El estigma comercial que cargan rótulos como historieta y cómic hace que parezcan inadecuados para hablar de El Eternauta. Podríamos eludirlo apelando a fórmulas más pedantes como “novela gráfica” o “cine dibujado”, pero aun así no alcanzaríamos a dar cuenta de esa única conjunción entre la narrativa y la gráfica que logró El Eternauta.
La saga concebida por Héctor Germán Oesterheld (1919-1979) e ilustrada por Solano López y Breccia se destaca de la enorme y desigual producción de su autor. Quizás se diga que pudo haber sido una gran novela o una gran película, pero con el formato de historieta le ha alcanzado para resistir a todas las relecturas.
Al volver hoy sobre El Eternauta no podemos desconocer el terrible curso que tomó la vida de Oesterheld, que pasó de imaginar historias de aventuras a vivir la peor tragedia argentina del siglo pasado. La dictadura arrasó con su familia y se llevó nada menos que diez vidas: la de Héctor, sus cuatro hijas, sus yernos y sus nietos aún por nacer. Todos dieron sus vidas en aras de una causa en la cual sus propios líderes ya habían dejado de creer.
Pero aunque Oesterheld no hubiese elegido entregarse al voluntarismo revolucionario y no hubiese perecido en manos de sus carceleros no dejaríamos de volver sobre su obra: uno de esos privilegiados momentos en que la historieta se volvió literatura.
La conjunción de la historieta con la ciencia ficción, dos géneros despreciados en su tiempo, privó de reconocimiento a El Eternauta durante mucho tiempo. Los críticos recién comenzaron a mostrar interés en él cuando los géneros “populares” se volvieron respetables para la Academia, y vino a coincidir con el momento en que otros rescataban a su autor como emblema ideológico.
El trágico final de Oesterheld pareció darle resplandor profético a su obra, que muchos quisieron releer como una profecía de la dictadura, pero es muy difícil que pensara en eso a la hora de escribir la primera versión de la historia. El hecho de que en algún momento fuera apropiado por una facción política no le añade ni le quita nada a su obra. A Cervantes, Byron o Bierce no los recordamos por haber sido combatientes sino como escritores.
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En los años Cincuenta, las fantasías de invasión extraterrestre no eran desconocidas para el lector argentino. El cine y la televisión norteamericanos abundaban en ese tipo de relatos apocalípticos, acordes al clima de la Guerra Fría y el temor a una nueva catástrofe.
En la ficción, la Tierra venía siendo invadida desde que los marcianos arrasaran Londres en The War of the Worlds (1898) de Wells. En vísperas de la segunda guerra mundial Orson Welles había teatralizado esa historia, provocando el pánico. Acabada la guerra, el nacimiento del mito Ovni vino a darle actualidad con películas como The Day the Earth stood still (1951). Cuando, en 1953, el cine rescató la novela de Wells, la invasión ya había pasado a ser un género.
El mundo acababa de salir de una guerra mundial donde se habían visto armas y catástrofes inéditas. Al temor a una posible guerra nuclear, se sumaba la posibilidad de que ésta fuese interplanetaria, si era cierto que los “platos voladores” eran la vanguardia de una invasión. El pánico suscitado por Orson Welles probaba que los escritores de ciencia ficción habían grabado esa idea en el imaginario estadounidense.
En la posguerra el cine, la música y la literatura popular norteamericana alcanzaron la mayor difusión posible en todo el mundo. La ciencia ficción genérica, que comenzaba a imponerse en Europa y en los países del bloque occidental, no sólo exportaba los valores norteamericanos sino también sus obsesiones. El miedo ahora giraba en torno de la Bomba, pero en las ficciones hasta ésta resultaba ineficaz contra los extraterrestres.
La recepción de la ciencia ficción norteamericana en la Argentina se dio en ese contexto, y Oesterheld tuvo bastante que ver con eso, siendo editor de Más allá, la única revista dedicada al género. Sus lectores ya estaban familiarizados con los escenarios de invasiones y guerras interplanetarias. Pero hasta entonces todo solía ocurrir en los Estados Unidos y al final los norteamericanos siempre salvaban al mundo.
El efecto que produjo El Eternauta en la primera generación de lectores fue peculiar: les hizo sentir que ni siquiera Argentina, el país que había acogido a las víctimas de dos guerras, podía estar a salvo de una tercera. Aquí la invasión arrasaba con Buenos Aires, destruyendo emblemas como el Congreso, la cancha de River, las barrancas de Belgrano y el colectivo 60. Esto no era Nueva York ni Washington: era Buenos Aires, el paisaje cotidiano de muchos lectores. Este contexto global que consideraban irrelevante los que estaban construyendo la lectura política del Eternauta.
