Japón suele aparecer, en nuestro imaginario occidental, como un país remoto y exótico. Diferente, con su lengua de latigazos fonéticos incomprensibles, con su recta (auto)disciplina, con su fanática concepción del honor. Una isla, con todo lo que esto implica, poseedora de una cultura homogénea y monolítica, pero que admite la coincidencia de un apego religioso a la tradición y de un desarrollo tecnológico extremo. En la literatura, estos contrastes pueden apreciarse sin dificultades leyendo a Mishima y a Ishiguro, en paralelo al Yasunari Kawabata de, por ejemplo, La mansión de las bellas durmientes y Lo bello y lo triste. Sin embargo, como toda nación, como toda cultura, esa apariencia exterior de uniformidad se resquebraja apenas empezamos a rascar la superficie y asoman, como pesadillas reprimidas, los fantasmas de desigualdad y miseria que la propaganda oficial pretende ocultar.
Con esta edición de La ópera japonesa de los tres centavos, de Rindarō Takeda (1904-1946), publicada por el sello También el Caracol, y gracias al ordenado y minucioso estudio preliminar de Miguel Sardegna, contamos con un completo marco para conocer, entre otras cuestiones, el campo literario en el que podemos ubicarlo, sus maestros e influencias, su carrera, la filiación de este autor con el género "asuntos de la calle" y la época atravesada por las constantes guerras durante la que vivió y escribió Takeda.
En mi caso, prefiero entrar en los escritores nuevos para mí, obviamente, sin cartas de navegación y sin una brújula que dirija mi lectura, aunque sea revelador y hasta aconsejable no desaprovechar las claras orientaciones que nos ofrece la introducción, "Tres centavos para Rindarō Takeda", después del placer lector de viajar por los suburbios de Osaka y de visitar la galería de vencidos que desfilan por estas páginas.
El volumen de cuentos comienza propiamente con "Gran Infortunio" (1939), cuyo narrador es un hombre que, con creciente indolencia, va renunciando a sus deberes y a sus obligaciones ─el trabajo y la familia, la higiene personal, hasta el cuidado de sus propios dientes─ cayendo en un estado de abandono que lo arrastra, lenta e inexorablemente, por la pendiente de la desidia y la apatía. No hay quejas en la voz que cuenta; tal vez, la vaga sorpresa de descubrirse capaz de resignarse con tanta facilidad, como si fuera una fatalidad trágica, a sumergirse en el vicio, en la mendicidad; a embriagarse con sake gracias a la caridad ajena; a dormir en pensiones baratas compartiendo el futón con extraños y acabar despidiendo el año en la humillante hermandad que le ofrecen otros dos parias: el mendigo de clase alta y el adivino Inari, con su amenazante zorro que escoge las tiras en las que están escritas los posibles avatares de la fortuna. A largo del relato, mientras el narrador se hunde, descubrimos la sordidez del suburbio que asoma en la fetidez de sus hedores.
En "El primer día del gallo" (1935), el segundo cuento del libro, Takeda nos introduce en la trastienda del bar Tamura y en las relaciones que establecen entre ellas, con los clientes y con el patrón, las camareras que, entre flirteos y silenciosas disputas, sirven sake a los habitués. El diálogo entre Okiyo, la hermana del dueño, y Oshige, una "adulta" de diecisiete años, va exponiendo el ambiente de feroz competencia entre las mujeres, la fragilidad de los vínculos familiares y de pareja, el sometimiento a los mandatos masculinos que signa sus vidas. De algún modo, también, asistimos a las malas decisiones que toma Oshige, dejándose arrastrar por la decepción, la desesperación existencial y los deseos de venganza.
En el tercer relato, un novelista tokiota regresa a Kamagasaki, el miserable barrio de Osaka en el que transcurrió su niñez. "Una noche de invierno de 1932...", devenido en forastero, inicia un recorrido que se parece a un descenso. Descenso a los recuerdos de una infancia marcada por las privaciones y carencias, descenso de la clase social a la que ahora pertenece y descenso al infierno de la pobreza extrema y la vida precaria, del hambre, de la indigencia y la prostitución, de la lucha cotidiana contra la muerte. Bajo la lluvia y aterido, una mujer lo atrapa y lo empuja hasta su cuarto, casualmente ubicado en la casa donde se crió el novelista. "Volvió los ojos hacia el frente y vio el retrato de Oda Matsunosuke que él había pintado en la pared, sucia y ennegrecida por las manos de quienes subían y bajaban por la escalera. Sintió una emoción enorme y, al mismo tiempo, un sabor amargo". Sin embargo, la mujer, la prostituta que lo condujo hasta allí no es, precisamente, una mujer. El novelista lo descubre y aunque rechaza sus servicios sexuales, la acepta como guía para, junto a un locuaz vagabundo que se les suma, hundirse en los bajos fondos de Kamagasaki.
Los globos de publicidad que cubren el cielo de la ciudad de Tokio nos trasladan, en el texto que cierra dándole su nombre al libro, a la terraza de "una casa de tres pisos inclinada hacia el cementerio en ruinas", cuyo dueño, "un hombre de cuarenta y tantos", además de dedicarse a la publicidad aérea, se enriquece con pequeñas estafas y alquilando a un precio excesivo esos roñosos cuartos. En escala, pero conservando la esencia, el edificio que recorremos recrea La colmena, de Camilo José Cela, y entre la suciedad, las cucarachas y los deshechos de comida, se concatenan las desgarradoras biografías de los tipos humanos que habitan ese cosmos de tres pisos. Las dos esposas de los proxenetas, la camarera y el celoso vendedor "casanova", el cocinero ahorrativo que odia a las mujeres, el pérfido narrador de películas mudas y el anciano que, tras abandonar a su hijo y a su nuera, reencuentra el amor y se reconcilia con la vida al mudarse a un cuarto de seis tatamis, junto a una anciana y a su sobrina, donde cada mañana se levanta escuchando en el despertador "la melodía alegre de 'Sin humo y sin nubes'".
Los narradores que inventa Takeda son prácticamente cronistas, voces "objetivas" que desmenuzan cada historia revelándonos todo lo que necesitamos saber, pero manteniendo una distancia aséptica, con esa fría voluntad naturalista o verista de que los hechos "hablen por sí solos", aunque a veces sintamos que brilla el filo de una cruel ironía.
El Takeda que nos llega, el que leemos en estas páginas abrumadoras, cuenta con la mediación de un terceto de traductores ─Maximiliano Álvarez, Lucía Tanoni y Mariana Alonso─ que han logrado preservar señales de las diferencias entre nuestras culturas ─colocando, incluso, palabras transliteradas para mencionar objetos o alimentos propiamente japoneses─, a pesar de que escuchamos el habla de los personajes en el registro familiar del castellano rioplatense. De esta manera, entre la extrañeza y la proximidad, entre notas en las que resuenan en sordina los ecos de los lamentos y las denuncias de nuestros "escritores de Boedo" y entre destellos de imágenes que nos recuerdan las escenas más grises de los filmes neorrealistas, consiguen acercarnos y darnos a conocer cuatro cuentos de una fuerza poética y una intensidad humana que resultan conmovedoras.
28 de julio, 2021
La ópera japonesa de los tres centavos
Rindarō Takeda
Traducción de Maximiliano Álvarez, Lucía Tanoni y Mariana Alonso
También el Caracol, 2021
168 págs.