“A propósito: ¿no puede alguien averiguar qué oscuras influencias se movilizaron para torcer la trayectoria de Industrias Sudamericana S. A. imponiendo la inclusión en sus stocks de un libro como Aventuras de un novelista atonal, tan fuera de tono con las obras de Sánchez Sorondo y Doctor O'Donell, esas dos avanzadas de la importante editorial en el mercado de la Joven y Promisoria Novelística Nuestra...?”. Esa es la larga pregunta que escribe Fogwill en una nota publicada en la revista Vigencia en el año 1982. La nota es una primera huella en el lento acomodo que la obra y la propuesta estética (¡y ética!) de Alberto Laiseca comienza a realizar a principios de la década de 1980.
Sobre la anterior década, excepto por la publicación de Su turno para morir (1976), reina el silencio. Hay, es cierto, algunos relatos dispersos firmados bajo el seudónimo Dionisios Iseka en el suplemento cultural de La Opinión; hay también algún relato-poema como el publicado en la revista efímera Tajo en 1972, que merece una historia aparte. Esos textos no bastan para reconstruir el itinerario vital del joven Laiseca sin bigotes en los 70, una cuenta aún pendiente, un vacío en el relato sobre la literatura argentina de esos años.
Tapa de Matando enanos a garrotazos, que comparte catálogo en la Editorial de Belgrano con Ema, la cautiva de Aira y Música japonesa, de Fogwill
Entonces, habrá que esperar a 1982, año de la guerra de Malvinas y del ocaso del régimen militar, para el inicio del gran destape laisequiano: publica Matando enanos a garrotazos, su primer libro de relatos y antesala de Los sorias, por la Editorial de Belgrano y Aventuras de un novelista atonal por Sudamericana; Ricardo Piglia, Fogwill y Luis Gusmán leen su segunda novela y la critican en las revistas Punto de Vista, Vigencia y Sitio; aparece un puñado de poemas chinos en Acento, un relato, ”Los santos”, en Brecha, y dos relatos más en Banana, revista de Tom Lupo sobre rock y literatura. Laiseca a los saltos, de revista en revista, de tendencia en tendencia, comienza a dejar sus huellas por el renaciente campo literario argentino de los 80.
La Boca, 1982, año del destape laisequiano
Ah, me olvidaba: en 1982, si atendemos al paratexto que cierra la edición actual de Los sorias, Laiseca habría puesto punto final a su obra descomunal e inasimilable de unas 1350 páginas: “Alberto Laiseca, 27/02/1982”. Para matizar, como sabemos quienes hemos efectivamente transitados las páginas bélicas entre el Monitor y el Soriator, Los sorias no puede haberse terminado en ese año porque la imaginación delirante no tiene ni principio ni fin, la Tecnocracia pertenece ya a la mitología y los mitos existen desde siempre y para siempre.
Según Fogwill, “Laiseca... no es un fotogénico; tampoco es un psicoanalista ni un progresista. Es un nada: escribe”.
En ese caminito del monstruo hacia un lugar en el star-system literario local, Ricardo Piglia y Fogwill se disputan su descubrimiento. La primera movida es de Fogwill al incluir a Laiseca como personaje ficcional en “Help a él”, relato escrito en 1982 pero publicado en 1985 en Pájaros en la cabeza. En esa contralectura de “El Aleph”, Fogwill anticipa el gesto de azuzar a la obra borgeana con la incorrección y el delirio laisequiano. El personaje de Adolfo Laiseca se va configurando con guiños a la obra y vida del monstruo con tramos de este estilo:
“Pregunté por Adolfo. Era él: estaba arriba, escribiendo, y según Ortiz, había terminado un libro 'estupendo'. Elogió un cuento, 'La playa de los crotos', diciendo que era lo mejor que había leído en español. Sentí que exageraba: él nunca se había interesado por los libros de Adolfo, y ahora parecía estar desplazando su amor a Vera hacia la obra del sobrino; el libro era una serie de cuentos sobre enanos”.
“Había vuelto a su costumbre de enunciar los nombres completos de las personas, para revelarlos mejor. Cuando volvió a elogiar a su sobrino, dijo que 'Adolfo B. Lai –... Lo que quiere decir –agregó– que será un perfecto fracasado. ¡Lástima que la prima no viva para apreciar el éxito de su fracaso...!”.
“Dejé al viejo con su copa de vino y subí al piso alto. La escalera, el pasillo, todo estaba igual. Subí pensando que Adolfo me esperaría para mostrarme su nuevo libro. Acerté.
–¡Loco...! –dijo cuando me abrazó. Después me pasó el libro y pidió que se lo leyese rápido porque tenía sólo dos copias. No habló de Vera.
–Fuiste –dijo– un buen escritor, arruinado por el esnobismo del periodismo. Sé que te gusté, por envidia o por celos, y pienso que ahora que ella se murió nos vamos a ver cada vez menos, pero ¡mirá bien este libro, y no se lo mostrés a nadie! No quiero que se aviven los giles... Primero vamos a publicarlo, después, al año, les daré la clave...”.
