Podríamos encontrar en la filosofía una analogía con los laberintos: lo importante no solo es poder entrar, sino también salir. No entrar completamente a un libro, guardarse una distancia crítica respecto del pensamiento que despliega, equivale a no llegar al centro del laberinto. Perdemos lo que podría haber estado allí esperándonos. Pero también lo contrario, si una vez adentro no logramos salir, quedamos atrapados en sus planteos; repetidores mudos de un pensamiento que se mantiene tan ajeno como antes de entrar en él. Por eso, a la filosofía, como a los laberintos, debemos entrar con una estrategia doble; un hilo de Ariadna que mantenga el contacto entre el adentro del pensamiento (la con-sistencia) y el afuera que lo suscita (la ex-istencia).
Pero por supuesto, existen múltiples modos de tal estrategia. Ese hilo muchas veces lo encontramos en las metáforas que pueblan los textos. En este sentido es que el filósofo alemán Hans Blumenberg se interesó especialmente por las metáforas. Entendió que eran algo más y algo menos que los conceptos: menos, porque funcionan como el ambiguo acercamiento a una idea que en su origen es apenas intuición, hasta que sucesivas capas de determinaciones las conviertan en conceptos; pero también más, porque las ideas que las metáforas expresan pocas veces transigen la univocidad, y desbordan, generosas de sentido, las determinaciones impuestas.
En este punto puedo abordar el motivo de estas líneas, que es proponer una táctica (apenas una hipótesis de lectura) para poder entrar, pero también salir, del nuevo libro del filósofo francés Eric Sadin, La vida espectral. Pensar el metaverso y las inteligencias artificiales generativas (Caja negra, 2024). Se trata de entrar al libro, a sus problemas, temáticas y conceptos tomándonos en serio el camino que señala la metáfora de su título: la relación entre vida y espectralidad; pero también, siguiendo el hilo de esa metáfora, poder salir del laberinto interminable de sus descripciones.
El libro comienza invocando la fantasmática figura de Hamlet. Una vida vaciada, absorbida, por la aparición del espectro que le exige un sacrificio. Como es sabido, Hamlet obedece y duda. Su vida, su futuro, se drenan en esa duda metódica o método dudoso, que conduce a la muerte y al fin de su dinastía. Pero la evocación de Sadin no llega hasta la tragedia, se detiene un paso antes. Hamlet es ahora metáfora de nuestra relación con los algoritmos, de esa espectralidad que desdibuja nuestra vida. Pero no lo hace trágicamente, sino de modo amable y metódico: disminuyendo nuestra capacidad de dudar. Y por eso obtura toda moral de lo concreto, pues esta solo es posible donde la significación no va de suyo. Por esto la vida algorítmica (o espectral) no se centra en la obediencia, sino en el automatismo; solícitas pantallas que nos saturan de sugerencias a las que no podemos rehusarnos, porque el rechazo es parte del sistema binario de la sugerencia: aceptar/ rechazar.
A este totalitarismo de la sugerencia que nos gobierna obedeciéndonos Sadin lo llama “giro conminativo”. Consiste en que la espectralidad no determina tal o cual gusto, consumo, gesto o conducta, sino que produce, en esa sumatoria ciega y estadísticamente fundada, un totalitarismo de las sugerencias. Es cierto que para este modo de vida Sadin no habla de totalitarismo, pero el entero orden del libro no hace otra cosa que describirlo: la relación “fractal” entre cuerpos, sociedad y tecnología, el modo en que el tecno-liberalismo ocupa y ordena los cuerpos, los hace fluir o los fija, exacerba sus capacidades o las sustrae para proyectarlas, aumentadas e irreconocibles, en el automatismo total. Cuerpo, sociedad, tecnología serían los círculos concéntricos de un autómata totalitario. Ante esto, Sadin propone y opone la revitalización de una moral concreta, mínima –provisional, si se quiere– que pueda desoír el desafinado canto de sirenas de los comités de ética que las propias empresas estimulan, proponiéndose como jueces morales en causa propia.
Pero al transitar los caminos que el libro nos propone podemos sentir que las descripciones se parecen, que hemos pasado una y otra vez por el mismo sitio. Y no porque el libro se repita, sino porque lo que repite es nuestro presente que el libro intenta reflejar. Pero entonces cabría preguntarnos: ¿No será que la incesante descripción/anticipación de esta vida espectral termina ocultando u obstruyendo su propia comprensión? ¿El método de la descripción y el reflejo de la realidad, no es acaso un modo de la espectralidad?
En este punto es que la metáfora del espectro puede reorientarnos hacia una salida tentativa a la acumulación descriptiva. A mediados del siglo xix Ludwig Feuerbach señalaba: “Los espectros son sombras del pasado. Nos devuelven, necesariamente, a esta pregunta: ¿qué fue alguna vez el espectro, cuando era aún un ser de carne y de sangre?”. Esta es quizás la cuestión que no debemos rehuir. ¿No será que la vida algorítmica y sus espectros más que interrogarse desde la historia de la técnica deben someterse a juicio desde la historia del capital? ¿Y para comprenderlo, no deberíamos preguntarnos con urgencia qué era este espectro cuando aún era un ser de carne y de sangre?
14 de agosto, 2024
La vida espectral. Pensar el metaverso y las inteligencias artificiales generativas
Eric Sadin
Traducción Margarita Martínez
Caja negra, 2024
240 págs.