su juego, con sus modos y sus intereses, capítulo a capítulo, cada vez más marcados. Lo que hizo en tiempo real la Nueve Reinas de Fabián Bielinsky, Maurette lo buscó un cuarto de siglo después y del lado de enfrente al hampa. En vez de a dos porteños de ley, trajo a la Argentina, ese país que vive sus crisis en loop, a Silvia Rey, una porteña de bien con sus ganas todavía encendidas, con su intuición puesta al servicio, una mujer, digamos, empoderada: ella también es una niña de oro. Sea cuando sea que haya empezado, el nuevo siglo, el nuevo milenio, contará con ella.
20 de marzo, 2024
La Niña de Oro
Pablo Maurette
Anagrama, 2024
264 págs.