Existe toda una tradición literaria –para algunos una típica moda narcisista de estos tiempos posmodernos– que sustenta su razón de ser y su interés en la experiencia autoral, en los recovecos ya triviales, ya tremebundos, de la vida misma del escritor o escritora. Lejos de los parajes y personajes exóticos característicos de una de sus facetas narrativas –Arnulfo o los infortunios de un príncipe, Los padres de Sherezade–, Daniel Guebel ha sabido aproximarse, aunque con un retórico e irónico distanciamiento, a las denominadas escrituras del yo. En El hijo judío –su novela autobiográfica– su escritura, al tiempo que gira sobre sí misma, intenta acercarse por medio de anécdotas a los hechos significativos de su infancia. Si el pasado puede verse sólo desde la (inevitable) óptica del presente, el Guebel adulto –el yo de la enunciación– escribe próximo a la demencia del padre, y es desde allí, desde el presente de la escritura, que irá discurriendo y reflexionando sobre lo que cree que ha representado la figura paterna –y materna– en los hechos narrativos –ya triviales, ya tremebundos– de su historia infantil.
“Siempre me fascinaron –escribe Guebel– las máquinas que exhiben engranajes, desplazan tornillos, hacen girar poleas, mueven rulemanes, expelen vapor, y que sólo sirven para dar cuenta de su propio accionar: independientes de la producción de objetos, despojadas del criterio de utilidad, también parecen libres del desgaste”. Este gusto por la autonomía de la máquina, desvinculada de los usuarios y del contexto en el que funciona, recuerda al de una literatura que se basta a sí misma, independiente del autor y, sobre todo, emancipada de una realidad previa que el texto vendría a representar. Si bien el pacto de lectura que promueve El hijo judío deja entrever varios acápites autobiográficos, Guebel comprende que la autobiografía no es mucho más –ni mucho menos– que, literalmente –al pie de la letra–, la escritura de una vida. Que la infancia y la experiencia tienen el aliento que la sintaxis les provee y que la identidad no es sino el sentido que se desprende de la narración que hacemos de nosotros mismos. Así, la forma de la infancia del narrador parece estar dada por “anécdotas” que, desde luego, tienen gran valor literario. De este modo, sería la literatura la que otorga vida, la que define y da contenido singular a ese signo convencional y multitudinario que pronunciamos yo.
Una serie de actos irreparables –el nacimiento de la hermana del niño-narrador, las golpizas –los cinturonazos– ejecutados por el padre y solicitados indirectamente por la madre– dispara un malestar que, siguiendo el tono general del texto, se narra despojada cuando no irónicamente, y produce en el niño Guebel un sentir, una idea, que se cristaliza en un sueño (esto es, en un relato onírico): frente al espejo del baño, los cuatro integrantes de la familia –su hermana bebé en brazos de la madre– se observan a sí mismos mirar el espejo. El padre le afirma a la imagen del narrador: “Hasta este mismo momento vos eras idiota y no lo sabías, pero a partir de ahora sos normal como los demás”. Lejos de absolver, la sentencia paterna condena a un destino: vivir (escribir) para demostrar que no se es un idiota, para estar a la altura de la imagen hablada y recuperar, por fin, el amor (supuestamente perdido) de los padres. “Tal vez el efecto era ilusorio: mi normalidad estaba del otro lado del espejo y yo, el real, seguía siendo el idiota de siempre.” La literatura funcionaría como el soporte ideal para reparar, aunque ilusoriamente, la “fractura” –los imaginarios años de idiotez–: “de idiota, tenía que pasar a ser genial. (La idiotez vuelve apenas uno la ve huir)”. Y qué mayor genio, que mayor intelecto paradojal, que el que le ofrece la obra y la imagen autoral de (el judío) Franz Kafka.
