Quiero y no quiero leer Los dos Beune como una sola novela. Quiero y no quiero hacer el ejercicio de ignorar que treinta años separan la escritura de “El Beune grande” –su primera “parte” (o primera de las dos “novelas” que componen el libro, y que en su hora fue dada a conocer en español como El origen del mundo, que es el título que el autor había previsto para aquel libro y que luego se resignó a desechar, o del que abjuró)– y la escritura de su continuación, porque eso es “El Beune chico”, que entonces viene a completar la novela, incluso en un sentido lineal, argumental, y no meramente a ofrecer de ella, como habría podido especularse, alguna especie de contrapunto sazonado por la madurez.
Quiero, decía, porque, me digo, la costura entre ambas partes no se nota –o no se notaría, en todo caso, si el lector no estuviese advertido del gap por el título general y los dos subtítulos, por la historia vagamente anticipada en la contratapa y otras infidencias paratextuales a cargo de la editorial o de la prensa, o por el conocimiento previo que haya podido tener de la novela en su estado anterior, ya que ¡oh, ahora hay más!– y el libro se lee, puede leerse, como uno solo, siempre breve pero deslumbrante, ciertamente una de esas experiencias de lectura capaces de sacudir, como un río torrentoso, la idea de la literatura, y de revolver la corriente de una lengua y traer de su cauce un limo vivo y perplejo, y de mostrar también cómo es posible hacer que “eso” fermente, por así decir, en el tiempo, con qué paciencia es posible practicar la escritura; experiencias que obligan a poner de nuevo en perspectiva, también, la propia hambre, el propio deseo, lo que quede, en esta época de vértigos, del propio hábito lector.
Pero, por otro lado, no quiero: me resisto, es decir, elijo, hasta cierto punto, “saber” la distancia de gestación, aunque ese saber me venga de fuera del libro; elijo detenerme un momento antes de su unidad lograda, cuando todavía hay dos, cuando aún no ha pasado bastante tiempo para que incluso se llegue a perder de vista, como puede que un día se pierda, que los dos libros no nacieron juntos, a la vez, de un único impulso –o acaso sí, pues ¿qué trabajos estuvieron haciéndose en silencio, por qué cauces perdidos o paralelos se preparó durante tres décadas esta confluencia, este empalme en todo caso, por el que un libro, como el río que le da nombre, se encontró por fin con su natural y necesaria continuación?–, mientras todavía El Beune grande (o El origen del mundo) vivía una vida, en apariencia autosuficiente, a la que igual habría podido no nacerle una continuación, y todos contentos. Una parte de mí no quiere obviarlo porque, profundamente, me intriga demasiado esta “jugada”, esta “escisión” que el autor escenifica: si a la primera novela no necesariamente le “faltaba” un cierre, si podía leerse sin tal y quedar en una suspensión que parecía perfectamente orgánica con su asunto –en resumidísimas cuentas: el deseo, y con él su independencia respecto, o incluso su imposibilidad, de una consumación–, si precisamente por ello nunca estuvo “incompleta”, ¿cómo es posible que ahora, habiendo escrito Michon esta segunda parte (que sí necesita, opino yo, del antecedente al que viene a acoplarse), este final tienda a crear una suerte de efecto de necesidad retroactiva, como si, desde que existe, aquella su inexistencia dada se tornara en adelante inaceptable, al punto de que el mismo lector que acaso disfrutó de la brevísima primera novela tal como era (leída hasta allí donde se detenía sin más) se sienta ahora más que dispuesto, impelido a apersonarse en la librería donde en el pasado haya comprado su ejemplar para reclamar que le entreguen por favor las otras tantas páginas faltantes...? Y sobre todo: ¿cómo se vive, en tanto que autor, treinta años con esta espera, con esta preparación; o bien cómo surge, si no hubo tal cosa como una espera o una preparación conscientes, esta necesidad de un retorno, de una continuación y, más aún, cómo se logra o simplemente se encuentra, como si fuese la cosa más natural del mundo, un estado de espíritu análogo, una tan perfecta fidelidad de tono y de estilo, una orgánica evolución de la mirada sobre el mundo, más aún cuando –porque hablamos de avidez, porque hablamos de voluptuosidad, porque hablamos del apetito sexual y sus avíos y su especie de larga tauromaquia y su guerra mitológica y su puñalada, todo eso que las dos partes de la novela estudian con minuciosa y poética seriedad, novela que es una verdadera fiesta pagana de la lengua, todo un aquelarre gramatical y una orgía del verbo, violentamente sutil– podríamos suponer que la experiencia vital y literaria que el Michon de cincuenta años tenía al publicar la primera novela en 1996 no necesariamente debería –o más bien tendería a no– mantenerse incólume, en una misma vibración, otorgando una importancia igual o el mismo abismado sentido ahora que es un señor de ochenta años y viene, tan campante, a acabarla de una vez, con perdón por la palabra?