Mientras Fogwill ficcionaliza al conde, Piglia realiza su propio movimiento en la operación Laiseca. En la reseña sobre la novela atonal de Laiseca, publicada en el número 16 de Punto de Vista (noviembre de 1982), anuncia, quizás por primera vez, la obra inédita del genio oculto:
“Por otro lado este relato [se refiere a la segunda parte de Aventuras...] podría ser leído como el prólogo críptico y secreto escrito por Laiseca a su gran novela inédita (Los sorias). (...) Ya es hora y, sin duda las Aventuras... son un discreto y casi onírico llamado de atención sobre ese libro 'enciclopédico, único, misterioso y larguísimo', con seguridad uno de los textos fundamentales de la literatura argentina de estos años”.
El manuscrito mítico de Los sorias
Podría pensarse que el gesto crítico de Piglia es el pie conquistador que pisa tierra ignota y se dispone a clavar la espada. Nombrar a Los sorias en medio de la reseña a la segunda novela laisequiana y comenzar a construir su aura de novela total y fundamental habrán sido un puñado de líneas cualquiera en aquel momento, pero a la luz del presente revelan lucidez y anticipación de parte del autor de Respiración artificial. Y también confianza en el lugar que podría ocupar la gran obra de Laiseca, claro.
Según las anécdotas que algunos amigos de Laiseca me cuentan, Los sorias ya había tenido un intento de publicación frustrado en los años 70:
“Por último, hay algo que me gusta recordar de esa época de cercanía con Laiseca. Unos amigos y yo, le pagamos cuatro juegos completos de fotocopias de Los sorias, esta vez sí del original manuscrito mecanografiado –en ese momento implicaba un costo importante– para enviar uno de esos juegos a España, para que lo conociera y lo leyera Mario Muchnik, fundador y editor de Muchnik Editores. Era un sello que en poco tiempo había logrado amalgamar un catálogo muy importante, y que se había mostrado interesado en esa novela monstruosa que amedrentaba a cualquiera, y no sólo por su extensión. No recuerdo quién hizo el contacto con Muchnik, tampoco quien se encargo de pasar a máquina las centenares de páginas de Los sorias caligrafiadas por Laiseca, ni quién pagó ese trabajo y el envío del original a España”.
Lo cierto es que el proyecto fracasó.
El otro gran intento de publicar Los sorias se anunciaría con bombos y platillos en 1988 en una bajada de la revista Babel, que tal como lo investigó y demostró Agustín Conde De Boeck tuvo un rol fundamental en la construcción de figura de autor de Laiseca y de su lugar excéntrico en la literatura argentina. El texto decía así:
Ni Muchnik a fines de los 70, ni Mangieri en los 80 (Conde De Boeck aventura que la hiperinflación durante el último tramo del gobierno de Raúl Alfonsín probablemente le haya hecho reconsiderar al editor de Libros de Tierra Firme la publicación de semejante artefacto narrativo) lograron el cometido de editar Los sorias. Recién en 1998, de mano de Gastón Gallo, editor de Simurg, Los sorias vería la luz de la prensa nacional... ¡con prólogo de Piglia!
Para volver a la disputa entre Fogwill y Piglia por anticiparse al descubrimiento de América, digo, de Los sorias, en 1983, un año después de la reseña de Piglia, el grandilocuente Fogwill publica una lectura de un libro inexistente en Tiempo Argentino: “Fractal: una lectura de Los sorias de Alberto Laiseca” (algo similar hará tres años después en otro texto sobre Poemas chinos, El jardín de las máquinas parlantes y Los sorias, libros que permanecían inéditos por esos tiempos). Entre líneas, Fogwill va marcando su territorio y su rol en la operación Laiseca:
“...llevaba una quincena tratando de terminar las mil trescientas noventa páginas oficio monstruosamente mecanografiadas por Laiseca, cuando reconocí las iniciales de Piglia al pie de esa columna elogiosa que le dedicó en Punto de Vista.
–El mundo es un pañuelo –me dije–. Y Los sorias –anoté para salir del paso– es un fractal”.
Justamente, en ese artículo, el autor de Los pichiciegos echa a correr una pieza fundamental en la colocación de Laiseca en el sistema literario nacional, me refiero a la leyenda de Borges y su lectura despectiva de Matando enanos a garrotazos. Así lo cuenta Fogwill:
“Borges se burlaba de Laiseca. Cuando apareció la colección de relatos Matando enanos a garrotazos alguien intentó comentárselo y el viejo se rehusó argumentando que jamás toleraría un libro cuyo título incurre en un gerundio. Laiseca no teme gerundios, rimas ni cacofonías que enervan la noche de los narradores. Me imagino que desde arriba de sus dos metros y pico mira el reloj y siente que tiempo es el más gerúndico de los sustantivos abstractos y que, por efecto del microclima de su entorno, Borges murió privado de esa noción de tiempo que Laiseca –el maestro de los Poemas chinos– refleja en la voz del guerrero que en su última noche, antes de emprender el cruce del desierto afirma: el rocío aumenta el peso de mi túnica/ el sueño danza lejos de mí/ ignorando las puertas que le ofrecen mis ojos”.