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La historia de El Eternauta apareció en 1957 en la revista de historietas Hora Cero, creada y dirigida por Oesterheld. Conociendo la premura con que éste componía sus guiones, lo más probable es que su redacción datara apenas del año anterior.
La producción que se veía forzado a mantener Oesterheld para cumplir el sueño de ganarse la vida como escritor, era muy variada. Abarcaba desde los cuentos infantiles de Gatito hasta los artículos de divulgación científica y los guiones de historietas de aventuras bélicas, western y ciencia ficción. El Oesterheld de entonces tenía menos de cuarenta años; el compromiso político recién le llegaría más tarde, de la mano de sus hijas.
Es posible que las raíces de El Eternauta haya que buscarlas en Más Allá, la primera revista de ciencia ficción del mundo de habla hispana. Más Allá de la ciencia y la fantasía nació en 1953 como versión argentina de esa Galaxy Science Fiction que tres años antes había fundado H.L.Gold en Nueva York. En su mejor momento Galaxy llegó a publicarse simultáneamente en Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Alemania, Italia, Holanda, Argentina, Finlandia, Suecia y Noruega. Muchas de estas publicaciones no tardaron en asumir cierto perfil local y Más Allá se argentinizó, comenzando por su título, que era un homenaje a Horacio Quiroga.
La revista no daba a conocer cuál era su staff. En su última etapa la condujo un periodista que no sentía demasiado apego por el género y pasó a dirigir una revista de modas. Cabe pensar que Oesterheld había tenido a su cargo la dirección de Más Allá durante su mejor época. Si formalmente no tuvo el título de director, su mente parece haber sido la que estaba detrás de todo.
La presencia de Oesterheld en Más allá es importante para la historia del Eternauta, por más que no sea habitual mencionarla. Una acabada investigación sobre la tragedia de su familia1 registra minuciosamente toda su labor como historietista, pero apenas menciona que colaboró con “la revista Más Allá, de ciencia ficción, donde escribía artículos y notas científicas.” En cambio, se habla mucho de Cinemisterio, una revista de historietas y fotonovelas que también publicaba la Editorial Abril. En sus últimas entregas, Cinemisterio había incluido algunos cuentos de ciencia ficción, ilustrados por el húngaro Hugo Csecs, que volvieron a aparecer en los primeros números de Más Allá, cuando ésta la sucedió.
Ilustración de Juan Carlos Comperatore
Oesterheld también había sido la estrella de la revista Misterix, donde había publicado dos grandes historietas: El Sargento Kirk y Bull Rockett. Con esta última se había apropiado de todo el imaginario de la ciencia ficción estadounidense, entonces casi desconocida en Argentina, con los dibujos del italiano Campani y de Solano López, el futuro ilustrador de El Eternauta. En sus páginas abundaban los extraterrestres y las máquinas fantásticas, como el Tanque Invencible y el Murtor, una suerte de robot alienígena. Domesticado para hacer de enfermero espacial, el Murtor apareció por última vez en la tapa del nº5 de Más Allá.
Lejos de limitarse a traducir el material de Galaxy, Más allá seleccionaba los textos, decidía cuándo publicarlos y convocaba a autores y divulgadores científicos locales. El papel que cumplía Oesterheld no debía ser menor, porque la revista anunciaba desde la tapa del nº3 su cuento “Cuidado con el perro”, firmado con el seudónimo “Héctor Sánchez Puyol”. La sátira “Inocente Maquiavelo Reforzado” (nº 29) salió en cambio con la firma de “Héctor Oesterheld.” También sería suyo “Profesor particular” (nº4), atribuido a “Juan Fernández”, y muchos de los editoriales.
Los textos de Más Allá que pudieron influir en la génesis de El Eternauta aparecieron dos años antes. El primero era un cuento de autor argentino, que aportó la anécdota de la “nevada mortal”. El otro fue una novela de Robert A. Heinlein, que anticipó el clima de pesadilla del Eternauta.
El cuento argentino (“Saturnino Fernández, héroe”, Más allá nº27 de agosto 1955), era una humorada sin demasiadas pretensiones escrita por Ignacio Covarrubias, un periodista-estrella de esos años que se dedicaba a la política internacional.2
El protagonista era un periodista de Crítica que acababa salvando al mundo gracias al alcoholismo. La Tierra era invadida por extraterrestres que dejaban caer una nevada soporífera sobre las ciudades. Eisenhower y su esposa la veían caer desde la Casa Blanca, Bulganin y Molotov la contemplaban desde el Kremlin, y un piloto de pruebas perdía la vida tratando de alcanzar a los platos voladores que la arrojaban.
En Buenos Aires era verano y Saturnino Fernández, que estaba en el bar donde iba a emborracharse cuando salía del diario, se alarmaba a ver que estaba nevando sobre la Avenida de Mayo. Cuando un colectivo fuera de control subía a la vereda y chocaba contra un buzón, Saturnino intentaba llamar la atención de los parroquianos, pero descubría que el único que estaba en condiciones de escucharlo era otro borracho.