Todo este asunto –extraliterario en la medida en que debo salirme un poco de “los dos Beune” para resistirme un momento más a verlos como un solo libro (y no invito al lector a que me imite)– no hace sino más fascinante la arrebatadora experiencia de lectura, y me suma inquietud a la hora de ponerme a escribir esto. Si siempre es difícil dar cuenta (sentir que uno da cuenta, lealmente) de lo que lee; si siempre uno se pregunta si va a ser capaz de nombrar con algo que no sean clichés, sobreentendidos y categorías remanidas lo que le pasó en su fuero íntimo al leer, acá se me bifurcan las intenciones, se me desdobla la importancia: ¿de qué tengo que hablar? ¿De por qué, de cómo fue posible, de qué lo motivó, de qué anomalía produjo este milagro...? ¿O bien me concentro en su prodigio y en su dificultad, en su voz singularísima, en su opacidad refulgente, en su sabiduría sensual, en la negrura casi onettiana de la que Michon parece rescatar cada palabra para iluminar el presentimiento de lo real?
Todo a la vez, me temo.
Y me doy cuenta de que he allanado bastante el camino –por suerte– ya que, como quien no quiere la cosa, di a entender que Los dos Beune es un librazo: ¿y eso no es lo más importante? ¿Podría detenerme acá, como hizo Michon, con la tareíta todavía austeramente hecha pero hecha al fin y al cabo, y si tengo ganas la sigo dentro de treinta años? Me han pedido una reseña, todavía no doy en el estándar.
Debería hablar un poco de los obstáculos, de los tropiezos que esperan al lector, mi hermano. Siento que tengo que advertirle, y luego minimizarlos, subiendo la apuesta por el lado de los dones, para que no se amedrente: no te amedrentes, hermana, hermano, tolle lege. Estoy entrando en calor. Trato de aproximarme un poquito al espíritu, a los permisos de la voz de Michon para que eso hable por mí: para que tome la palabra, para que tome mi palabra. Una reseña, como una traducción, deben ser objetos inspirados: la clave es dejarse inspirar por esa voz otra, más que informar esto va de tal o cual tema, fulanito tiene un estilo que patatín y patatán. También la felicidad de la lectura depende de levantar la barrera y dejar entrar al otro, o entrar en él.
En una conferencia de 1994 donde Michon habla ante unos docentes de la “prosa” de Rimbaud (él le había consagrado otra novela, Rimbaud el hijo, de 1991, y faltaban dos años para La grande Beune), declara con una naturalidad y una frescura absolutas, desacomplejadas, entrañables: “Creo que hay algo muy sorprendente en las lecturas que hice cuando tenía entre catorce y dieciséis años, y es que era absolutamente necesario que yo no entendiera nada de eso que leía, para que hubiese alguna chance de que fuese algo importante. Era necesario eso, y era necesario por otra parte que aquello estuviese fuertemente ritmado. De modo que tal vez Rimbaud sea insensible e insensato, visiblemente oscuro, pero de una oscuridad eufónica. Uno se topa con “Metropolitain” que es una cosa completamente incomprensible, que yo aún no he logrado descifrar realmente y que, en aquella época, era lo que me parecía el gran logro, puesto que estaba más allá no solamente de mis posibilidades como escritor –yo aún no lo era– sino también de mi comprensión de lector”. Y yo creo leer, en esto que traduzco un poco al cincel grueso, una serie de revelaciones michonianas que vienen a cuento, cómo no:
La atención a los procesos en el tiempo. Para desafío de sus oyentes educadores, Michon preconiza –lo hará explícito más adelante en su conferencia– leerles o darles a leer a los chicos libros que éstos no puedan comprender, como un baño o una iluminación en surplomb (es la expresión que él utilizará), es decir, desde arriba, en sobrevuelo, con todos los enigmas desnudos pero con toda la instigación a trepar palabra a palabra en la (vana) esperanza de alcanzarlos y “entender”, y ese vuelo es sobre todo un vuelo poético, ya se trate de prosa o de poesía. Y palabras que son como capullos o frutos destinados a abrirse mucho más tarde –granadas que explotarán en algún momento futuro– han de traer sus revelaciones sucesivas al cabo de un proceso, hasta cierto punto desconocido, como los treinta años de espera, me digo, de El Beune chico.
