Las verdades, sabemos, son hijas de la necesidad. Brotan en el campo que las requiera; algunas, frías, se elaboran con métodos rígidos; otras, de curvas dóciles, se adaptan a espacios y modulaciones más irregulares, de continua improvisación. Lo sabe Federico Jeanmaire (Baradero, 1957) y sobre todo, Rafaela, la anciana protagonista de Más liviano que el aire, su novela galardonada en 2009 con el premio Clarín, que Anagrama vuelve a publicar por estos días.
Con un oído cercano a la sensibilidad de Puig, Jeanmaire propone un escenario cuasi teatral. En un atraco fallido, Santi, un joven ladronzuelo, termina encerrado en el baño de Rafaela. La mujer encuentra por fin, a sus 93 años, algo de compañía. Separados por una puerta maciza –justamente, la del baño– la anciana se encargará de mantenerlo allí hasta que pueda contarle la historia de Delita, su madre, una mujer decidida con un deseo demasiado liberal para los albores del siglo pasado: volar un avión.
La extensión de la novela –de la vida de la novela– se homologará así a la del relato de Rafaela, que, por estas mismas razones, será pródigo en parates y digresiones. Jeanmarie calibra con tino la voz de la anciana, protagonista incuestionable del texto en tanto que Más liviano que el aire no deja de ser eso: el incesante monólogo de la mujer. Por su discurso se filtra no sólo su cosmovisión conservadora –de coloratura melodramática, de novela rosa– sino también la voz de Santi, el pilluelo. Monólogo henchido, entonces, de palabra ajena –para usar aquel término del bueno de Bajtín– que crece, se despliega y se repliega, y adopta los sinuosos caminos que los caprichos y deseos de la anciana sabe dictarle.
El propio autor, mozo recienvenido a capital del interior del país, deambuló por cafés y bares, atento a los cambiantes circuitos de la conversación. “Traté de ver cuáles eran los procedimientos para llamar la atención, para adueñarse de la oreja del otro –sostuvo en una entrevista–. Descubrí que, cuando uno de ellos conseguía por fin la atención del grupo que estaba en la barra, entonces el relato se hacía más moroso, más lento, y el que hablaba ponía las pausas donde quería”. Tener el habla, entonces, es tener el control; controlar el relato habilita la manipulación del discurso y, consecuentemente, la del teatro de los hechos.
Rafaela, con el transcurrir del tiempo y de la palabra, irá modelando a gusto la escena paradigmática en la que su madre, heroína idealizada, habiendo sorteado las vilezas de un hombre, se adueñará de un avión para alzar vuelo. La escena en cuestión –así se lo hace saber, a su manera, Santi– supone una mediación insalvable. Sin testigos directos, los acontecimientos se invisten de la más pura sustancia narrativa, y la ficción cobra las formas que el antojo y la necesidad de Rafaela estipulan. “Tiene usted toda la razón, Santi, la conversación que mantuvieron esa madrugada [su madre y el hombre] no la escuchó nadie más que ellos dos. Sin embargo, ¿para qué está la imaginación sino para rellenar los agujeros de las historias? No, no es mentira. Pudo haber ocurrido así como yo lo imaginé. O no. A mí no me importa, qué quiere que le diga. Para algo existe la imaginación”.
Como señaló Pablo De Santis, uno de los jurados que le otorgó a Jeanmaire el premio Clarín, la anciana termina por convertirse en una pesadillesca Scherezade, una mujer que habla para evitar ahogarse en el silencio de la soledad y justificar lo que le queda de vida; que habla, a fin de cuentas, para no morir. Y se entiende que, si de vivir –o sobrevivir– se trata, poco importan los hechos o la verosimilitud; si de vivir –o de sobrevivir– se trata, la imaginación llegará siempre al rescate, concibiendo, con sus propios recursos, la verdad que necesitemos creer para transitar esta confusa, desangelada existencia.
7 de junio, 2023
Más liviano que el aire
Federico Jeanmarie
Anagrama, 2023
216 págs.