En una ávida puesta en fuga de Lo marginal es lo más bello (y como no podría ser más fiel a sus ejercicios de escala: en un inventario alephiano titulado –con recursión de la casa– “Borges en el mundo, el mundo en Borges”) Daniel Balderston recuerda –entre las pampas conjeturales de Pynchon y Rushdie– que El entenado es en cierta forma una glosa [este sustantivo marca los incisivos en el justo medio, como una diéresis en el Siglo de Oro] al verso de “Fundación mitológica de Buenos Aires”, “donde ayunó Juan Díaz y los indios comieron”. Por supuesto: que Balderston seleccione el adjetivo de 1929 (entre mítica y mitológica alguien alguna vez soñó miticista) es parte y atribución de sus ya legendarios servicios secretos.
La misma intersección (¿operación?) Saer podría invocar entre nosotros una de tantas magias (negras, nunca modestas) que el Borges de Bioy nos destina. Cuando el 26 de junio de 1961, por ejemplo, Georgie advierte en las andanzas de cierto antepasado de Vlady Kociancich –«un blanco, cautivo de los indios, tomado en las afueras de Lincoln, que vivió doce años en las tolderías y al que los indios querían mucho»– uno de sus objetos prístinos para la traducción infiel (su versión homérica) del futuro. Borges o bien –como talla Nora Catelli– el residuo idealizado de su oralidad: «Con esto podría hacerse un cuento muy lindo: cómo esperó el momento en que ya sin peligro podía irse. No debió de ser un obsesivo. Un hombre sin obsesiones es un héroe casi inimaginable para un escritor de hoy».
No es el caso, por cierto, del autor de “La espera”. En quien Balderston expide a presagiar –sólo esto: atrever la ansiedad– el know-how de un Ford Madox Ford, de un Proust. (No sé, no nos atreveríamos a afirmarlo, de un Lichtenberg). Como sucede con el diario de Bioy –y de otro Daniel indetectable, arbitral: Martino–, los manuscritos de Borges despliegan terminales obsesivas más propias de una artesanía paranoica (de la ingeniería escéptica de una tumba egipcia) que del supuesto accidente biográfico que permitiría cartografiarlo desde la nadería de la personalidad. En esta vigilia (no sólo en la célibe sibilancia) Borges y Henry James se cortejan. La solución de Borges es conocida –y menos anecdótica–. También más prodigiosa: hacer de la propia biografía un accidente, un simulacro irreversible de la propia escritura. Una instalación, pero que sólo fuera dada a ser percibida en la medida que incorpora un contexto implícito, replegado hacia el interior de la unidad de sus medios. Como si el urinal de Richard Mutt regresara –hubiera regresado a tiempo, que no lo sabemos– a los baños de la estación Turdera. Este gesto (Borges, después de todo, de algún modo abjura de las vanguardias porque advierte –como los situacionistas– que están llamadas a reproducir las jerarquías del campo cultural organizando su impugnación) es el que recoge y expande Balderston en y sobre los manuscritos.
Porque del jaspe (no digamos ya el mármol, que es todo de los ases de la Weltliteratur) es que Balderston retrotrae el artificio borgeano para reanudarlo en su fragilidad íntima. Consintamos: engañosa. Al bambú. «Borges escribe desde una posición de incertidumbre radical acerca de una incertidumbre radical», se averigua en El método Borges, entre los estambres –la letra de insecto– de “El jardín de senderos que se bifurcan”. Borrador que por cierto –el de «los varios porvenires (no todos)» de Ts'ui Pên– Borges copia (traduce de suyo) de las páginas de un cuaderno marca Lanceros Argentinos, en un cuaderno de contabilidad marca Carabela (otro ready made, como el Evaristo Carriego que se constela –Barthes diría: por el sólo placer de ocasionar tal verbo– sobre un ejemplar del Diccionario de argentinismos de Lisandro Segovia) y al que le faltan –al cuaderno Lanceros, curiosamente– las dos páginas iniciales, al igual que a la declaración dictada, releída y firmada por el doctor Yu Tsun, en el cuento.
El de los manuscritos –insistirá Balderston– es un principio acumulativo y de variación, en que las elecciones finales quedan para una etapa posterior (no testimoniada en el manuscrito mismo). Borges rara vez tacha, asedia. ¿Qué sino un ur de Tlön? («La cosa producida por la sugestión».) O si lo hace –tachar– no pocas veces termina por restituir, a veces de inmediato, el término abolido. Avanza en espiral. Como si en la materialidad de la escritura –sólo en ella– pudiera propagarse el sonido de una acepción. Borges no inclina –por decirlo de alguna manera evocativa– el dispositivo del borrador hacia nuestra crianza. Al contrario: crea a priori las condiciones para bajarla del caballo. En uno y otro destacamento. Para volver a leerlo todo. No solo a Borges. Sobre todo esto último. Para volver a leer todo lo demás. Como de hecho se practica (se aventura) en el Atlas Balderston.
«El proyecto de Borges como escritor consiste, en gran medida, en una reescritura obsesiva que transforma los textos individuales en fragmentos o ruinas de un todo incompleto». Daniel Balderston, aquí, además de reponer el tag y la tara (la nuestra, obsesiva) nos sirve otro, ruina, para frustrar un énfasis. En la última frase de “Examen de la obra de Herbert Quain” se lee –hemos leído toda la vida–: «Del tercero [de los ochos relatos que componen Statements, el libro de Quain], The Rose of Yesterday, yo cometí la ingenuidad de extraer “Las ruinas circulares”, que es una de las narraciones del libro El jardín de senderos que se bifurcan». Pero en la versión publicada en Sur, el relato de Quain se titula Dim swords, y “Las ruinas circulares” «vio la luz en el número 75 de SUR». En un manuscrito, este también, del cuaderno Carabela, posterior a aquella primera publicación del texto, se mantiene Dim swords, pero “Las ruinas circulares” ya ha pasado a ser una de las narraciones de “El jardín de senderos que se bifurcan”. En cierto modo, como si la reescritura obsesiva radarizara en Borges sus movimientos biográficos, y los de su tiempo histórico implícito en aquellos.
Si pudiéramos generar una imagen fractal de los papeles de Borges –y habría que ver en qué medida el arte de tapa de El método Borges no lo es–, obtendríamos precisamente eso: un objeto geométrico cuya estructura básica, fragmentaria, se repetiría a diferentes escalas, sin oportunidad de determinar su perímetro, de manera tal que al ampliarlo, el número total de repeticiones se incrementaría, al tiempo que sería posible distinguir que en cada fragmento se esconden otros tantos, infinitos fragmentos. Allí, perfilado por algún segmento de la secuencia, sorprenderíamos a Daniel Balderston. Su silueta –por no decir ya: la del lector que seremos– pasando, terciando una página (otra) de Lo marginal es lo más bello.
28 septiembre, 2022
Lo marginal es lo más bello
Daniel Balderston
Eudeba, 2022
240 págs.