Ya en el prefacio a La obligación de ser genial, su último libro de ensayos, la narradora Betina González (Villa Ballester, 1972) deja en claro que lo que se propone es una empresa (cercana a la aventura, en términos de Roland Barthes) cuanto menos, dificultosa; una verdadera apuesta: escribir sobre los mecanismos y la emoción que operan en la ficción, ese territorio ambiguo, caro a lo incomunicable.
El libro se estructura en dos capítulos susceptibles de pensarse a partir de dos aproximaciones diferentes. En el primero, atado a análisis textuales de corte más objetivo, rozando por breves momentos lo académico, con una erudición amena pero sin concesiones, González diferencia, por ejemplo, los textos "sentimentales" de la "emoción" propia de la "buena literatura". En aquellos abunda la pereza intelectual, el efectismo y la explicación por sobre la narración: no requieren del trabajo del lector/a, no interpelan su libertad; textos que, para decirlo con Flannery O'Connor, carecen del "misterio de la personalidad", y en los que los personajes dicen su emoción. En los otros, por el contrario, la escritura abre un espacio de conversación con el lector/a, una "dialéctica del deseo", que lo convoca a pensar y a comprender aquello que el texto dice con sus silencios. Aunque no se trate, tampoco, de una pericia de fácil gobernabilidad. Así, González le dedica una mención al caso Carver, a la profunda intervención de su editor, Gordon Lish, quien no sólo cambió el título de diez de los diecisiete relatos de De qué hablábamos cuando hablábamos de amor, sino que modificó, a los efectos de corregir "los excesos sentimentales" del autor, el final de catorce cuentos. Carver quería mostrar el costado humano de los verdugos, sostiene González, Lish cercena esa posibilidad de cuajo, y produce un texto diferente.
En el resto de la primera parte de La obligación de ser genial hay estudios sobre el ritmo narrativo y sobre los finales y los comienzos de las novelas. Estos últimos condensan, para la autora, toda una declaración de principios en la que se juegan los aspectos clave de una narración de largo aliento: "el tono, el destino del héroe, el interés de la historia y su forma de encarnar en el discurso". Desfilan, observados con minucia, primeros párrafos de García Márquez, Onetti, Lispector. Hay espacio, también, para un análisis del "enfrentamiento" entre las escrituras del yo (y los registros que hacen de los hechos reales su columna vertebral) y la ficción puramente especulativa. González arriesga ─con una convicción que le escapa a la virulencia y al autoritarismo, es decir, con una convicción segura de sí misma─ alguna que otra hipótesis: en nuestra época se le tiene miedo a la imaginación debido al prestigio de los hechos; la crónica, el libro testimonial, la narrativa del yo anulan la citada dialéctica del deseo, se cierran sobre sí mismos y proponen la certeza previa como condición de lectura. Son "narrativas que actúan como confirmación de lo sabido. Incluso cuando actúan como denuncias (...) algo desconocido entra en la esfera del conocimiento gracias a ellas".
En la segunda parte del libro la densidad personal y autobiográfica estructuran los cuatro artículos que la conforman. El relato de su estadía en Bogotá, convocada por un programa cultural para escribir sobre dicha ciudad; su temprana y reveladora experiencia con la música de las palabras, que la convirtió en escritora a los ochos años; el encuentro en su muro de Facebook con una foto-mensaje (un pedido de auxilio sobre un billete de diez pesos, escrito por una supuesta víctima de violencia de género). González articula estos escenarios para asentar su posición respecto, fundamentalmente, de su concepción de ficción (habría, aquí, que sumar el epílogo, "Hacer silencio") y de los obstáculos que debe atravesar una mujer por darse el lujo ─por tomarse el atrevimiento─ de encarar una profesión, un arte, históricamente masculino.
Al escribir sobre Marechal y su lugar desplazado ─el exilio al que lo condenó su condición de peronista confeso durante y luego de la Libertadora─ Ricardo Piglia sostiene que "La obligación de ser genial es la respuesta al lugar inferior, a la posición desplazada". González encuentra en este razonamiento una premisa característica para la escritora: una mujer que escriba no puede ser aceptable o buena. Para alcanzar la aceptación y el ingreso al mundo (machista) de las letras ─ese al que el hombre accede de modo natural por la pertenencia de género─, la mujer debe ser, justamente, excepcional, brillante. Genial. Beatriz Vignoli, Fernanda García Lao, María Negroni, Esther Cross ─escribe González─ saben de lo que hablo.
Más allá de las dificultades sociales, clasistas, políticas, simbólicas, patriarcales, que le dificultan a una mujer o una disidencia de género el acceso al campo literario, el recorrido subterráneo que traza La obligación de ser genial implica, tal vez, una experiencia y una "desubicación" fuertemente personal (dejando de lado que toda persona, así como toda obra, está constituida, también, por el imaginario social). Se trata del atrevimiento de escribir, antes de cumplir los cincuenta años, un tipo de libro que, por caso, Liliana Heker publicó a los 76 años [La trastienda de la escritura], que reúne un caudal de conocimientos personales y textuales de toda una vida.
A lo largo del libro pueden rastrearse modulaciones esporádicas que giran en torno a inseguridades: desde la incomodidad con su nombre propio, o la necesidad de escribir, por razones de exigencia cultural, una novela experimental, o la depresión de vivir en una ciudad fría en el extranjero, en una legua también extranjera. Modulaciones, no obstante, que el discurrir del texto va depurando hasta alcanzar en el epílogo la sustancia de la aseveración: González tiene muy en claro qué tipo de literatura (y de lector/a) profesa y defiende: aquella en la que el autor/a "arriesga el corazón", e instala los silencios como presencias, no como metáfora de algo ausente: "Hacer silencio con palabras: la tarea de toda escritura de ficción", afirma. Hemingway, Mansfield, Yeats, Cocteau, algunos de los nombres que la autora baraja en esta tradición.
Dispuesta a conjurar los temores e inseguridades personales, la escritura y la publicación de La obligación de ser genial parecen funcionar tanto como un acto político-feminista como uno de autoconfirmación individual: el acto con el que González se autoriza a sí misma, de una vez y para siempre, a encarnar la violencia (machista) de la letra.
5 de mayo, 2021
La obligación de ser genial
Betina González
Gog & Magog, 2021
252 págs.