La complejidad casi abstrusa que puede adquirir la lengua cuando realmente se intuye la vista aérea de lo que se está intentando decir o contar y la infinita riqueza y contradicción inherentes, la abrumadora simultaneidad de los sentidos, de las connotaciones, la arborescencia de las leyes del ser, sus excepciones que son ley... y la sensación, el presentimiento de que si alguna verdad poética se nos escamotea ha de ser precisamente ahí, entre los pliegues de esa multiplicidad de facetas de un mundo que frase tras frase se debe volver a evocar entero, como sucesivas capas de anfractuosidad imposibles de alinear o de alienar en una lengua rectilínea, donde aquella verdad se esconde. Arte de aludir, más que de nombrar, que Michon lleva al extremo y al paroxismo en Los dos Beune, donde se trata de rozar eso innombrable por excelencia que es el deseo, su ley, su locura, su fiebre, su irreductibilidad al mismo tiempo que su fragilidad, y la soledad también irreductible y cómica, tierna y patética del deseante: el maestro Pierre, en primer lugar, narrador y protagonista, que llega a Castelnau para asumir su primer cargo en una escuela, allí por donde corren los dos afluentes del Vezère, en lo recóndito de la antigua región del Périgord, actual Dordoña, la vieja Francia rural entre nieblas, ríos, lluvias, bosques, cuevas prehistóricas, gentes y cosas que chorrean agua o que gotean tiempo, donde la presencia del hombre primitivo no es una mera idea sino una huella palpable y una oscura indicación de lo primitivo y lo subterráneo del caldo de cultivo en nosotros mismos (Los dos Beune es a su modo una novela de iniciación, y una novela iniciática); la mujer de la tabaquería del pueblo, esa belleza torturante y, sobre todo, febrilmente consciente de sí misma que es Ivonne, casi como si encarnara el desgarramiento, a la vez divino y carnal, del anhelo de ser anhelada, y la fuerza, el coraje de encarnarlo, con trémula desvergüenza y con una especie de trágica brújula interior; el oscuro, infantil e irreductible Jean el pescador, ese gran “inútil” que ha hecho de su incapacidad para ganarse el pan un ganapán de tiempo completo, un obsesivo saber, un oficio y sus prestigios, y de su pereza una laboriosidad continua y evasiva; y ese otro Jean, el granjero Jeanjean que es su compadre, inefable hombre de verdad que lo es precisamente por inefable, por su refinada manera de ser bestial, por su cortés indiferencia, por su oscuro saber del mundo y por su especie de asunción de la derrota; y está también, desde luego, la vieja Hélène, la sabia Hélène, posadera que brinda al mundo su irónico asentimiento desde atrás del mostrador de su hostería, bajo el zorro embalsamado, entre las paredes pintadas de color sangre de buey, como una pitonisa a tanto la copa amarga a quien sin embargo hay que saber interrogar si se quiere que entregue sus visiones; sin olvidar a la pobre Mado, la novia adolescente y urbana, con su Baudelaire de bolsillo y su Renault Dauphine, sus pantalones vaqueros y su ideal amoroso de revista de actualidad. ¿Quién más? El subsuelo, por supuesto, y los ríos y sus meandros, y la niebla y los niños (“Otra vez eran ellos, mis alumnitos, mis sempiternos retacos, esa humanidad bruegheliana, avejentada, atareada, enana”) y las puntas de flecha y las piedras, y los camioneros y los marineros y los disfraces de carnaval, y las pinturas rupestres borradas de la blancura de lienzo de las cuevas, y los peces y todos los otros seres del agua y la oscuridad que no están del todo ausentes de cada frase del libro, entreverados a las tórridas imaginaciones y a los gestos indescifrados y a la abulia y a la espera, porque siempre que Michon habla de algo, habla al mismo tiempo de todo.
Y hace falta, he aquí mi primera advertencia, esta lengua difícil, exigente, que hará recular a más de uno, acostumbrados como parece que tendemos a estar a las simplezas decodificables de una vida desencantada. Michon no escribe fácil, no regala entradas a su brumoso parque temático prehistórico y contemporáneo y atemporal al mismo tiempo, no trata al lector como a un niño al que hay que explicarle todo (o más bien lo trata como él opina que habría que tratar también a los niños: a fuerza de misterios). Pero la eufonía, la gloriosa eufonía de sus frases se hace cargo del vuelo, del surplomb, para que uno se deje llevar, se deje alzar del suelo y del sueño por las grullas que frase tras frase pasan en vuelo rasante con, estibada bajo las plumas, más intuición de verdad que la más prístina de las filosofías. Michon es un escritor del riesgo. Sus frases avanzan arrastrando subordinadas en el aparente desorden de una caravana en el desierto, pero con una armonía de conjunto que solo se aprecia desde el aire.
