Si nos atenemos a la propuesta estética formal de Los aprendices de París (Minúscula, 2023), la más reciente novela de Matías Serra Bradford, podemos concluir que el texto renuncia a poner el peso narrativo en la trama o la peripecia, el conflicto o la creación de personajes, en detrimento de la construcción de una retórica cuya sustancia es una amalgama de ludismo, lírica y discursividad. Este desplazamiento, que en principio podría parecer un gesto de vanguardia o experimental, de rechazo a las fórmulas y las convenciones impuestas a la novela como subproducto comercial del ocio y la cultura, provoca, paradójicamente, que el texto encalle en aguas que ya se antojan formalmente poco profundas, de difícil navegación.
En Los aprendices de París, tres alumnos adolescentes y su profesor de artes plásticas del colegio (en quien se apoya el grueso de la narración) viajan de Buenos Aires a París sin un propósito preciso: cultural, académico, turístico, ritual. Es un viaje ilustrado, una variante del grand tour de la burguesía porteña. Entre ellos, incentivados por el profesor (al que los alumnos llaman Sombrero), abundan los juegos: semánticos, de agudeza visual, de permutaciones y combinaciones con tintes surrealistas, de imaginación un tanto dadaísta; abunda el devaneo, la vocación teórica de flâneurs. Juegos de fuertes aromas cortazarianos que resultan al cabo un poco astringentes. Por exceso, por recurrencia, porque remite a un lugar común, a un tropo altamente codificado, el lector en castellano del siglo XXI ha desarrollado algo así como una saturación de ese tipo de ludismo, que despojado de la frescura que aporta la novedad, huele a cerrado. Sombrero piensa en su amante, la profesora de teatro, que funciona en la novela como un trasunto esquivo de la Maga: “La que nada hacia él del otro lado del cristal atlántico es su profesora de teatro. De nuevo, su encuentro y su historia salen a corregir el mundo, a desobedecer el orden que propone”. También se escuchan ecos de Calvino (“trepa cada uno a un árbol del Jardin des Plantes a ver quién permanece más tiempo sin comer, sin ir al baño, sin tomar, sin caerse, sin dormirse, sin querer bajar”, etc.), de Roland Barthes (“habrá que ver a qué llama el profesor 'Japón'”, etc.), de Raymond Queneau –esta novela bebe de fuentes oulipianas– y de muchos otros escritores de una u otra forma relacionados con la fecunda historia literaria de París.
El lirismo de la novela se sostiene sobre una cierta poética de la mirada (digresiva y detallista a la vez) y sobre un fino sentido de la musicalidad de la prosa, e incluso de una lograda composición armónica de las ideas. Avanzada la lectura y una vez que el texto expone las capacidades de su músculo sintáctico, caemos en la cuenta de que el lirismo de la enunciación es tributario casi en exclusiva del despliegue de un “estilo rico”, una verbosidad que resuena en una cámara de eco construida con referencias fuertemente asociadas al culturalismo, llevadas o arrastradas hasta el borde del cliché libresco. Esta cámara o membrana discursiva crea un aislamiento del París de la “realidad”, sí –y esto podría responder a múltiples estrategias narrativas–, pero también del París imaginado y representado por los productos culturales más relevantes del último medio siglo; este es un París ingrávido, una abstracción anticuada, anacrónica, idealizada, el producto de una mirada pequeñoburguesa abúlica y ensimismada, agonizante, incapaz de rascar la superficie del referente para asomarse a sus posibles complejidades. Entendemos que la sustancia retórica de la novela responde a una estrategia narrativa, pero advertimos que su lirismo, discursividad y ludismo no logran levantar de la página a un grupo de personajes deslavazados y borrosos y a una ciudad que a fuerza de abstracciones precocinadas acaba resultando de cartón piedra. Si se quiere, estamos ante una estrategia que página a página va ahogando la posibilidad misma de narración, dejando sin oxígeno a los personajes y a la ciudad, sin presentar una estructura formal que imponga su “legibilidad” alternativa como construcción retórica heterodoxa. Un lirismo, un ludismo y una discursividad que llevan a la hipoxia a cuanto pretenden insuflar vida, y que por su paradójico gesto de retaguardia imprimen un marcado sello conservador a la novela.
Decíamos que el viaje que emprenden estos personajes es un viaje burgués, y esto es porque la perspectiva de clase y racial marca sus miradas y sus derroteros, el perímetro de sus movimientos y de sus preconceptos: “Alumnos franceses –y un argelino y un marroquí– irrumpen en una sala con monopatines atados a sus espaldas” (?) “En París veo cosas que no vi en ninguna parte... cuatro hermanas negritas, las más lindas que nunca vi”. Los personajes se entretienen con juegos que mantienen al grupo articulado porque la ciudad y su gente parecieran no generar estímulos suficientes para sacarlos de su ensimismamiento. Todo ello, nos tememos, no está presentado de una forma crítica, desde el distanciamiento crítico del narrador (por medio del sarcasmo, la ironía, el humor o la parodia) o la exposición de algún tipo de rozamiento de los materiales a través de situaciones reveladoras o comprometidas, que permitan al lector colocarse en actitud de sospecha. Esta falta de distancia crítica se refleja invertida en la distancia que media entre lo referido por el texto y el efecto narrativo que genera la referencia. Por ejemplo, se dice en un momento dado que “cada gota es la imagen condensada y reflejada de un París que cae y se deshace”, pero la imagen no encuentra reverberación en el texto, no hay correspondencia mimética ni recibe sentido de su propia estructura interna. Es una imagen ornamental: en la novela no hay un París que cae y se deshace. No hay nada de eso. París no se cae ni se deshace para los personajes (ni son ellos quienes caen o se deshacen), para el narrador o para el lector. Sencillamente es algo que no pasa, pero está referido. Es algo que podría pasar en el texto, que el texto podría hacer que pase en la imaginación del lector, como sí pasa, por mencionar unos pocos ejemplos de rápida comprensión, en las páginas de Céline, Breton, Duras o Copi, donde la ciudad de París se eleva a la categoría de signo activo y mutante.
El principal problema de Los aprendices de París, sin embargo, no es que los recursos que pone en juego de alguna manera atrasen en el reloj de la literatura contemporánea, sin lograr imponerse como sustitutos operativos de una narratividad más convencional. Es un texto problemático porque, siguiendo los presupuestos señalados por su título (digamos, las expectativas que genera la propia obra a través de su paratexto cardinal), los personajes no parecen aprender demasiado a lo largo de la narración y París apenas se constituye, según hemos sugerido, como un referente vacío, un decorado de museo literario. El título también invita a leer el texto en clave de bildungsroman, pero sería necesario un mínimo arco narrativo para que los personajes pudieran registrar un aprendizaje, performar algún tipo de “evolución”, exponerse a la contaminación de lo impuro, de lo inesperado, que supone la formación como maquinaria expansiva más allá de las limitadas perspectivas de sus anteojeras, tanto en su calidad de “aprendices” como de “aprendices de París”. Pero en esta novela no hay transformación: ni en el lenguaje, ni en los personajes ni en la ciudad.
27 de marzo, 2024
Los aprendices de París
Matías Serra Bradford
Minúscula, 2023
336 págs.