Ilustración de Juan Carlos Comperatore
Ante la intolerable aparición de la hermana, cual artista del hambre, el niño Guebel protesta dejando de comer. Sólo la inteligencia de la abuela logra seducir al narrador y convencerlo: en el fondo del plato hondo en el que le sirve la sopa encontrará “algo muy lindo”. Se trata de la estampa de un caballero chino que se inclina ante el paso de una dama. Anécdota personalísima que fundaría el gusto por el exotismo en la poética despersonalizada de Guebel. Pero más allá del personaje kafkiano –de su extrapolación grosera y su vínculo arbitrario con el hecho indigerible (el alimenticio, el nacimiento de la hermana)–, Guebel lee su vida en espejo con el texto autobiográfico por excelencia de Kafka –que el propio Max Brod, por otra parte, relativiza–: la Carta al padre, que el autor checo le escribe al progenitor pero le entrega a la madre (quien se la devuelve sin entregarla a destino), para explicar y justificar el miedo y la distancia que Kafka experimentó toda su vida frente a su padre.
Es frecuente leer que la ficción kafkiana está sujeta a una temática, a una obsesión, y como tal, encaprichada en repetirse: la subordinación a la Ley –o mejor, a las fuerzas o los rostros insondables que la gobiernan, a la laberíntica e interminable dinámica con la que se rige–; por esto mismo, la Ley es inescrutable. Si la Ley y su valor se desplazan al Padre se comprende que Guebel lea la Carta kafkiana no sólo como un “manual de autodenigración y reproches” sino a la luz de una idea que, tal vez, no muchos hayan comprendido aún: “Lo que dice el texto [la Carta] todo el tiempo es: Eso que yo soy, padre, tú nunca lo comprenderás”. En tanto que Ley, el Padre permanecerá, al igual que el castillo kafkiano, inaccesible: de este modo se jugaría, en la vida del escritor checo, la característica “empresa imposible” (los términos son de Borges) de la ficción kafkiana; por consiguiente, no se trata de comprenderlo, sino de hacerse comprender, de mostrarse. Ciego a su propio razonamiento, en un movimiento tan irónico como neurótico –puesto que independientemente de la persona que cumpla el rol, el Padre, como tal, resultará inescrutable– el narrador Guebel compara y cree desear otro progenitor, justamente, el de Kafka: “Me hubiese gustado tener un padre como él. Yo, que sólo buscaba un poco de aceptación y respeto y de amor (…) sólo conseguí golpes. Dudo mucho que Don Hermann se atreviera a alzar la mano sobre Franz”.
Guebel, como exégeta y pilpulista de los escritos de Kafka, explica sin embargo que la verdadera destinataria de la Carta es la madre. “Para que la leyera y se enterara de la clase de marido que tenía, y para que, luego de saberlo, se abstuviera de entregársela.” Del mismo modo, El hijo judío no podrá ser leído sino por la madre del narrador, puesto que el padre –que de hecho estudiaba los originales de Guebel y los devolvía con correcciones–, padece de cierto tipo de demencia senil y por tal razón el narrador debe someterlo a los cuidados de una enfermera. Casi al final de la novela se lee: “Madre. Escribí estas páginas que te descubren y te velan, para que entiendas el enojo y el deseo de reconciliación”. Si bien Guebel parece entender y explicar los vínculos familiares y las relaciones de poder que constituyen el funcionamiento familiar, antes que nada, escribe para imponerse, es decir, para mostrarse, para comunicar su posición, su existencia, y propiciar, gracias a una última intención literaria, la cicatrización de la herida: con la propuesta de reconciliación hacia la madre, e invirtiendo los roles, otorgándole vida a su propio progenitor (“Padre. Escribí estas páginas que te descubren y te velan, para que sobrevivas de alguna manera”).
La escritura novelada de una vida exige jerarquizaciones, recortes, enfoques particulares, silencios, elipsis, hipérboles. En reiteradas ocasiones, el narrador asegura no recordar con precisión los hechos que evoca –incluso los más significativos, como la cantidad de golpizas que recibió del padre–; es posible, también, que reconstruya, reorganice o invente sucesos y anécdotas para que cuajen con la interpretación que ha hecho de la narración de su vida. Si todo neurótico, pensaba Freud, construye su propia novela familiar ante el extrañamiento del vínculo con los padres, todo escritor –o para ser justos, Guebel– escribe El hijo judío como forma de retorno y de acercamiento definitivo a los mismos. Porque la escritura es esencialmente demanda de amor: eso es lo que dice el texto todo el tiempo.
13 de febrero, 2019