A las víctimas, que estaban en una suerte de coma, las rescatarían los alcohólicos, inmunes a la nevada. Fernández encabezaba la resistencia y al frente de un ejército de borrachos echaba a los invasores. Lo recordarían con un monumento dedicado el Apóstol de la Botella. El cuento de Covarrubias comenzaba igual que El Eternauta; de él la historieta sólo iba a retener el uso sugestivo del paisaje urbano porteño.3
La otra historia estaba en la novela Amos de títeres de Robert A. Heinlein, un autor familiar para los lectores de Más Allá. Sería una audacia pensar que Oesterheld lo hubiese conocido personalmente, pero sabemos que Heinlein pasó unos días de 1954 en Buenos Aires, fue entrevistado en Radio Nacional y conoció a Quinquela Martín. En sus memorias no paraba de alabar la belleza de la ciudad.4
Galaxy había publicado Amos de títeres en tres entregas en 1951, y ese mismo año había aparecido el libro, bastante abreviado. Esta debe haber sido la versión que publicó Más Allá en su nº 21 de febrero 1955.
La novela de Heinlein resultaba un tanto escabrosa para el gusto de la época, por más que la traducción argentina había sido expurgada de alusiones sexuales, comentarios anticomunistas y elogios a la droga. Lo que en cambio se había conservado intacta era una ominosa escena de tortura con picana eléctrica. Pero así como los sobrios desnudos de las ilustraciones resultaron “perturbadores” para algunos lectores, nadie fue capaz de objetar la tortura.
En la ficción la Tierra era invadida silenciosamente por unos seres diabólicos procedentes de Titán, una de las lunas de Saturno. Eran una suerte de babosas gigantes que se pegaban a la espalda de sus víctimas humanas y penetraban en sus cerebros por la nuca. No era una invasión frontal, sino una infiltración silenciosa, que volvía a todos sospechosos.
Si pensamos que Heinlein respaldaba al senador MacCarthy, la novela era casi una metáfora del macartismo: los invasores eran los comunistas que estaban minando la democracia por dentro. Más obvios serían los “usurpadores de cuerpos” del film Invasion of the body snatchers (1956) y aún más los de la serie televisiva The Invaders (1967-68), que llegaría diez años más tarde.
Si el macartismo y el mito Ovni contribuyeron a actualizarlo, el tema de una invasión insidiosa era mucho más antiguo. Estaba en el clásico Sinister Barrier (1939), que el británico Eric Frank Russell escribió a comienzos de la segunda guerra mundial o en The Brain-Stealers (1954) del no menos clásico Murray Leinster.
Lo que quizás estuviéramos viendo, bajo un formato de ciencia ficción, era el último avatar de un mito medieval: los íncubos y súcubos, esos demonios sensuales que seducían a los incautos. Igual que entonces, venían a justificar la caza de brujas como guerra justa contra los agentes del Mal: Heinlein hablaba explícitamente de posesión.
Los protagonistas de Amos de títeres y los de El Eternauta no podían ser más distintos. En el primer caso eran tres agentes del gobierno que defendían el orden con medios de excepción. En el otro, unos vecinos del conurbano bonaerense que luchaban para sobrevivir. El desenlace de las dos historias (la victoria sobre el invasor y el eterno retorno de la pesadilla) también era muy distinto. Pero aun así, las dos historias tienen algo en común.
Los invasores de Heinlein tratan de pasar inadvertidos y simulan que la vida sigue igual bajo su dominio. Como el parásito se oculta bajo la ropa, es difícil reconocer a los poseídos y se hace necesario imponer el nudismo; Heinlein era un decidido partidario de esta práctica…
Pero tampoco así era posible vencer a los invasores, porque su estrategia va cambiando a cada paso, y pronto aparecen los esclavos y los traidores. La única arma eficaz resulta ser, en la mejor tradición de Wells, el poder de los microbios patógenos. En las últimas páginas nos enteramos de que los invasores eran parásitos de los nativos humanoides de Titán que habían sometido hacía siglos. El final era “feliz”: los Estados Unidos, siguiendo su inveterada costumbre, se aprestaban a tomar represalias contra Titán.
En El Eternauta, en cambio, la pirámide del sometimiento estaba más cerca de la teoría de la dependencia, que en esos años estaban gestando los teóricos. Los invasores Manos vienen de más allá del sistema solar, y están sometidos a los Ellos, que son el Mal absoluto. Su fuerza de choque son los cascarudos y los gurbos, insectos y paquidermos a quienes manipulan implantándoles un dispositivo bajo la nuca, el mismo con el que convierten en autómatas a los humanos.
