En 2017 irrumpió en el mercado editorial argentino la colección Lector&s, que la docente universitaria y escritora Graciela Batticuore dirige para el sello porteño Ampersand. Se trata de volúmenes encargados a reconocidas personalidades argentinas y latinoamericanas vinculadas con la escritura tanto de ficción como del ámbito de la investigación universitaria ─ámbitos no excluyentes, puesto que varias de las figuras que firman los textos se desplazan entre ambas prácticas─, quienes emprenden una labor retrospectiva para reconstruir sus trayectorias con la lectura. El volumen que firma Tamara Kamenszain (1947-2021) se titula Libros chiquitos y apareció en 2020, asumiendo la consigna con productiva singularidad, al sustraerse de la tendencia dominante a organizar los textos desde una cronología que se inicia con la reconstrucción de escenas de lectura de la infancia.
Sin eludir la primera persona ni las referencias a momentos vividos, Kamenszain opta por un itinerario más cercano a una suerte de antología personal, que procura organizarse por géneros ─siempre conectados con incesantes cruces─, comenzando por la poesía, aunque antes dedica el primer capítulo a asediar la noción de libros chiquitos que da título al volumen a partir de la producción contemporánea de escritoras más jóvenes. Esa idea sobre la pequeñez, que va complejizando el libro a lo largo de sus capítulos, no tiene un sentido estricto de extensión, sino que pondera un gesto ajeno a pomposidades, grandilocuencias y solemnidades, condiciones todas estas acaparadas por esa figura del vate que puede reconocerse en poetas como Octavio Paz. No se trata de negar a los popes de la literatura; en cambio, la poeta opta por labrar un itinerario que, incluso reconociendo nombres como los de Marcel Proust, Jorge Luis Borges u Oliverio Girondo, traba un vínculo estrecho entre literatura y vida en muy diversos niveles: la familia, la amistad, el exilio, el dinero. Así, lo autobiográfico se configura mediante un yo que organiza los recuerdos y las reflexiones, recortando escenas que configuran episodios donde la poeta compone una semblanza de sí, cuyos últimos retazos son momentos de libros compartidos con los nietos.
Libros chiquitos insiste, como hace explícito su autora en el primer capítulo, en la mutua dependencia entre lectura y escritura. Así, su práctica de escribir escaso se corresponde con leer escaso, idea que la autora vincula con lo que Macedonio Fernández decía acerca de la lectura de trabajo, aquella que consiste en “ver hacer”. Y, en efecto, la escritura de Kamenszain pone en escena esta labor al destacar, en los textos de terceros, aspectos que podemos reconocer en su propia textualidad. De Ensayos bonsái (2007) celebra el modo en que el poeta Fabián Casas consigue pasar, en la brevedad de una página, de T. S. Eliot a Luis Alberto Spinetta. Precisamente este tipo de derivaciones imprevisibles, que encadenan autores de épocas y tradiciones disímiles, es una operación constante en el libro de Kamenszain, cuyas múltiples bifurcaciones a través de textos variadísimos también remiten a la manera en que trabaja la crítica de arte y narradora María Gainza en El nervio óptico (2014). Esta novela se organiza a través de cuadros, a partir de los cuales se pasa a la vida de quienes los pintaron, lo que a su vez ofrece algún vaso comunicante para abordar experiencias de la propia narradora. Según Kamenszain, este despliegue de lo que se cuenta “no es compatible con la linealidad, pero tampoco con los saltos”, expresión mediante la cual la autora se refiere al libro de Gainza, al tiempo que habla de su propia forma de trabajar la escritura.
