Sergio Bizzio es una figura esquiva, difícil de situar en el mapa de la literatura argentina actual. Pese a haber escrito nada menos que dieciséis novelas (alguna de ellas sobresalientes, como por ejemplo Rabia, Aiwa o Era el cielo), cinco libros de cuentos, tres de teatro, cinco de poesía, más haber filmado cuatro películas, grabado tres discos y participado como dibujante en la última muestra del grupo Mondongo, su figura no tiene la centralidad que acaso merecería. Si bien es reconocido por la crítica y sus pares como un narrador extraordinario, y muy lentamente ha ido cosechando un discreto club de lectores fanáticos, recién ahora su nombre pareciera querer despuntar. Quizás se deba, en parte, a que Bizzio es un escritor de bajo perfil, renuente a adoptar para sí cualquiera de las estrategias con las que se suele formatear la figura de un autor. No escribe ensayos programáticos ni intervenciones puntuales en la prensa, no polemiza con sus pares, no apela a la corrección política ni a la incorrección, no postula ni pontifica, ni opina ni declara a favor o en contra, y en las entrevistas, por cierto escasas, se limita a hablar de su trabajo, absteniéndose de enunciar proclamas altisonantes. En consecuencia, claro, su figura tiende a desdibujarse, dejando en el centro la presencia irradiante de sus narraciones. Si acaso hay una estrategia (implícita) en el modo en el que Bizzio interviene (sin intervenir) en la literatura argentina es esa: borrándose en favor de sus narraciones.
Exagerando los términos, podríamos decir que Bizzio participa de cierta invisibilidad. Y si recalco esta característica, señalando que se trata un autor que ha hecho poco y nada para hacer visible su figura en el campo al que pertenece, no es porque quiera ahondar en la singularidad de su (des)posicionamiento (motivo acaso de otra intervención), sino porque me interesa ver como ese borramiento de su persona opera hacia el interior de su obra, una obra por eso mismo jugada como pocas a una autonomía extrema de la ficción.
Bizzio en su escritura se cuida de permanecer invisible, e incluso podríamos agregar que mudo. No “dice”, o al menos eso intenta. Replicando el ascetismo con el que se (des)pronuncia en público, en su escritura evita en lo posible intervenir, desligando a la narración de todo propósito que lo involucre. No escribe para expresarse, y mucho menos para autoafirmarse. Lo que le interesa es narrar. Su placer pasa por ahí, por ser el vehículo, y a la vez el viajero, de una narración, a la que le prodiga (poniéndose a su disposición) su tiempo y su oficio. Un claro ejemplo de este modo elusivo de proceder es La pirámide, su nuevo libro de cuentos, editado recientemente por Blatt & Ríos.
Más que libros de cuentos, los de Bizzio parecieran ser discretas constelaciones de relatos breves, agrupados por algún característica empática. En el caso de La pirámide, los tres cuentos que lo componen coinciden en relatar las peripecias de un sujeto expuesto a una circunstancia extraordinaria:
. Darlis, el protagonista de “La mancha”, tiene un encuentro del tercer tipo en el baño de su casa, y lidia el resto del día, en medio de las circunstancias habituales de su vida anodina (la tensa relación con su vecino, la vistita de sus hijos, su trabajo en una oficina) con esa presencia inesperada.
· El protagonista de “Mini”, toca “la tecla equivocada” y se encuentra repentinamente, y sin que nadie salvo él perciba el trueque, ocupando el lugar del esposo de una vieja amiga de su mujer, que a su vez ha ocupado su lugar.
· Y en el caso de “La pirámide”, la momia que lo protagoniza, repentinamente despierta de su sueño eterno, para descubrir que es imposible salir de la pirámide dentro de la cual se encuentra, porque ella misma (cuando era el faraón), temiendo la intromisión de posibles saqueadores, ha ordenado a los constructores que la hicieran inviolable.
