Las niñas del naranjel, el último libro de Gabriela Cabezón Cámara nos interna en la selva en la época de la Conquista de América, de la mano de un controvertido personaje histórico: la religiosa española Catalina de Erauso, popularmente conocida como la Monja Alférez, que durante el siglo XVI fue militar y escritora, y ocultó su identidad bajo ropajes masculinos. Prófuga de un convento y con diversos nombres y artimañas, Catalina recorrió España y llegó a América, donde vivió un sinfín de aventuras, que la convirtieron en un personaje legendario con cierta notoriedad.
Cabezón Cámara aprovecha el extravagante material que ofrece esta historia para crear una novela polifónica, en la que se entretejen diversas voces. Se trata de una suerte de rompecabezas en el que se van encastrando diferentes piezas/miradas, con un sinnúmero de referencias que revelan múltiples sistemas de creencias, en un contexto de enfrentamiento cultural sin precedentes, que cambió el mundo para siempre. Además del interés que produce la trama y de la maestría de la pluma de una de las más notables escritoras de la actualidad –sin temor a exagerar–, el aporte singular de Cabezón Cámara reside en la perspectiva sudamericana, en la exploración del experimento antropológico que significó el mal llamado Descubrimiento de América desde el epicentro mismo de estas tierras.
Es una novela de aventuras, una especie de bildungsroman –un relato de aprendizaje– que al estilo de la picaresca hace del personaje protagonista un “Buscón” –por citar a Quevedo– de oportunidades para la supervivencia. El texto se estructura a través de una dinámica tripartita: la escritura, el diálogo y un narrador omnisciente. En este entramado, la memoria y el relato de esos recuerdos ocupan un lugar de trascendencia. La antigua monja ahora convertida en Antonio, oculta en la selva –estación final de su larga travesía–, con dos pequeñas y desnutridas niñas indias y dos monitos, le escribe una extensa carta a su tía, aquella que la crío en el convento y de quien huyó hace más de treinta años sin poder despedirse. Allí le cuenta todas sus peripecias mientras reflexiona sobre los altibajos de la vida y sobre el acto mismo de recordar y de narrar: “¿Cómo vivimos lo que estuvo ahí sin que lo notáramos? ¿Es eso parte de nuestra vida? ¿Lo que dejamos pasar como si no hubiera existido? Lo que vemos hoy por primera vez mas sucedió hace cuarenta años, ¿lo vivimos? ¿Es verdad lo que estoy contándote?”. Esta carta es interrumpida con frecuencia por el diálogo subrepticio de las dos pequeñas niñas que no respetan el tiempo de la adultez ni la soledad de la escritura, y se expresan en forma jocosa en guaraní, con la mirada inocente de quien cuestiona todo una y otra vez. Esos “estorbos” actualizan en Antonio el recuerdo de la infancia: las niñas demandan no solo cuidado sino, sobre todo, canciones, cuentos, atención: “Decide que van a cantar todas las mañanas. Él les va a enseñar unas canciones en vascuence. Podría ser ésa su nueva vida”. El cruce entre la lengua de Antonio y la de las niñas y el peculiar tono cercano al siglo de oro español que asume la escritura de la epístola (“Y bajé la vista como habíasme enseñado que debía hacer una mozuela”), demuestran una vez más la extraordinaria capacidad y el talento de Cabezón Cámara en la exploración del lenguaje. El trabajo minucioso sobre la lengua permite configurar el entrecruzamiento de universos y cosmovisiones desde un posicionamiento que da cuenta de la complejidad de lo que se está abordando, lejos de los habituales clichés y las simplificaciones.
El maltrato hacia los indios –que serán los protectores de Antonio cuando se interne en la selva– remite sin dudas a todo tipo de marginación contemporánea: “Estos negros de mierda analfabetos, los civilizás, les enseñás a limpiarse el culo y cuando pueden, te la dan. Hay que matarlos a todos”. Así, la novela propone un permanente vaivén pasado-presente, ficción-realidad, América-Europa, que no escapa al divertimento jocoso: el pensamiento, las preguntas y la forma de hablar de las niñas tratando de entender las costumbres europeas y explicando las propias; las excentricidades del Capitán que se orina de risa escuchando fragmentos del Quijote y el uso irreverente de las referencias cultas y populares, combinadas en forma inesperada (“mi vida sería como una roca que cayera por una pendiente muy pronunciada. Veloz y a los tumbos –bruto, ciego o sordomudo– he vivido” o, más adelante, “Cómo explicar con palabras de este mundo que parte de sí un barco llevándolo”), despiertan sonrisas en quienes reconocen en estas páginas a Juan Moreira, a Pizarnik o a la inconfundible Shakira.
Las niñas del naranjel confirma una vez más la capacidad de una autora como Gabriela Cabezón Cámara para ofrecer un material profundo, surcado por múltiples capas de sentido, y muy cautivador en su apertura de un universo lejano y, paradójicamente, espejo, de la realidad que nos circunda. Una novela que permite abstraerse de la realidad para seguir de cerca las peripecias de personajes del siglo XVI, pero que sin embargo dispara continuamente alusiones oblicuas para leer el mundo que nos rodea, acerca de la crueldad, la violencia y las infinitas formas del amor.
6 de marzo, 2024
Las niñas del naranjel
Gabriela Cabezón Cámara
Random House, 2023
256 págs.