Un volumen pequeño, portable, para el bolsillo de la dama y la cartera del caballero ─en estos tiempos se me permitirá la inversión de una frase remanida─ es este primer libro de Facundo Basualdo (1986), Las ratas sólo aparecen de noche, publicado por la editorial Mil botellas dentro de su colección Brindis.
Yo celebro los libros así: esos que prometen un encuentro que puede dejarnos las ganas de más, o el alivio de que todo pasó rápido. Esos que te van a acompañar una tarde, un día a lo sumo, y que no precisan señalador o el vértice de una página brutalmente doblada. Esos que proponen una pausa, un descanso de las lecturas más prolongadas o de las que requieren de un ambiente de soledad y de recogimiento. Más aún esos que, a pesar o gracias a su brevedad, consiguen grabarnos la imagen de una estética y de un modo de escribir claramente definidos.
Ese es el logro de Basualdo en su primer libro. Instalarnos en la convicción posmoderna que convierte la fatalidad contingente en un drama necesario y lo inevitable ─me refiero a la muerte por supuesto─, en un evento ordinario y desprovisto de cualquier atisbo de trascendencia. Sin lirismo, apenas con las pinceladas exactas de frases breves ─a veces endecasílabos, como los títulos de sus dos primeros cuentos─, sin heroísmos ni resonancias épicas, este quinteto de relatos nos conduce por la superficie yerma de la vida cotidiana de personajes hondos en su simpleza, de una sencillez edificada con cimientos de rutinas mundanas o de odios y rivalidades absurdas. Pero aun así, en esa galería de protagonistas que resultan conocidos, casi familiares, tanto en la literatura como en la vida, algunas de las historias que se narran logran impactar como una trompada en el vientre, que te dobla, pero sin dejar marcas visibles o evidentes.
Casi una crónica, o un remedo de entrevista de un “docu-reality”, “Nadie viene de paseo al Hospital” nos introduce detrás de las bambalinas del Hospital de La Plata donde, dialogando con la narradora-periodista, Alberto Domínguez, el administrativo de Internaciones, desmenuza su autobiografía e insinúa, con retazos de historias que brotan de la voz de ese empleado público a punto de jubilarse, la lucha de la vida y la muerte en los pasillos, en las habitaciones y la oficina por la que pasan también quienes siguen su camino hacia la morgue.
En el cuento que da su título al volumen, Leo recibe de su padre la noticia de que su hermano está internado porque, en pleno delirio, creyó ver su habitación llena de ratas y comenzó a disparar. Masticando el recelo, la desconfianza que siente hacia su hermano, el narrador protagonista descubre una rata en su balcón, a la que bautiza Beatriz, y comienza a alimentarla como si fuera una inofensiva mascota. Mientras Leo repasa su soledad apática de vínculos deshechos asoma la tentación de ver en aquel roedor una alegoría o un símbolo; sin embargo, la rata está ahí como una presencia inevitable.
Madre e hijo en una tarde de playa, en un balneario que puede ser cualquiera de la costa argentina, se instalan entre la multitud de bañistas en “Muchos chicos se pierden”. Mientras Bautista, un pibe de 7 u 8 años entra al mar con sus flamantes amigos, Lorena se relaja y lee. De pronto, en un súbito descuido, el chico desaparece. Para quien tiene hijos ─Borges diría: para quien ha cometido la abominación de reproducir el número de hombres─, la situación recrea el atávico terror de perder a la cría. En esa búsqueda, y en la resolución del conflicto, se escenifican el impulso solidario que choca contra el sórdido egoísmo que generan las situaciones límite.
En “¿Para qué sirven las flores?”, un trío de muchachos, acompañados por un perro, se juntan a comer en un carrito. De fondo, salen los hinchas de la cancha y a su alrededor fluye la monótona vida de la barriada. Por capricho, deciden o se imponen el desafío, la picardía de escaparse sin pagar la cena y desatan el latente salvajismo que se anuncia en la recurrente música del relato: el tzú tzú tzú de la cuchilla contra la piedra que afila el Negro que dirige aquel comedor de los suburbios.
Luego de recoger una billetera en el piso de la terminal de ómnibus de Córdoba, un joven se dirige a un hostel para hacer tiempo antes de continuar su viaje a las sierras. Al llegar, decide cambiar su identidad por la del dueño de la billetera que ha encontrado. Así, el narrador se convierte en “Osvaldo Vigo”. Inmerso en la dinámica del hostel, entre otros extraños huéspedes, conoce a Greis, una porteña entrada en años que critica y desprecia todo lo que la rodea. Alienado por la verborragia, el flamante Osvaldo se obsesiona con la locuaz boca de Greis ─al igual que el narrador de “El corazón delator” de Poe con el ojo del viejo.
Como lamentable fondo o segundo plano, desfilan en casi todos los relatos los pobres, los nuevos inmigrantes, la disolución de los lazos sociales, la mezquina sociedad de la que formamos parte y que, en este libro, parece que sólo puede ser narrada con el sórdido realismo que se corresponde con una época de decadencia y que bosteza aburrida frente a los valores de otros tiempos.
Basualdo confía en la fortaleza de sus argumentos y en su prosa que rehúye de los alardes lingüísticos y de las pompas retóricas. En conjunto, leídos de corrido, los cinco cuentos me producen la sensación de que, antes que una unidad temática, que la contratapa fija en el tópico de la “pérdida”, Basualdo se afirma en la exploración de un estilo, en la búsqueda de encontrar un registro preciso para dar cuenta de nuestro presente.
6 de septiembre, 2021
Las ratas sólo aparecen de noche
Facundo Basualdo
Mil botellas, 2021
80 págs.