El suceso extraordinario (el encuentro cercano en “La mancha”, la trasmutación en “Mini” y la resurrección en “La pirámide) se expone de entrada, y el relato en cada caso consiste en dar cuenta del modo en el que el protagonista lidia con esa circunstancia. Contraponiéndose a la naturaleza sobrenatural del inicio, el relato minucioso de sus consecuencias se atiene a un estricto realismo, atento la consecución lógica de los acontecimientos. En el contraste y la atenuación del disparate se abre la posibilidad de la narración, que de lo contrario acabaría naufragando en el mero chiste. Todo se juega en el equilibrio de los elementos, dosificados en este caso con una destreza, un ingenio y una sensibilidad particularmente afinados. Bizzio siempre está equilibrando los tantos en favor de la narración, y eso es lo que lo convierte en un narrador relevante.
Ilustración de Juan Carlos Comperatore
El esquema narrativo de estos tres cuentos es el mismo que el de La metamorfosis de Kafka. Un arranque que da cuenta de un suceso extraño que le ocurre al protagonista (el despertar del pobre Gregorio Samsa convertido un monstruoso insecto), y el consiguiente relato de las consecuencias de ese percance en su vida cotidianidad. Pero el modelo de La metamorfosis sólo es pertinente a condición de que no leamos la novelita de Kafka en clave alegórica, y de que, por el contrario, la valoremos según recomienda Aira en el prólogo a su traducción:
“Según testimonio de un amigo suyo, Kafka consideraba humorístico este relato. Y en efecto, ¿cómo podríamos considerarlo trágico, o siquiera patético? ¿Acaso alguien se ha trasformado en insecto alguna vez? Sólo podríamos tomarlo en serio si lo aceptáramos como símbolo o metáfora, y sabemos que Kafka detestaba las metáforas y los simbolismos. Aunque no lo supiéramos, su obra lo está diciendo, y La metamorfosis en primer lugar. Esta transformación en insecto no es algo que le pase a la gente, no es un “caso”, algo que haya que explicar. Es algo que pasó una sola vez, lo que los astrofísicos llaman una “particularidad”, como el Universo. Con ella no se puede hacer otra cosa que contarla”.
La cita cabe como anillo al dedo a los tres cuentos de La pirámide, tanto que podríamos especular (alucinando) que Bizzio los escribió luego de leer el prólogo de Aira, cediendo a la tentación de acoplarse al programa de Kafka. Lo hizo, claro, ateniéndose a su ética narrativa, es decir desentendiéndose de toda implicación biográfica (todavía presente en la novelita de Kafka), y extremando al máximo la autonomización del relato.
Su método de producción (según lo enuncia en una entrevista) es elocuente al respecto:
“Yo no tengo una historia en la cabeza cuando empiezo a escribir. Por lo general empiezo por una frase, por una escena, y después los personajes, si es que hay personajes, encuentran su lugar en la historia, si es que hay una historia”.
O sea: más que “crear” una historia, Bizzio la transita, la descubre y la interpreta, entregado a la dinámica que proponen sus elementos. Se concentra sobre todo en narrarla lo más clara y fluidamente posible. En este sentido, su trabajo en estos tres cuentos es ejemplar. Su escritura, articulada en una plasticidad y una gracia sin fisuras, es austera en el mejor de los sentidos: dice lo justo y necesario que precisa cada historia. Concentrada en la visualización de las distintas escenas y atenta a los detalles, jamás cobra protagonismo a través de la jactancia estilística o la pirotecnia verbal. Su rigurosa política de moderada funcionalidad no da lugar ni siquiera a la presunción de un “estilo”.
Sergio Bizzio es un narrador amable, cuya escritura, transparente y precisa, nada impone. No se le ven los hilos (personales) sencillamente porque no los ha tendido, y su gran mérito es ese: ausentarse para que la historia pueda liberar su potencia. Esto se traduce para el lector en una experiencia gozosa, presente en La pirámide en tres pequeñas dosis, tan singulares como sustanciosas. Por su encanto imprevisible y su fe inquebrantable en la narración, este pequeño libro (amable incluso en su dimensión) es un discreto suceso feliz.
17 de Julio, 2019
La pirámide
Sergio Bizzio
Blatt & Ríos, 2019
68 págs.