En efecto, a pesar de la construcción no cronológica, no se trata de capítulos que puedan leerse en cualquier orden: la reaparición de distintas nociones, que retornan para incrementar su densidad productiva, teje vínculos entre ellos; es lo que sucede con idea misma de libros chiquitos, así como varias otras esparcidas y retomadas en el texto (por ejemplo, su idea antitaxonómica promotora de una crítica a secas). Por otra parte, la unidad del libro se refuerza gracias a la mención, hacia el final de algunos capítulos, de asuntos que tratará el siguiente; como así también mediante oportunas enumeraciones que aglutinan nombres o ideas esparcidas en páginas anteriores, a la manera de ese procedimiento tan empleado en el barroco ─tendencia afín a la poética de Kamenszain─ conocido como diseminación y recolección.
Además de Casas y Gainza, Libros chiquitos concede un lugar relevante a colegas más jóvenes, entre quienes se puede destacar al poeta Mariano Blatt. A uno de sus poemas regresa Kamenszain, que duda entre buscarlo en el tomo impreso o en Youtube, plataforma que trae la voz del autor. Así, se habilita uno de los núcleos desplegados a lo largo del libro, que aúna, entre otras escenas, la crítica mordaz que el crítico y docente universitario Jorge Panesi le hizo a la poeta por el modo en que había leído sus versos en un recital o las disruptivas intervenciones escénicas de Batato Barea y elenco durante performances en el Centro Cultural Rojas en las que se reapropiaban de textos de Alejandra Pizarnik.
La disposición a eludir encasillamientos permite que, junto a escritores y escritoras más jóvenes, se evoque los más contemporáneos a partir de un nosotros, que no siempre explicita a quiénes alude, gesto que se articula con el persistente empleo del término generación. Pero la disolución de fronteras también auspicia el diálogo con quienes escriben tanto teoría como crítica, respecto de lo cual Kamenszain hace explícito su apartamiento del lugar común entre poetas y demás artistas que miran con desdén el trabajo académico; de hecho, la autora reivindica su paso por la carrera de filosofía ─abandonada a pocas materias de recibirse─ como sustento para leer poesía. Así, el diálogo se traba con múltiples interlocutores, sean extranjeros ─Roland Barthes, Gilles Deleuze, Julia Kristeva─ o del campo nacional: las críticas Irina Garbatzky y Adriana Astutti ─mencionadas gracias a sus sendos estudios, respectivamente, sobre Batato y sobre Osvaldo Lamborghini─, que se suman al recuerdo entrañable de Enrique Pezzoni y Josefina Ludmer. Sobre esta última autora, se destaca la labor renovadora en cierto modo de hacer crítica, al tiempo que se rememoran vivencias compartidas con tintes desopilantes como un curso sobre la Cábala, con lectura de tarot incluida. De paso, cabe señalar que la cuestión del judaísmo es otra de las constantes en la obra, elaborada con distintas modulaciones que no descartan la ironía.
El libro de Kamenszain no solamente transcurre a través de evocaciones en torno de la lectura y la escritura, sino que además trazan un perfil sobre las condiciones de posibilidad de ejercer una profesión de escritor. Solo en casos excepcionales se llega a vivir de las ganancias representadas por la venta de libros, excepcionalidad que crece quizás hasta la imposibilidad cuando se trata de volúmenes de poesía. Este es un aspecto al que Kamenszain atribuye una relevancia central, al punto de que titula la segunda parte de su libro “Leer por dinero”. Allí se refiere a experiencias como jurado de concursos literarios, así como de una demandante labor en calidad de asesora de casas editoriales.
Libros chiquitos constituye una entrega singular dentro del conjunto que viene conformando la colección Lector&s, gracias a su modo de organización que no deja de sorprender a quienes lo leen con sus numerosas líneas, que parecen deshilachar la escritura cuando en realidad trama un tejido firme capaz de contener elementos inconexos en una primera impresión, pero que refinada y agudamente la escritora consigue aunar en un ensayo autobiográfico sagaz, estimulante y hasta divertido, encomiable expresión del añorado talento de Tamara Kamenszain.
22 de diciembre, 2021
Libros chiquitos
Tamara Kamenszain
Ampersand, 2020
152 págs.