Las buenas fórmulas son transparentes: sin que se note, sin que moleste, repiten un diseño que borra la traza de sus materiales. Y conste que esta vez debemos hablar de fórmula, no de forma. Si lo hay, si lo tiene, el problema de MANIAC no viene de la búsqueda formal –algo que no parece estar entre sus prioridades–, sino del modo en que trabaja con su recetario precursor.
Lo que no niega su éxito. Publicada en 2023, la novela de Benjamín Labatut ya es a todas luces un bólido editorial, el último golpe de un escritor que en sus libros más recientes eligió cambiar su lengua nativa por el inglés, giro que hizo famoso a Conrad y a tantos otros, que para nadie debería estar prohibido y que Labatut, chileno criado en La Haya, defendió en una entrevista amparándose en Borges y su valoración del inglés como una lengua superior al español. Un amparo debatible, no por su contexto –como cualquier otro autor o autora del mundo libre, Labatut tiene derecho a escribir en el idioma que se le antoje–, sino por la literalidad con la que se aferra a Borges, quien, a final de cuentas, contra uno más de sus arranques de subjetividad vitriólica y destinatario oblicuo, siempre o casi siempre escribió en español.
Vuelta a la cuestión de la fórmula. El éxito atronador de MANIAC viene precedido del éxito patente de Un verdor terrible, volumen de relatos en el que Labatut exploró, ayudado por una concisión eficaz, los rudimentos que hacen, en sus palabras, a una “obra de ficción basada en hechos reales”. En doscientas páginas, Un verdor terrible mezcló biografías de científicos –Haber, Grothendieck y Schrödinger, entre otros– con un tremendismo afecto al retruco: cada narración subía la apuesta en sus reconvenciones al avance del conocimiento y la liviandad con la que venimos bordeando ciertos precipicios. La tesis final era, sin embargo, bastante más matizada que el tono. El salto cuántico no sólo nos empuja a la extinción pura y dura, sino también, y en primera instancia, a una reconfiguración para la que nunca estaremos preparados, letanía que MANIAC regurgita en molde amplio, de gran novela americana, y con las costuras demasiado a la vista.
Tríptico mediante, Labatut propone una expedición sin retorno. Si las alarmas desatendidas sólo pueden degenerar en una perversión vertiginosa, tarde o temprano el apocalipsis impondrá su víspera. Esta idea ya está resumida en la primera parte del libro, consagrada a la vida de Paul Ehrenfest, científico austríaco a quien sus colegas llamaban “la conciencia de la física”. Amigo de Einstein, menos reconocido por sus hallazgos que por la honestidad con la que evaluaba los trabajos de los otros, Ehrenfest arrastró una depresión crónica durante décadas, trató de combatir la orientación rupturista que estaba tomando su disciplina y terminó suicidándose de un disparo, previo asesinato de su hijo con síndrome de Down. Corría el año 1933, génesis de la locura nazi y tierra fértil para la prosa de Labatut.
El arco trágico de Ehrenfest tiene más similitudes con las piezas acotadas de Un verdor terrible que con la segunda parte de MANIAC, donde los crujidos abundan y las estrías se hacen notorias, producto de un montaje de cuerpos disímiles, dialogantes entre sí sólo por proximidad temática. Sobre esta zona media –un largo perfil de János Von Neumann, el húngaro que concedió a la física cuántica su estructura matemática, aportó a la construcción de la bomba atómica, bosquejó la teoría de juegos y creó la primera computadora moderna, la misma que da título al libro– se ha escrito mucho en los últimos meses. Se le ha criticado la falencia endógena de casi toda novela de no ficción, el pulso descriptivo que viaja de un hito a otro como un nadador bracea de una orilla a la siguiente, la narración percudida por el compromiso de pasar lista al anecdotario esencial, y también la partición arbitraria de la tercera persona en voces sin inflexión propia –testigos que nueve de cada diez veces denuncian, juzgan, delinean el monstruo–, una ambición coral que se ha encarnado en varios escritores iberoamericanos de Bolaño para acá y que hasta hoy no ha despachado un solo resultado diferenciador. Incluso hubo una reseña que objetó la tendencia abismante de algunas adjetivaciones, comentario tan atendible como los otros y que tal vez apunte al engorde del modelo previo, el forzoso go bigger que MANIAC obedece.
Si Ehrenfest fue una especie de superyó de la ciencia, Von Neumann es presentado como su ello, un supercerebro sin moral, aguijado por la obsesión de “matematizarlo todo”. En ese sentido, al menos hasta que asoma el final y se liberan los remordimientos de lecho de muerte, el avatar del húngaro en la página se desvía unos palmos del antihéroe nuclear que inauguró la elefantiásica Oppenheimer de Christopher Nolan. A diferencia del J. Robert de Cillian Murphy, el Von Neumann de Labatut no se inmuta. El merodeo de la destrucción nunca lo conmovió, ni siquiera después de Hiroshima y Nagasaki. Dato curioso: aunque su rol en el Proyecto Manhattan fue de suma relevancia, Nolan ni siquiera le dio un cameo en su película. Al parecer, entre otras tropelías que lo eyectaron del libreto, Von Neumann hizo harto lobby para que Moscú se convirtiera en el siguiente objetivo. Labatut no escapa a esas tenebrosidades; más bien se baña en ellas. Que el desenlace traiga escenas de compunción revisionista es otra trampa del biografismo, la enésima muestra de cómo, puestos a convivir en el mismo calabozo, los arteros hechos reales siempre tirarán más que la ficción.
La tercera parte adelanta años para ubicarnos en las postrimerías de la amenaza. El potencial holocausto atómico deviene en un potencial holocausto de unos y ceros. Seúl, 2016: Lee Sedol versus AlphaGo. El primero es una leyenda viviente del go y el segundo un programa de inteligencia artificial desarrollado por una subsidiaria de Google. Juego milenario, consistente en el asalto de un tablero con fichas blancas y negras, el go obliga a movimientos mucho más intuitivos, y por ende más humanos, que el ajedrez. Kawabata le dedicó un libro bellísimo a mitad del siglo pasado, también para fotografiar un cambio de era, aunque desde otro ángulo y con otra profundidad. Labatut, en cambio, hace crónica bélica. Las cinco partidas, de las cuales la máquina ganó cuatro, son cinco Austerlitz que despliegan un único horizonte aciago. La atmósfera con la que MANIAC se unge pide a gritos ver AlphaGo el documental que registró la contienda y del que Labatut se valió para escribir su versión. Aunque con berretines de la trinchera opuesta –orquestación minimalista, gente acrisolada deambulando en cámara lenta por campos soleados–, el documental ofrece testimonios expertos que insertan un poco de mesura: la inteligencia artificial todavía es una tecnología de los hombres, AlphaGo no se mira en ningún espejo que exceda sus parámetros, para Skynet falta mucho.
Y que falte no es menor. Significa que el futuro, más allá de las probabilísticas, ni siquiera tiene asignado un boceto. La mirada infausta, que no es exclusiva de Labatut, sino un signo de los tiempos –los mismos que rentabilizaron la distopía y parcelaron el género apocalíptico a razón de una subvertiente por showrunner–, por momentos pareciera solazarse en una dialéctica de marco convincente, muy complacida de sus argumentos, que se arropa en la verificación oscurísima mientras a nuestro alrededor se va formulando el verdadero enemigo: la idea de que el rumbo ya es inmodificable, de que todo está perdido de antemano y a lo sumo nos queda ser cómodos testigos de nuestra propia aniquilación.
14 de agosto, 2024
MANIAC
Benjamín Labatut
Anagrama, 2023
400 págs.