En la discusión –bizantina por momentos, por momentos productiva– sobre los cruces, tensiones o distancias entre la llamada alta cultura y la cultura de masas, una artista como la irreductible Marguerite Duras (Vietnam, 1914 - Paris, 1996) declara, sin aspavientos, tapujos o rubores, que su praxis y su concepción artística se inscriben, antes que en una tradición, en el claro convencimiento de una intelectual pasión constitutiva. El suyo, dice, es arte –es cine, es literatura– de autor.
En Los ojos verdes se reúnen entradas, artículos, ensayos personales, apreciaciones y alguna que otra entrevista concedidos por Duras a Cahiers du cinéma, la mítica revista francesa dedicada al cine, fundada a comienzos de los cincuenta. Centrados esencialmente en su trabajo como cineasta, en el marco de una coyuntura que considera contaminada por el miedo, la rutina y el automatismo, Duras se ancla en una posición que, desde luego, no deja ser política: si hay una forma de resistencia a una capitalismo belicoso, que hace del showbusiness su red de contención, y del entretenimiento basado en fórmulas una ideología, el film de autor debería apartar el ruido del mundo para que el espectador se halle –desacoplado de sus máscaras y prejuicios– en una soledad solo suya –que a él pertenece pero de la que apropia la proyección– para inmiscuirse, a tientas, en peligro y a salvo, en un mundo, si bien próximo al onírico, alejado del surrealismo.
Y desinteresada, simultáneamente, de cualquier jugada colectiva, comunista o políticamente correcta. No hay caso: le corresponde al espectador “comercial”, y a él solo, cambiar el foco o la mirada. Nada se puede hacer por él, del mismo modo en que nadie puede enamorarse (o transitar un duelo) por otro. “A este espectador –escribe– creo que hay que abandonarlo a sí mismo; si ha de cambiar, cambiará, como todo el mundo, de golpe o lentamente, a partir de una frase escuchada por la calle, de un amor, de una lectura, de un encuentro, pero solo. En un enfrentamiento solitario con el cambio”.
La soledad, afirma Duras en Escribir, no se encuentra, se hace. El cine, en algún sentido, contribuye a configurar esa soledad que, como la escritura para Barthes, desfigura; desalienta toda unicidad, toda etiqueta, toda certeza. El cine de masas apunta, desde luego, al olvido (como sinónimo, aquí, de escapismo); Duras se propone otra cosa, el olvido del espectador respecto de sus propias reglas constitutivas, esas que insisten en clausurarlo. “En mis películas –sostiene– [el espectador] no tiene que descifrar nada, se abandona a la apertura que se produce en él, deja sitio a algo nuevo en el lazo que le une a la película y que será según su deseo”.
Duras rescata a pocos artistas y a menos cineastas. Entre estos últimos, ensalza a Godard y a Elia Kazan, a quien entrevista; lanza sus dardos a Woody Allen (a sus “elaborados gags”) y se postra ante la inmensidad de Chaplin. Al mismo tiempo, le dedica unas líneas para responderle a cierta crítica que no descansa en atacarla y nos regala una amistosa conversación con Raymond Queneau en torno a los manuscritos publicables o desechables. Sin mencionar, claro, la atención y elucubraciones que les ofrenda a sus propios films, sobre todo a India Song, Aurélia Steiner (Vancouver) y Les Enfants. “El cine –afirma– hace remontar la palabra hacia su silencio original. La palabra, una vez destruida por el cine, ya no regresa a ninguna parte (...). Sobre esta derrota del escrito es donde, a mi parecer, se erige el cine”.
Nacida en Saigón como parte de Indochina, tentáculo imperial francés, Duras nunca dejó de considerarse una huérfana de patria, una extranjera en todas partes. En una de las entradas de Los ojos verdes, recuerda el travelling dificultoso y difuso de Les mains négatives: son las seis y cuarto de la mañana de un día de agosto en París. En las calles céntricas asoma alguna que otra prostituta, unos negros, cuatro o cinco mujeres de limpieza portuguesas, un puñado de vagabundos. Cuando sean las ocho de la mañana, asevera, no quedará ni uno de ellos, y los buenos burgueses, seguros de sí mismos, mostrarán sus gracias en dirección a la rutina laboral. “Desde Indochina, desde mi juventud, no había visto nunca tal población colonial reunida en un único sitio”. En Duras, de cualquier modo, no hay ni literalidad ni denuncia, como no hay ni historia ni trama. No obstante, frente a la hegemonía de la narrativa de masas, transparente y representativa, la opacidad de su arte –y de su propia identidad– genera una fuerza subversiva que arrasa con cualquier tipo de sentido consolidado, de intento de clausura. Porque el cine –como la identidad– carece de boceto, esquema previo o borrador definitivo, y se expresa, únicamente, in the making.
24 de abril, 2024
Los ojos verdes. Escritos para Cahiers du cinéma
Marguerite Duras
Traducción de Chantal Delmas
Ediciones Universidad Diego Portales, 2022
176 págs.