El movimiento es claro: en la leyenda, la obra laisequiana molesta a Borges, a lo que Borges representa en el canon literario nacional (la corrección gramatical, el miedo a las malas lenguas), y promete un delirio organizado (un detalle, no sé si de edición o de qué, pero Fogwill señala “Borges murió privado de esa noción de tiempo” pero el autor de Ficciones aún no había muerto en 1983... Misterios de la letra periodística...). Como coda de la leyenda, en 1988, en el número 15 de Fin de siglo, el propio Laiseca responderá al supuesto desprecio borgeano con el relato “Indudablemente, horriblemente, ferozmente” en el que extrema la mala escritura delirante y en la dedicatoria van palabras para el maestro ciego: “Enterándome del desafuero de quien dijera sobre el libro de un amigo (Violando girls scouts en la floresta): '¿Qué se puede esperar de un tipo que empieza en gerundio el título de su obra?', por puro despotismo dedicando, entonces, éste, un mi cuento, a los enemigos de siempre. (...)”.
¿Cómo no imaginar a Fogwill recomendándole a Laiseca que le responda a Borges, que aproveche las páginas de Fin de siglo para una revancha? La operación ya estaba cuajando en las páginas de otra revista, hablo de Babel...
Pero el rumor que lanza Fogwill no será una movida aislada del autor de Muchacha punk. Al año siguiente, en Primera Plana, Fogwill trazará una “nueva estética” fundada por Leónidas Lamborghini y continuada por su hermano Osvaldo, por César Aira (con Ema, la cautiva) y por Laiseca (con Los sorias) cuyo carácter común es “la explicitación de la circulación del poder, del deseo y del dinero en el proceso narrativo y el reemplazo de la 'supersticiosa ética del lector' del modelo borgeano de público por una furiosa estética basada en los goces del poder y de la sumisión”. Nuevamente, la disputa es con Borges y, por extensión, con sus lectores. Fogwill engarza el nombre de Laiseca al de Aira y los Lamborghini (en su primer artículo sobre Laiseca también se suman Copi, Nicolás Peyceré y Eduardo Belgrano Rawson) para descubrir una nueva zona en la literatura argentina de aquellos años. El trazo no parece haber sido en vano, lo que en aquel entonces fue nuevo en el presente que nos convoca se ha constituido como contracanon canónico (con excepción de Peyceré y Belgrano Rawson).
Si sobre la operación Lamborghini se ha escrito bastante –ahí están los artículos de Babel, el prólogo de Aira a Novelas y cuentos, las cientos de páginas detallistas y fantásticas de Ricardo Strafacce–, la operación Laiseca sigue siendo un rompecabezas para armar (Aira también parece haber participado en esta, queda allí como migaja la reseña a La hija de Kheops publicada en el número 12 de Babel en el año 1989). Que el monstruo siga siendo hoy publicado por grandes editoriales como Penguin-Random House Mondadori es una invitación a leer en retrospectiva, a buscar cómo una escritura tan refractaria al sistema y a los lectores continúa aún coqueteando con el mainstream literario. Cuando el autor ya no está en el mundo de los vivos, ¿quiénes y cómo hacen que un autor entre o salga del salón literario? ¿Leer a Laiseca desde sus inéditos es una puerta de entrada al universo laisequiano, atrae nuevos lectores o son los sospechosos de siempre los que celebran? ¿Se pueden apreciar Sindicalia o Camilo Aldao sin haber leído, por ejemplo, Su turno o Las aventuras del profesor Eusebio Filigranati? ¿Se puede empezar a leer a Laiseca por Hybris?
En todo caso, el gesto de Fogwill a principio de los 80 de abonar la leyenda sobre el gerundio de Matando enanos a garrotazos contribuyó con la operación al colocar a Laiseca frente al padre del canon literario argentino: la posibilidad de un eclipse para el astro borgeano. Esto entre los años 1982 y 1983. Años productivos para Alberto Laiseca. Restaría en estas estrategias para meter a Laiseca en la literatura nacional, un recorrido por las escaramuzas laisequianas en el borde contracultural de los años 80: sus participaciones en las revistas de Tom Lupo, su travestismo en Alfonsina, sus apariciones fugaces en las vidas y performances de Liliana Maresca, Batato Barea, Marcia Schvarz y los hermanos Dreizik, el inicio de su taller literario en la librería Gandhi y otros pasos más del gigante de casi dos metros que alguna vez rompió el techo del salón literario para sacar su cabeza y gritar para quien quiera oírlo de “Tecnocracia. Monitor. Triunfo”.
29 de abril 2023