No hay mejor metáfora para pensar lo que significa la maternidad en la vida de una mujer que la imagen del temblor que provoca un terremoto; esa repentina desestabilización del suelo sobre el que se creía estar pisando firme. Por paradójico que resulte, en la experiencia de Jazmina Barrera –la joven escritora mexicana cofundadora de ediciones Antílope– ambos aspectos se conjugan no solo de manera metafórica sino, sobre todo, literal. Línea nigra es un libro ensayístico, segmentado en cuatro partes –una de las cuales lleva por título precisamente el nombre general del libro– en el que la autora aborda la experiencia de la maternidad atravesada por los temores propios por los que cursa toda mujer pero a los que se le suman tres cuestiones claves que convierten al texto en un entramado de atrapantes microrrelatos, cautivadores por su belleza: la relación entre maternidad y literatura –que aquí abre un mundo inimaginable de referencias posibles–; la tensión vida-muerte, dada por la circunstancia simultánea del nacimiento del hijo y la enfermedad inevitable de la madre de la narradora; la realidad que arrecia con las sacudidas violentas de la tierra acontecidas en México durante el lapso de escritura del libro, que inciden en forma contundente en la vida y, en consecuencia, en la producción de su creadora.
Es cierto, como afirma la narradora, que “media humanidad ha pasado por esto”, pero también es cierto que a pesar de ser “lo más común del mundo” cada experiencia es distinta y cada mujer lo vive de manera peculiar. ¿Cómo atraviesa la maternidad una mujer que además de mujer es una lectora voraz y una escritora compulsiva? La respuesta es hermosa y es este libro. Un libro compuesto durante un profundo proceso de transformación, que no era lo que debía escribirse en ese momento. A las demandas de controles médicos, llantos y pañales, se le suma durante este período la exigencia por el cumplimiento de una beca usufructuada cuyo resultado prometido no era precisamente un libro sobre maternidad. En este sentido, podemos afirmar que Línea nigra es un libro inevitable. Un libro que surge, que brota, que nace –casi de manera mágica como resulta para la lógica racional la concepción y el parto–, cuyo arremetedor impulso no se puede detener ni pausar. Con la violencia de un terremoto, el ímpetu de la sacudida que provoca crear vida –traer un nuevo ser humano al mundo; un sujeto que al depender exclusivamente de tu persona, así como te da vida te despersonaliza–, provoca también el envión de la escritura. Semejante desestabilización exhorta a buscar y desplegar una genealogía. En el ámbito de lo vital, se trata de una genealogía fuertemente femenina. Aunque el hijo es varón –Silvestre– y las alusiones al también escritor Alejandro Zambra en su rol paterno son frecuentes, amorosas y envueltas en un halo de ternura, el libro es un libro sobre mujeres. Hay una profunda conexión con la experiencia de la madre, a través de quien ingresa en el relato todo el universo de la pintura. La punzante transformación del presente abre el abanico de las preguntas por el pasado y habilita la recuperación de la memoria familiar y los recuerdos. Hay allí también un anaquel especial para la abuela –que entre sus labores cotidianas solía ser partera–, pero en ese derrotero no hay estante posible para figuras masculinas. La otra genealogía que comienza a construirse es la literaria y, por supuesto, es también una genealogía femenina. De golpe, no solo se hace imperioso reconstruir una tradición de escritoras que hablaron sobre la maternidad sino también volver a leer algunos textos clásicos, como Frankestein o El Horla, bajo la lupa y el matiz de este nuevo punto de vista, que no constituye un enfoque edulcorado, más bien lo contrario. El Horla trae la imagen del vampiro que te chupa la sangre y te debilita, además de la cruda certeza de que la leche materna es sangre pasada por un filtro; mientras que Frankestein conduce por un lado a la creación de un monstruo que se vuelve una amenaza para su creador, a la vez que por el otro recupera la historia familiar de su escritora con la trágica muerte de su madre –la poderosa Mary Wollstonecraft– producto del parto de Mary Shelley. Las imágenes que despierta la maternidad son terroríficas. Es el terror que intimida porque en forma repentina puede dejar de ser pura ficción para convertirse en realidad.
