Sobre o hacia la Conquista del Desierto, sustraída la locución a la querencia del significante (a los suministros y cupos del tesauro nacional) rápidamente se abalanzan dos horizontes de sentido que interceptan, interpretan –el lenguaje es también la inmanencia de la historia– su designio. Dos por decir un par. Uno es absurdo en sentido propio: cómo representarse un acto de conquista cuyo objeto, por definición, carece de pugna, sino como el asalto a un baluarte que sólo opusiera corrientes de aire y ascuas. Don Quijote podría conquistar desiertos (de algún modo lo hace) y admitir una épica en el paso de ganso. Brancaleone, Guanamiru, las tetas del coronel Godoy. Los hombres de a caballo de Thomas Theodore Heine. Se trata, sin ir más lejos, del aire de familia del cuadro de Juan Manuel Blanes que todo argentino lleva en la faltriquera. El segundo sentido parece más bien representarse al desierto como destino. Si en el primero es un baluarte, en el segundo es un altar, una apacheta. La historia argentina, en este segundo horizonte (y el cuadro de Blanes, también, parece darle rienda suelta) como una expedición que regresara adónde, victoriosa y descalabrada, una y otra vez –y a despecho de sus manos vacías– con el desierto en la punta de la lengua. Del último libro de Emilio Jurado Naón podría decirse que de las dos corre esta suerte.
Compuesto por ocho piezas o movimenti, Los Pincén es menos una suite que un tangram. No reside su unidad interna en el tema, no tanto, como en la proliferación de sus figuraciones. Concomitantes, interinas. Sagas en repliegue heroico, cosmogonías de la indeterminación, escenas (fêtes) de campaña, restos de un Bildungsroman a orillas del Lácar, muerte y transfiguración de la cautiva, paradigmas de la grafomanía familiar, tratados de sonambulismo woke, la identidad como ready made (la estirpe, la estiba, el estilete). La mano que compone y deserta Los Pincén es la mano de un Roca. El tema, en cambio, puede ser auscultado con la prosapia literaria de la que se vale D.H. Lawrence para prescribirlo en las White Novels de Fenimore Cooper: «Ahora que los últimos núcleos de vida indígena se han desmoronado, los descendientes de los conquistadores coloniales tendrán que vérselas con ese demonio y con su poderosa embestida psíquica». (Aunque al momento del advenimiento del “daimon de América” de Lawrence, aquellos descendientes estarán más bien teniéndoselas que ver con el demonio de la era del jazz). Más acá, Coetzee traduce esta profecía auto-incumplida como la escisión y el trabarse en lucha de la psiquis colonial (¿la conciencia nacional?) consigo misma. Reconcilia al chevalier servant de la falacia patética con Conrad.
El demoniode América en el país del Diablo. Lawrence y Estanislao Zeballos (el Amadís de Gaula de Roca) se pisan el vestido. Tanta gesta del gesto no alcanza, ni en Lawrence ni en los bastoneros del Zeitgeist, para sacar los pies del plato. No alcanza en Huxley. Y en los escritores del boom y los baby boomer (de suculentas cartas al padre) será una servilleta al cuello. Los Pincén se resiste. Forcejea, cede, se recompone (muerde el polvo) para «no contar historias de indios». Para no hacer lo que Lawrence, como tanto buen samaritano hace. Hacemos: abjurar enarbolando los tropos (el estrato mítico y el usufructo) de la cultura que se imputa. Los descendientes de Lawrence (un Roca pero también el más pintado vengador de la Patagonia trágica) se la tendrán que ver con Poe. Con Aristóteles, con el Pentateuco. Pecados originales, hamartia y tell-tale hearts. Ni qué decir con Freud. Nunca, rara vez –Jurado Naón apunta: «el lector es malicioso, paranoico, inflexible, insoportablemente susceptible, desconfía con severidad de todo lo que se aparte un paso de la imagen prístina que tiene de sí, su buen gusto y sana cultura»– con lo irreconocible.
Los Pincén narra una derrota de antemano. Que no es lo mismo –más bien todo lo contrario– que abrazar una causa perdida. La causa perdida es el etiquetado frontal del understanding. La derrota, destino y zozobra –irresistible, irrestricta– del deseo en la lengua. Escritura. Emilio Jurado Naón persiste en su elemento como un nadador de aguas abiertas que a la vez fuera buzo táctico. Sigue buscando en la materialidad del lenguaje (declarada la panacea de los hijos pródigos) menos a la madre del borrego que a la madre de todas las batallas.
8 de febrero, 2023
Los Pincén
Emilio Jurado Naón
Omnívora, 2022
160 págs.