Durante la etapa final de su vida, Louanne Self fumaba un cigarrillo tras otro. Dormía poco, mal, y era frecuente encontrarla recostada en el suelo de su habitación antes de que despuntara el día. Con la paranoia susurrándole al oído, gritaba a viva voz a mitad de la noche, contra todo y todos. Conversaba, gustosa, con la Virgen María y, tal vez, con el Mago Merlín. Muy probablemente, con Carl Gustav Jung.
Claro que Loaunne no fue únicamente este previo y calamitoso encadenamiento de acciones sórdidas, destructivas, psicopatológicas. Entre otras cosas, fue también, y fundamentalmente para nosotros, la madre de uno de los grandes cuentistas norteamericanos actuales, Donald Antrim (1958, Florida). Y a quien le debemos, en parte, el libro autobiográfico que Chai, con la delicada traducción de Matías Battistón, acaba de publicar: La vida después.
En la tradición que anuda literatura y duelo, Antrim comienza a escribir La vida después a partir de la muerte de la madre; y con ella, con su muerte, comienza el primer capítulo del libro y el inicio de una singular búsqueda: la de una cama. Muerta Louanne en una casa oscura, con tanques de oxígeno a su lado, y en una penosa cama de hospital, el narrador, compulso, se obsesiona en conseguir la indicada para él: cómoda, mullida, de tamaño y materiales idóneos. Sólo una cama así, fantasea, le brindará un espacio confortable y seguro. Sólo así podrá saber, afirma, quién es él y cómo seguirá con su propia vida después de la muerte de la madre.
Los siete capítulos del libro pivotan alrededor de los vínculos del narrador con los familiares y los “efectos” que han causado en él. En primer lugar, desde luego, la madre. Y, en un grado menor, su tío paterno, su (desdibujado) padre, sus abuelos maternos. Si, como sostenía el hoy ninguneado Sartre, un hombre es lo que hace con lo que hicieron de él, Antrim despliega en su escritura, en las idas y venidas de su memoria (hecha de recuerdos llanos, de hipótesis, de imaginación), los intentos por erigirse como un ser independiente, capaz de producir los cortes necesarios para funcionar socialmente de un modo más o menos saludable.
Aunque esto, claro está, no resulte tan sencillo.
Sobre todo cuando la crianza, lesionada sin ton ni son por las interminables y etílicas discusiones paternas, deja heridas prácticamente imposibles de sanar. Sobre todo cuando la madre, sistemáticamente, luego de pelear con el marido, llega al umbral del cuarto del niño Donald completamente borracha, y le espeta, desde allí, sus fallas como hijo y como miembro de la familia. O cuando se es testigo en plena noche, desde el rellano de la escalera, de la llegada de un amigo de la familia, de voz cavernosa, que ingresa a la casa y deja un revólver sobre una mesa ratona. Ya que están peleados a muerte, les dice a los padres, ¿por qué no ponen un fin lógico al asunto?
Es sabido que el elusivo Antrim, reacio por lo general a dar entrevistas, ha tenido sus cuitas con el alcohol y el suicidio. De hecho, el año pasado publicó One Friday in April, un libro autobiográfico que abre con su último intento por quitarse la vida. El suicidio no es simplemente un acto, una elección, una decisión, o un deseo, escribe allí, palabras más palabras menos. Es una larga enfermedad, con sus orígenes y traumas, ligados al aislamiento, a la violencia, a la pérdida del hogar y de la pertenencia.
En algún sentido, La vida después puede leerse como la novela que Antrim se cuenta a sí mismo (y a los otros) sobre la configuración de su identidad personal y familiar. Un buceo por los acontecimientos y vínculos que lo han llevado a ser quien es, a actuar de un modo determinado. “Tenía la impresión de que nuestra familia –escribe en La vida después– estaba guiada por un destino sombrío, incomprensible. Pero no era incomprensible, y no era el destino lo que nos guiaba. Era el alcohol”.
Este no es, sin más, el libro de un alcohólico, de un depresivo o un suicida. Alcohólicos, depresivos y suicidas, lamentablemente, hay miles y miles. Escritores como Antrim, probablemente, unos pocos. Su prosa, afecta en ocasiones a subordinadas o a breves digresiones, acusa la solidez de la potencia. Una potencia regida antes que por los hechos autobiográficos que sustentan al texto, por la intensidad como efecto de una escritura que sabe, a su vez, y muy inteligentemente, dotar de humor alguna que otra escena absurda, espamentosa, o francamente traumática.
A veces hablo con mi madre muerta, dice Antrim. Lo hago, desde luego, y como se debe, en voz baja. Le comento qué ha ocurrido de nuevo en mi vida, le informo sobre algún asunto que me incordia, que me angustia. Pero fundamentalmente, hablo sobre asuntos que dejamos pendientes.
¿Qué hacer, entonces, con lo que han hecho de nosotros? Con lo que hizo un padre incapaz de comunicarse, un tío patético, y, sobre todo, una madre tóxica y enfermiza. Hacer, con todo eso, literatura, diría, tal vez, Antrim. Para convertirse uno en escritor, para lanzar al viento un libro como este y confiar en que sea el modo de resolver, de una vez por todas, aquello que, por definición, no puede ser resuelto.
25 de mayo, 2022
La vida después
Donald Antrim
Traducción de Matías Battistón
Chai, 2022
208 págs.