En toda instancia de lectura, en el revés de la conciencia del lector, opera, de manera solapada y en sus múltiples dimensiones, lo biográfico. Leyendo, por ejemplo, Malone muere, es más que probable que el lector se pregunte acerca de la persona capaz de escribir un texto semejante. Lo que en primera instancia da lugar a la dimensión real de lo biográfico, constituida en líneas generales por esa serie de datos que el lector eventualmente conoce acerca del autor en cuestión. De manera simultánea, opera la dimensión alucinada, que compete a la imagen que el lector proyecta acerca de ese autor, fantasía con la que mantiene una relación digamos que espectral. Se trata de una dimensión privada, y por lo tanto invisible, salvo que el lector la ponga por escrito. Ligada a este ejercicio testimonial, podemos pensar en una tercera dimensión de lo biográfico, la dimensión ficticia, que tiene lugar cuando el lector traduce el enigma en torno a la vida y obra del autor que está leyendo en una ficción protagonizada por ese autor.
La francesa Maylis Besserie, en Los últimos días del señor Beckett ejecuta el experimento de articular esas tres dimensiones de lo biográfico en una novela cuyo protagonista es un anciano Samuel Beckett que está punto de morir. Su esposa Suzanne ha muerto y, a raíz de una descompensación, lo han internado en Le Tiers-Temps, una residencia para ancianos situada en Paris. Quien habla en principio es el propio Beckett, a través de una suerte de diario, que escribe aun cuando declara que ha dejado de escribir. Por lo general sus notas arrancan dando cuenta de alguna circunstancia en relación a la situación en la que se encuentra, es decir de su calamitosa condición material. Comienza, por ejemplo, haciendo un retrato pormenorizado de la lenta y complejísima operación que supone salir de la bañera sin morir en el intento, y desde ahí, a través de una asociación deliberada, toma vuelo hacia esa otra realidad que son los recuerdos, reponiendo en clave de remembranzas los tópicos más relevantes de su biografía (su vinculación con Joyce, el cuchillazo de un borracho que casi lo mata, su periodo de chofer de una ambulancia durante la guerra, el momento epifánico en el que decide escribir en francés, etc.). No se trata en ningún caso de reconstrucciones elaboradas de esos sucesos sino de pequeñas viñetas pobladas de espectros (su padre, su madre, su esposa, Joyce, Lucia Joyce, entre otros) en las que, de manera fugaz, digamos que como quien no quiera la cosa, repasa algunos sucesos memorables. Más que recuerdos, lo que aparece son destellos del pasado, hilvanados con la ironía desapasionada propia de un anciano escéptico. El experimento resulta en una suerte de biografía dispersa y telegráfica, en la que los sucesos se mezclan, desentendiéndose de la sucesión temporal, o más bien cohabitando en el presente absoluto del moribundo.
Intercalándose con estas notas, aparecen una serie de informes elaborados por el personal de la residencia (enfermeras, médicos, psicóloga, kinesiólogo, etc.), que dan cuenta de manera detallada del menguante estado psicofísico del paciente. Cumplen la función de situar y caracterizar de manera precisa al protagonista, subrayando sobre todo el estado en el que se encuentra y a partir del cual articula su discurso. No es casual que se ponga el acento en su condición empobrecida, porque el Beckett que propone Besserie, ese anciano moribundo, desposeído de los suyos y limitado a ejecutar acciones mínimas, es de algún modo un personaje de Beckett: es Molloy, es Malone, alguien encaminado a ser el Innombrable. Un sujeto cuyas funciones vitales se han ido restringiendo, que se ha ido inmovilizando, que se ha ido desubjetivando hasta no ser más que una voz incontinente en la que lo vivido se anuda y comprime, componiendo un resto, un deshecho en el que acaso es posible entrever algo de la verdad de una vida.
Como nadie y antes que nadie, Beckett explotó el potencial expresivo de ese empobrecimiento, y por eso, de manera consecuente, Maylis Besserie lo adopta para su retrato de Beckett. Su propósito, como es evidente, es hacer un abordaje al singular misterio de este autor, incluida su literatura, operando de manera simultánea en múltiples niveles de significación. Eso mediante un dispositivo textual que no renuncia a ser una novela. Y es precisamente ahí, en su carácter novelístico, donde, disolviéndose, se equilibran los tantos entre realidad y ficción, y donde se hace presente la mano y la voz de la autora. Esta novela funciona porque hace equilibrio en esa zona fronteriza que le permite a su protagonista ser un personaje de ficción sin renunciar a ser el Samuel Becket que conocemos. Esto es posible, al menos en parte, porque su autora se aventuró a hacer algo realmente complicado: escribir en su nombre.
Escribir en nombre de Beckett implica un doble riesgo. Muy probablemente el lector sepa cómo escribía Beckett, conoce su singularísima voz, y por lo tanto la supuesta escritura tiene que estar a la altura de la circunstancia. Debe sonar algo de la música de Beckett, pero evitando a la vez que el resultado parezca una imitación. Se corre el riesgo de que, sin el tono adecuado, resulte inverosímil, o de que, de tan parecida, se torne en una caricatura. Como si acaso fuese una actriz avezada, Bessarie logra a través de su escritura una “actuación” convincente, que le permite al lector dispuesto a entrar en el juego creer que está escuchando a Beckett aun cuando sabe que esa no es su escritura. Colabora para nosotros, los lectores en español, la afinada intermediación de Ariel Dilon.
Ganadora del premio Goncourt, Los últimos días del señor Beckett propone un experimento en torno a lo biográfico, que, entre otros dones, prodiga al lector el singular placer de ver a Beckett convertido en un personaje de Samuel Beckett.
8 de marzo, 2021
Los últimos días del señor Beckett
Maylis Besserie
Traducción de Ariel Dilon
Monte Hermoso, 2022
198 págs.