Más de una vez Juan Salvo y sus amigos son engañados por estos robots humanos, que pueden presentarse tanto con el aspecto de una muchacha desvalida (una idea que Philip K. Dick había usado en 1953) como haciéndose pasar por combatientes de la resistencia.
Los Manos son una raza de sabios estetas que han sido sometidos por los Ellos. No pueden hacer otra cosa que obedecerles, porque tienen una glándula que los mata si atinan a rebelarse.
Al descubrir que no pueden confiar en las potencias mundiales, que no vacilan en destruir Buenos Aires, Juan Salvo y sus amigos emprenden una desesperada resistencia. Pero cuando se esfuma la última esperanza, el ciclo se cierra y la historia vuelve repentinamente al punto inicial, antes de la nevada mortal. Es un recurso que Heinlein ya había usado en By His Bootstraps (1941).
Cuando Oesterheld escribió El Eternauta todavía disfrutaba de una feliz vida familiar y no se hablaba de revolucionarios armados. Casi veinte años más tarde, cuando ya estaba consagrado a la lucha armada y para la segunda parte de la historia Juan Salvo había mutado en montonero, Oesterheld quiso resignificarlo todo con estos términos: “Yo escribí sobre esa familia de clase media que a la noche se juntaba a jugar a las cartas y que de repente encuentra una causa mayor por la cual luchar. Y a mí y a mis hijas nos pasó eso mismo…”5
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Lo que vuelve más paradójica toda esta historia es el hecho de que un revolucionario de izquierda como Oesterheld se hubiera inspirado en la obra de un autor que estaba en sus antípodas ideológicas.
Robert Anson Heinlein (1907-1988) profesaba la ideología que en Estados Unidos se denomina libertarian. El término “libertario” (que aquí significa ácrata o anarquista) en el contexto norteamericano define a ese ultra-liberalismo individualista que tuvo por ideóloga a la escritora rusa Ayn Rand.
Heinlein, hombre de formación militar, fue uno de los pocos que antes de Hiroshima que imaginó las armas nucleares y recomendó utilizarlas en “Solution Unsatisfactory” (1941).6 Su novela Stranger in a Strange Land (1962) fue la obra en la cual dijo haberse inspirado el asesino serial Charles Manson. En Starship Troopers (1959) imaginó un Estado donde sólo los ex-combatientes podían ser ciudadanos, y en Farnham’s Freehold (1964) un mundo donde los negros se comerían a los hijos de los blancos. Sobre el final de su carrera, fue uno de los promotores de la Iniciativa de Defensa Estratégica de Reagan.
El perfil ideológico de Heinlein no dejaba de asomar en la novela que inspiró a Oesterheld, a pesar de ser uno un indomable individualista y el otro un cultor del “héroe colectivo.” Sobre el final de la novela de Heinlein se dice que la humanidad hará honor “a su bien ganado prestigio de ferocidad” y dejará a un lado el pacifismo para “volver a forjar los arados y hacer de ellos espadas”, porque “el precio de la libertad es la capacidad de luchar en cualquier momento y en cualquier circunstancia, con completo desinterés por la propia vida.” De no saber quién era su autor, quizás Oesterheld podía haber firmado una frase como esa.
Si se nos permite especular con una suerte de vidas paralelas, podríamos imaginar un Heinlein argentino que, en la confusión reinante se hubiera hecho montonero, teniendo el triste destino de Oesterheld. De haber nacido éste en el país del Norte, seguramente hubiera marchado contra la guerra de Vietnam, sin dejar de ganar premios y de vivir tantos años como Heinlein. Su Eternauta hubiera sido llevado al cine con éxito y ya iría por la tercera o cuarta sequel.
Pese a todo, la historia del Eternauta sigue conservando el poder de atraparnos en su mundo de siniestra ficción, signado por un terrible tiempo de violencia. Pero aun con su paranoia no dejará de ser irrepetiblemente argentino. Cualquier versión llena de efectos especiales puede resultarnos tan ajena como el Quijote de Pierre Menard.
Notas
- Fernanda Nicolini y Alicia Beltrami, Los Oesterheld .Buenos Aires, Sudamericana 2016
- Uno de sus hijos, Jorge Ignacio Covarrubias, hizo carrera en Estados Unidos y fue secretario de la Academia Norteamericana de la Lengua Española con sede en Washington.
- El cuento de Covarrubias debe haber tenido cierto éxito, porque cuarenta años más tarde conocí un ingeniero que, insólitamente, se llamaba Saturnino Fernández.
- La historia de este viaje, publicada en forma póstuma, se puede leer en R.A. Heinlein, Tramp Royale. New York, ACE Books, 1992.
- Nicolini & Beltrami, op.cit., pág. 250
- H.Bruce Franklin, War Stars. The Superweapon and American Imagination. New York, Oxford University Press, 1988)
13 de agosto, 2019