Tanto en el título como en el epígrafe que abre Más poemas sobre comida y construcciones, el primer libro de Gastón Guanziroli (Quilmes, Buenos Aires, 1989), hay elementos en los que vale la pena detenerse, ya que funcionan como claves de lectura.
Con relación al título, lo primero que llama la atención es eso de “comida y construcciones”, algo que parece poner a la serie de poemas que conforman el libro editado por Tren instantáneo bajo el halo de una corriente, de un modo de ver el mundo con especial interés por lo material. A su vez, llama la atención el “más” (no son poemas, simplemente, sino que son más poemas), un “más” que parece decir algo así como: poemas sobre comida y construcciones (¿poemas objetivistas?) hay muchos; modestamente, este libro aporta algunos más. Por otro lado, en sintonía, el epígrafe que elige Guanziroli para abrir la serie (“a todxs lxs que les robo”) parece echar por tierra cualquier pretensión de originalidad, reconociendo, humildemente, que toda escritura es, sobre todo, una suma de influencias, algo colectivo.
Estos detalles, que a simple vista pueden parecer menores, aportan un marco que resulta determinante a la hora de entrar en la lógica de la serie; una serie en la que, efectivamente (el título no defrauda), hay comida y construcciones. Las compras (en una verdulería, en un Coto, en un supermercado chino) introducen alimentos que sirven de base a comidas que, en general, son poco elaboradas; comidas sin gran valor nutricional, que si no dan cuenta de cierta lógica de consumo en una metrópolis de un país tercermundista, dan cuenta, al menos, de un modo de vida (de cierta cosa de trinchera, de subsistencia) por parte de la voz que le pone el cuerpo a estos poemas. Las construcciones, en tanto, que aparecen en forma de edificios y condominios, dan pie a lo doméstico y a una zona que deja a la vista cierta precariedad y una convivencia tensa. (“Los cimientos / que sostienen la estructura pronto / se van a venir abajo / se la pasa repitiendo / el vecino del 3ero / con el porno de su tele / de pantalla inteligente / a todo volumen”). El foco puede estar puesto, alternativamente, en el living de un departamento, en un ascensor, en una terraza, en un balcón o en un pulmón de manzana; en cualquier caso, en las construcciones se destacan los vecinos, siempre extraños y, sonoramente, invasivos, al punto de lo alienante. (“Los hijos down de la vieja que vive en el 5to / gritándose entre ellos”).
Además de escenas domésticas, en estos poemas (breves, de recorte preciso y aliento narrativo, poemas donde se destacan la primera y la segunda persona) puede haber situaciones urbanas diversas, desde una tarde en un museo hasta una espera en una terminal de micros. Con claras marcas de época (es elocuente el detalle que se observa en una heladera vieja, abandonada en un baldío: “ya no vibra / los burletes están rotos / a los números de los imanes les falta el 4 / adelante”) y de lugar (que no es otro que Buenos Aires, la ciudad: “entro a la shell que se abre / en díaz velez y yatay / y me compro un alfajor de chocolate negro”), en los poemas aparecen, repetidamente, dos elementos que generan un contraste particular: los dispositivos móviles y el cine.
Cuando no es para responder un mensaje de texto o para mandar un audio, en estos poemas los dispositivos móviles están ahí para reenviar un meme o hacer una búsqueda en la web, mientras que, paralelamente, propiciando cierta desconexión (u otro tipo de conexión), aparece el cine. Desde un viejo poster de Blade Runner hasta la evocación de una escena memorable de Julia Roberts en Mujer Bonita o la fascinación que produce ver por enésima vez a Bruce Willis en Duro de matar, el cine (mainstream, hollywoodense) no solo propone otro ritmo –un ritmo antagónico a las redes sociales y la mensajería instantánea– sino que da cuenta de una nostalgia por los ochenta y los noventa detrás de la cual parece haber una verdadera educación sentimental.
Con un lenguaje concreto, con especial foco en los objetos, estos poemas surgen en voz de una primera persona que aparece más o menos definida, según el caso, a lo largo de la serie. No parece haber, explícitamente, una intención de que quede claro que la voz es siempre, en todos los poemas, la misma, pero hay ciertos indicios que apuntan en esa dirección. Se trata de alguien –un hombre– próximo a cumplir treinta, esa edad que en otra época supo ser todo un símbolo, pero que hoy resulta algo indefinida (los nuevos 20, en el mejor de los casos). Alguien que, en un pasado reciente (casi un presente), encarna a una generación (o quizá, por ciertos detalles que entran en juego en la serie, podríamos pensar, más específicamente, en un sector de una generación: aquellos que, hoy al borde de los treinta, crecieron en el seno de una familia de una clase media venida a menos) que encuentra en el ocio y la dispersión, en el porro, la música, el alcohol y demás estímulos, un placer inmediato y un modo de evadirse, un estado de flotación donde las aristas más ásperas de la existencia se suavizan. (“Sofi me mandó un whatsapp / preguntándome en qué andaba, / entre las palabras mal escritas se podía distinguir: / dónde fiesta celu plata futuro uber coger / baile techo fuego epilepsia casa pastillas y onda”). Una generación que, a golpe de vista, podrá parecer abúlica o apática, que algunos podrán tildar, sin más, de inmadura, pero a la que no se le puede dejar de reconocer una clara desventaja con relación a otras generaciones: hasta hace algunas décadas, sin ir más lejos, con un sueldo vivía una familia, mientras que hoy, en contraste, en muchos casos no alcanza ni siquiera con dos. Una generación (o un sector de ella) que, lúcida o resignada, o ambas, parece aceptar el tiempo y el espacio que le tocó en suerte, y dedica buena parte del tiempo a relajarse y tratar de pasarla lo mejor posible.
24 de mayo, 2023
Más poemas sobre comida y construcciones
Gastón Guanziroli
Tren instantáneo, 2022
56 págs.