En el primer capítulo, “Imagen embarazada”, se recorren los sueños, las pesadillas, las transformaciones corporales, las lecturas, el futuro imaginado durante el embarazo propiamente dicho hasta la irrupción del terremoto. En “línea nigra” también se desarrolla el período anterior al nacimiento del bebé, conectando la experiencia de la maternidad con la tragedia del terremoto, y remontándose a la vivencia de la madre en Nueva York cuando se produjo el atentado del 11 de septiembre de 2001. Permanentemente, las páginas del libro recorren la tensión vida-muerte, como si el embarazo amplificara la sensación de fragilidad, la angustia de la incertidumbre, la posibilidad de que las fatalidades estén a la vuelta de la esquina y se produzcan en forma repentina y sin previo aviso. En este capítulo comienzan a aparecer también las alusiones no solo a los textos sobre mujer, maternidad o embarazo –desde Rosario Castellanos a Sylvia Platt y desde Sor Juana a Simón de Beauvoir–, sino también a retratos, autorretratos o fotografías artísticas de mujeres embarazadas, pariendo o amantando. Del mismo modo, el cine aporta un universo de referencia para imaginar o reflexionar sobre el propio estado. Los libros, las imágenes, las palabras, la experiencia de amigas cercanas o familiares son guías para este viaje, son los Virgilios para adentrarse en lo desconocido.
En “Algunas noches blancas”, título alusivo por supuesto a Dostoievski, ingresamos ya al momento del parto y al cambio de vida producto del nacimiento del bebé. Las interrupciones y los nuevos miedos, se entrecruzan con relatos de vida como los de Julia Jiménez González y su rol como modelo de pintura, lo que la llevó a vincularse con los grandes intelectuales de la época y a convertirse en traductora del náhuatl. Su historia, la de su hija y la de la fotógrafa que tantas veces la retrató, se desenvuelven entre referencias literarias y pictóricas, hasta el momento del diagnóstico de la enfermedad de la madre que, paradoja mediante, le ataca un órgano femenino y reproductivo. Finalmente, en “El árbol de nuestra carne”, además de la investigación casi obsesiva por el desempeño del médico que le atendió el parto, se entretejen distintas historias familiares, siempre dentro de la rama femenina: la historia de las hermanas de su bisabuelo, que casualmente eran las dos escritoras; el diario que su tía llevaba con anécdotas curiosas de la infancia de la narradora; y, por supuesto, las historias de su madre y de su abuela. Las referencias literarias se acumulan hasta ofrecer como cierre un listado de libros leídos durante el amamantamiento, no todos vinculados expresamente a este asunto pero sí todos escritos, sin duda, por alguien nacido de una mujer.
Aunque la autora se niega a cometer el tan trillado acto de escribir sobre la maternidad, no puede evitar hacerlo. Sin embargo, Línea negra es mucho más que eso. Es un libro sobre la vida y, en especial, sobre la literatura y el arte. Historias de mujeres que sin conocerse configuran una tribu mediante la ilación de las palabras de la escritora. Un libro de ensayos y microrrelatos, con anécdotas ajenas y evocaciones familiares, con datos curiosos y hasta desopilantes, sobre la desestabilización más abismal que una mujer puede experimentar: la enfermedad de quien le ha dado vida y el pasaje de dejar de ser hija para convertirse ahora ella misma en madre. Una escritura cautivadora y, por momentos, dolorosamente hermosa; una suerte de vademécum sobre las alusiones estéticas –cine, pintura, literatura–, acerca del proceso tan ancestral y repetitivo como fascinante y aterrador, de gestar vida.
27 de diciembre, 2023
Línea Nigra
Jazmina Barrera
Montacerdos, 2023
170 págs.