Antes que el autor de más de una docena de novelas enardecidas –entre las que destacan Trastorno, Corrección o El sobrino de Wittgenstein–, antes que el autor de una ingente cantidad de relatos y obras teatrales, Thomas Bernhard es la acabada representación de una moral literaria. Que dicha moral presente los modales de la psicopatía no debería sorprendernos, puesto que el psicópata goza menos de la posibilidad de ejercer el poder e infligir algún tipo de daño que de ofrecerse como garante último de la ley (la razón, en otras palabras, siempre está de su lado); y precisamente el austriaco (tanto sus personajes como su figura pública, que no parecen tan distantes) ha tenido por costumbre endilgar a otro la responsabilidad del sufrimiento propio o general.
Sus mordaces diatribas –que presentan de manera insistente la corrupción del cuerpo en la enfermedad y la muerte, pero también una podredumbre que corroe por dentro tanto la ética personal como la conciencia bien pensante de la sociedad– no serían más que un vómito orquestado, una rancia queja de misántropo, sino fuera por sus frases extensas que, a fuerza de la repetición de ciertos patrones, producen un encanto musical. Un estilo reconocible de libro a libro que le ha granjeado cantidad de epígonos y otro tanto de detractores. “Sólo los mediocres buscan variaciones”, dijo. Nunca insistiremos lo suficiente en que ese estilo se debe en buena medida a la esmerada labor de Miguel Sáenz, traductor de casi la totalidad de la obra de Bernhard, cuyas versiones a nuestra lengua han influenciado a ejemplares tan dispares como Horacio Castellanos Moya, Alberto Montero o Sergio Chejfec.
Las posesiones ofrece un cariz menos urticante de Bernhard, acaso porque revierte sobre sí los entretelones de una comicidad asordinada. Se trata de dos piezas breves a propósito de la concesión de un par de premios literarios y en las que, más ampliamente, gravita el vínculo del escritor y el dinero. Incluidas originalmente en el volumen póstumo Los premios (que el autor dejara preparado antes de su muerte, en 1989), tanto “Premio de Literatura de la Libre y Hanseática Ciudad de Bremen” como “El Premio Julius Campe”, muestran los vericuetos a partir de un galardón imprevisto que, pudiendo salvar la temporada de privaciones de un escritor, pronto es despilfarrado en un imprudente arrebato.
En el primer caso, afligido por el tenor de la repercusión que había ocasionado su novela Helada (“desde los elogios más embarazosos hasta las críticas más malévolas”), Bernhard decide alejarse de la literatura, emplearse como camionero, irse a vivir con su tía y, luego, aceptar la invitación de esta a realizar un viaje a la montaña. No sólo la ciudad, tampoco el campo finalmente redunda en algún tipo de bienestar para el malogrado escritor. En el preciso momento en que la desdicha se hace más patente recibe la noticia de que le ha sido concedido un importante premio. No importa ya el reconocimiento que implica en términos literarios, sino el valor monetario en el que se traducirá y con el que podría resolver sus cuentas y sus cuitas. Pero de manera irreflexiva, endulzado por el agente de bienes raíces de ocasión y para desconcierto de su tía, Bernhard compra una propiedad. Una casa que no sólo está por encima del costo que puede pagar, sino que, además, presenta un considerable grado de deterioro. El hedor, la humedad, las puertas desvencijadas, los suelos de madera carcomida no representan, sin embargo, un obstáculo en la convicción del escritor, que se precipita a firmar la escritura. Episodios así, sumados al relato de la vez en que participó como jurado del mismo premio, y en el que se decidió galardonar a un autor que ninguno de los miembros había leído, traslucen un humor cáustico, alejado de la inquina antojadiza habitual en Bernhard.
En 1964, el autor de Tala vuelve a recibir un premio cuya remuneración en esta oportunidad derrocha en la compra de un auto lujoso, sin saber conducir y teniendo apenas dinero suficiente para pagar la nafta. Bernhard realiza con él distintos viajes hasta que un accidente destruye el auto y casi le cuesta la vida. Contra todo pronóstico, un abogado costoso consigue el resarcimiento económico del seguro y con ese dinero Bernhard vuelve a comprarse un auto igual.
Con sus maneras alusivas, Bernhard plantea en estas piezas que la escritura no tiene nada que ver con premios o las posesiones, pero que estos últimos siempre son bienvenidos. Sin la petulancia o el cinismo de aquellos escritores que parecieran ver en el dinero algo que no los concierne, sin tantas frases subordinadas y con un acento tragicómico, hay aquí un Thomas Bernhard un tanto más amable.
27 de marzo, 2024
Las posesiones
Thomas Bernard
Traducción de Miguel Sáenz
Prólogo de Andrés Barba
Gris tormenta, 2023
73 págs.