La pizarra mágica, de Virginia Cosin, es un libro de memorias. Pero no solo de memorias. Es un libro de muchas cosas, en realidad. Un libro que, en una suerte de operación bicéfala, yendo de un lado a otro, del pasado al presente, y viceversa, recoge anécdotas, hilachas, esquirlas de memoria para luego ponerse a reflexionar sobre ellas. Un “ejercicio de retrospección”, como dice la misma Cosin por ahí. Y, también, como una consecuencia no buscada de ese ejercicio, una suerte de ecce femina: un libro del cómo se llegó a ser esa mujer que se es.
Un libro de una montajista, por otro lado, el de Cosin. Patchwork, palimpsesto, “pizarra mágica”, mezcolanza (“la discusión ficción o no ficción, literatura del yo o no yo, me resulta inconducente, a veces absurda, un gran malentendido”), menjunje (una de las palabras favoritas de Cosin). Retazos cosidos por un hilo narrativo tambaleante, “ensayístico”, lleno de saltos de eje, interrupciones, detenimientos, que en las evocaciones adquiere el tono de la voz hablada. “Me atrae todo lo que sea recorte, yuxtaposición, empalme de fragmentos. Los bordes que no coinciden, el relieve, el espesor de los materiales, el efecto de roce de las coyunturas, el encuentro entre un límite y otro. Lo que se contradice. La escritura del margen y de la diáspora, la ausencia de jerarquías, los desniveles”.
Texto híbrido, múltiple, entonces, de pasajes, La pizarra mágica. De pasajes escritos calamo currente, podríamos decir, si no supiéramos que Cosin es, a la hora de escribir, una flaubertiana que roza lo enfermizo, una correctista obsesiva de sus propios textos –y despiadada, sobre todo despiadada (“la mejor autocrítica es el hacha”, decía Juan Rulfo). La voz: “quisiera ser espontánea, fresca, natural”. Los clásicos límites que nos impone el lenguaje y que configuran nuestro mundo. El Ideal que, por más que no lo reconozca, todo escritor lleva adentro, como un chip. Una auténtica cárcel. Sobre todo para algunos. A cada cual sus taras. Cosin, a sabiendas o no, resuelve la cuestión de ese pesado corset –la del ojo hostil– recogiendo ese guante que dejó tirado por ahí (no me acuerdo dónde) Héctor Libertella: “Hay que corregir mucho para que parezca espontáneo”. Esa es la huella, creo, que sigue la escritura antinatural de Cosin: quitarle una y otra vez al lenguaje sus colgajos fraudulentos. Todas las imposturas. Todo lo que miente, lo que no es verdadero. Todo aquello que el lenguaje, siempre autoritario, nos obliga a decir. Casi siempre sin que nos demos cuenta. Huir a toda costa “del estereotipo, de la buena conciencia, de la ideología, de las opiniones, del juicio, de la moral”. Una batalla perdida de antemano, como se sabe, pero que, no por eso, todo escritor que no haga la plancha está obligado a dar. “No aceptamos ser derrotados por el lenguaje. Continuamos intentando” (Francis Ponge). Testarudamente. Y quizás un poco estúpidamente también. El limae labor et mora horaciano, así, como un imperativo, un dictum que es imposible no acatar. Pero también como una de las bellas artes. Y como una maldición, claro.
Vuelvo a La pizarra mágica. Recuerdos, decía, “relámpagos de memoria” a través de los cuales se dibuja un yo huidizo, cambiante –por momentos cómico, por momentos melancólico–, menor. La minoridad es muy importante en este tercer libro de Cosin. No tanto la minoridad en el sentido ya tópico, del que se ha abusado hasta el hartazgo, sobre todo en el ámbito académico –la literatura menor, el devenir menor, etc.–, sino en el recorte de lo que se ha decidido mostrar: las imposibilidades, los miedos, las inseguridades, los defectos, etc., antes que las virtudes, los logros o las certezas. Ninguna ostentación, ningún diploma. “Me convenzo de que soy, simplemente, vaga. Parece que lo que me cuesta es esforzarme”; “No tengo, como se dice, iniciativa. Si no me indican qué hacer no se me ocurre nada”; “Me gusta no hacer nada. Y que no haya nadie para atestiguar mi improductividad y mi desidia”. “El yo cubierto de mierda”, decía Céline en relación con su “lirismo cómico”. Cosin no lo diría de ese modo; pero el programa es más o menos el mismo: escribir contra lo mejor de uno, mostrándose bajo una luz que no nos favorece. En ese gesto reside uno de los grandes hallazgos de estas memorias. “Una autobiografía no es confiable al menos que revele algo vergonzoso”, escribió Orwell.
Algo sobre la lectura, para terminar. Porque la lectura –las distintas experiencias de lectura, los modos de leer, los libros leídos, etc.– puntea como un leitmotiv el libro de Cosin. La lectura como un elemento clave en la configuración de esa mujer que se es, de ese yo que escribe. Por un lado, un salvavidas para paliar el naufragio emocional de los años juveniles (los años de formación de la artista adolescente), y por otro, ya en la madurez, una práctica-doctrina (“Creo en la lectura”) que apuntala los modos de ver e interpretar el mundo. “Mi método”, escribe Cosin en relación con la lectura, “consiste en no tener método, en la deriva y también en la insistencia”. Una disposición, así, que no parte del desinterés sino del compromiso, “el compromiso amoroso, el compromiso y la entrega del amateur”. Ese amateur algo torpe, apasionado, que, como escribió Max Beerbohm con respecto a James Whistler, no sabe cómo hacer las cosas ya que no tiene “un sistema premeditado, preconcebido, y teniendo un constante miedo a fracasar, tiene siempre que ir a tientas por los repliegues de su propia alma para encontrar lo que su alma quiere expresar”. De ahí que su trabajo, a diferencia del trabajo del “profesional”, tenga, como el del librito de Cosin, “una cualidad más fresca y más personal”, y una 'terminación', si no más pura o acabada, sí mucho más viva, más lozana, y por ende más bella.
29 de noviembre, 2023
La pizarra mágica
Virginia Cosin
Vinilo editora, 2023
96 págs.