Es en esto un digno discípulo de Rimbaud, e insisto con Onetti: en cierto momento de la decisiva escena que concentra a casi todos los personajes en el café de la hostería, en la segunda parte, cuando todo lo latente se hace manifiesto, tuve la revelación de un parentesco secreto pero indudable entre esta prosa y la del escritor de Los adioses o La vida breve. Busqué: “Pierre Michon” / “Juan Carlos Onetti”. Rigurosas comillas en cada uno, y... googleando. El resultado ilumina pero oscurece: Michon no parece haber leído a Onetti, pero un montón de páginas consagradas a Faulkner los mencionan a los dos como sus admiradores. Faulkner, sí. Y Julien Gracq, desde luego, con cuya prosa se vincula siempre a la de Michon. Y yo diría: Louis Ferdinand Céline. Algo de su extraordinaria negrura que no es pesimismo sino lucidez, el implacable latigazo que cierra sus frases con un chasquido de ironía, la sabiduría tan cruel como tierna para examinar los caracteres y los gestos humanos, el absoluto genio para las descripciones que me hizo subrayar medio libro. Y otra oriunda de la región de las cuevas: la secreta y enorme Rachilde, que comparte muchos de esos dones.
Ahora voy a terminar de enunciar, rapidito, una advertencia a la que le vengo amagando desde hace varias páginas. Una misma traductora al castellano se hizo cargo, respectivamente, en 2012 y ahora –decisión perfectamente justa– de las dos partes, o de las dos novelas. Tarea demencialmente difícil y encomiable. El resultado es a ratos brillante: rítmicamente, plásticamente. A ratos, y sería largo y engorroso explicarlo, poniendo ejemplos precisos, yo siento que el carácter marcadamente peninsular de algunas soluciones, solo de algunas (¡pero justo allí donde el fraseo se complica!), crispa la prosa y la oscurece, para un oído no español, un poco por demás, causando que el lector rioplatense se enrede los pies en las raíces de algún que otro árbol-palabra, lo que le hará más difícil de lo estrictamente necesario elevarse y ver el bosque-frase. No tendrá razón ese lector en echar pestes, de manera general, contra los traductores españoles, ni en particular contra la editorial Anagrama, y será injusto si solo aprecia este trabajo infinito por su propia distancia respecto de la variedad lingüística (que sería asunto de una larga discusión glotopolítica). Sin embargo, la dificultad existe. No pensaba decirlo. Detesto que solo se cite a los traductores para pegarles. Pero detesto también que se los ignore. No estoy viendo la paja en el ojo de una colega –traductora de Stendhal y de Genet, de Victor Hugo y... de Michon, premiada en España por su trabajo–, y este comentario no es contra su versión. Es para que el lector no se asuste, para ahuyentar sus posibles prejuicios, para pedirle que persevere, para asegurarle que vale la pena.
¿Y qué más? Ah, sí, esto: que Pierre Michon, nacido en 1945 en la Creuse, no tan lejana, por historia y paisaje, al ambiente de Los dos Beune, es uno de los escritores vivos más importantes y más premiados de Francia. Sin embargo, ha escrito comparativamente poco, y siempre con pareja densidad. Es el autor de las formidables Vidas minúsculas (1984), con las que debutó a los 39 años. Se trata de una sucesión de “novelas” sobre las vidas de personas a quienes conoció en una infancia marcada por la defección del padre, y con las que, en algún caso, volvió a cruzarse en la adultez. Manera muy suya, con algo de una cruza entre Marcel Proust y Marcel Schwob, de narrarse a sí mismo a través de los otros, Michon ha hecho de la escritura, podría decirse, una suerte de exorcismo del sentimiento de insignificancia que lo acompaña desde la niñez: al convertir esa insignificancia en el tema de su escritura, al mismo tiempo, la trasciende, la vuelve inmensa. De allí mismo nacen, quizá, gemelamente, la pícara modestia de su carácter y la arrogante libertad de su pluma. Desde 2009, con la novela Les Onze, no había vuelto a escribir ficción, lo que explica la frase promocional que acompaña el lanzamiento de Los dos Beune: “El regreso a la narrativa de un clásico de la literatura francesa”.
Amén.
13 de agosto, 2025
Los dos Beune
Pierre Michon
Traducción de María Teresa Gallego Urrutia
Anagrama, 2025
160 págs.