Las traducciones de literatura extranjera se han convertido en una constante en los últimos años. Una manera de reforzar una suerte de tradición por la traducción en estas latitudes rioplatenses. Así lo evidencian la formación de editoriales independientes dedicadas exclusivamente a este trabajo. Cada una bajo una brújula específica. La de Selva Canela, flamante editorial nacida en época de pandemia, es la inclinación por obras que han pasado fuera del radar de las grandes empresas y, por qué no, de cierto canon literario. Más precisamente, de autores y autoras que no pertenecen a los países modelos.
Es el caso de Los sueños del gato salvaje, la primera novela del australiano Mudrooroo (seudónimo de Colin Thomas Johnson). Una importante obra de aquel país, publicada por primera vez a mediados de los ´60 y que, a más de medio siglo de su publicación, sigue rondando no solo por Australia (como material de lectura dentro de las escuelas), sino en distintas partes del globo. Ahora, gracias a Selva Canela y a la traducción de Martín Felipe Castagnet,tenemos la oportunidad de leerla en nuestra lengua.
¿Cuál es el sentido de publicar este tipo de material en nuestro país? Más allá de los logros y reconocimientos, más allá de ampliar las geografías literarias en los estantes de las librerías, es interesante tomar a Los sueños del gato salvaje como punto de partida para discutir la discriminación racial o, más precisamente, aquellos temas no resueltos: rispideces sociales que tienen que ver con las reacciones discriminatorias hacía los pueblos originarios y sus descendientes.
El narrador de esta historia es un joven mestizo, perteneciente a la comunidad Noongar (“negro australiano, negro indígena”), que tras cumplir una condena en la cárcel vuelve a reinsertarse en la sociedad en un intento de convivir como un ciudadano más y, por sobre todo, de encontrar motivos para no volver a encerrarse. Porque, según él, la prisión tiene mejores comodidades que la vida pública. A partir de ese momento el transcurrir de la novela es un ida y vuelta entre recuerdos de la infancia; la relación con su madre aborigen pobre y la separación de sus hermanos (repartidos en distintos centros y hogares); los vaivenes como pandillero bodgie-widgie, en plena consonancia con la efervescencia del primer rock and roll y el modelo rebelde a lo James Dean; a la par de una constante dicotomía entre ser un “negro australiano” y parecer un “negro americano” ante una juventud de la bohemia universitaria (más propensa a la idea de inclusión, cargada de buenas intenciones pero insuficientes) y con los “antisociales, inadaptados, delincuentes” del bar pandillero.
Es a partir de estas situaciones que se puede tejer una historia no resuelta entre Estado y sociedad, donde el factor discriminatorio pesa en la conciencia de aquel con rasgos originarios (lo cual trae consigo la negación de la identidad, a pesar de utilizar esas mismas características para diferenciarse del resto) y, además, en las formas de relacionarse con el mundo. Para Mudrooroo ser aborigen significa carecer de oportunidades y cargar con el estigma de “salvaje” condiciona la precariedad. Es decir, la falta de chances para subsistir en comunidad (a diferencia del “blanco australiano”) sin la asistencia del Estado –pensado como el conjunto de instituciones que asisten a los más necesitados sin una real conversión de los hechos– lleva a que las opciones se limiten a la delincuencia y, para el protagonista de esta historia, considerar la cárcel como un refugio, incluso como aquel lugar que puede cumplir las veces de escuela. Si existe una deuda con estas personas es la carencia de las instituciones oficiales, sumergidas en prejuicios y la condena racial, aun cuando actúan como aparato de sostén para las comunidades aborígenes más pobres.
“La vida habría sido, como para muchos jóvenes aborígenes de entonces e incluso de ahora, una montaña rusa hacía el fondo de la escala social”, manifiesta el autor del libro. La salvación de Mudrooroo fue toparse con la literatura y volcarse a la escritura. No lo hizo solo: fue gracias a Mary Durack –la escritora australiana– quién le tendió la mano. Y no por lástima, sino “porque ayudaba a los que consideraba suficientemente dotados para recibir su ayuda”. De alguna manera eso es lo que propone el escritor australiano: las oportunidades tienen que ser honestas y no darse mediante diferencias. Ni de clase, ni mucho menos marcando las identidades originarias. Porque allí radica el origen del racismo y la discriminación: cuando se piensa al otro como algo distinto y no como un igual. A más de cincuenta años de la publicación original de Los sueños del gato salvaje, esa perspectiva parece haber cambiado. Caso contrario, tenemos a Mudrooroo para recordarnos las faltas que aún nos quedan resolver.
10 de agosto, 2022
Los sueños del gato salvaje
Mudrooroo
Selva canela, 2022
158 págs.