Mataperros narra la relación de una madre y un hijo desde la perspectiva del hijo, esa es la mirada que filtra el narrador en tercera persona que abarca la totalidad del libro, un narrador que tiene, por momentos, una fe excesiva en las palabras, por eso no tiene miedo de nombrar las cosas como son (“Untó un poco más de queso crema en la tostada”), algo que lo conduce, de manera inevitable, a una suerte de “realismo urbano”, un realismo que apenas se quiebra, a veces, con pequeños tintes oníricos que se generan a partir de imágenes cortadas, iluminadas a media luz, en donde aparece el tercer personaje principal, un viejo, que puede ser un linyera o un borracho, un ser perdido en la oscuridad, que tiene una particular relación con los perros y funciona como una suerte de doble del protagonista principal: Lucio.
Lucio es un joven “de hoy”: sale a trotar por las noches, mira porno, no trabaja, no estudia, se junta de vez en cuando con un amigo en un local de hamburguesas, juega a la PlayStation, a veces va a un prostíbulo, a veces escucha un podcast, y vive solo con su madre en una casa en la que hace “más frío que afuera”. La madre es una mujer de tendencia depresiva que tampoco trabaja o está desocupada y nunca se describe, salvo en una excepción. Esa pesadumbre que Mataperros establece en la relación hijo-madre tiende un puente con el Busqued de Bajo este sol tremendo (Anagrama, 2009), pero ahí en donde aparecen figuras como Cetarti o Danielito, que son, a su manera, seres marginales y desclasados, la novela de Troiano exhibe la abulia existencial de personajes que, por los productos que consumen y se describen con minucia (queso crema, miel, pan lactal), se sitúan en ese polimorfo segmento social llamado clase media. Sin embargo hay, podría decirse, un intento “busquediano” de representar un cotidiano sombrío, esto se percibe, sobre todo, en los diálogos (“hola, sí, qué ganas tan temprano, eh”) que emulan, con artificio literario, un habla coloquial que no pretende ser mimética en cuanto a lo fonético, pero sí algo costumbrista.
Lucio está solo, no la pasa bien, está atrapado y no sabe cómo salir de lo que lo atrapa. O, quizás, no quiere salir de lo que lo atrapa. Esto se traduce en su permanente malestar, que lo lleva a mirar todo con hastío y desencanto. Lucio es un observador de la cotidianidad, que es también su prisión. Si hubiera que apostar por los colores con los que ve “la realidad”, se podría decir que Lucio ve todo en tonos violetas, azules y diferentes matices de negros. Lucio está perdido en su propia noche.
Las imágenes más recurrentes de la novela son las del protagonista en el baño, sentado en el inodoro o bañándose, encerrado en su habitación o reclamando a su madre por el desorden de la casa o la falta de algo para comer. La mano de la madre asomándose en la puerta del baño para dejarle una toalla es el momento que más se aproxima a lo ominoso. Las uñas pintadas de violeta de la mujer, algo que sorprende a Lucio, es lo que se retiene, es lo que oculta lo que el personaje tiene miedo de mirar o de saber, ¿qué hace su madre? Es que el dispositivo narrativo de Mataperros funciona en lo que no se cuenta más que en lo que se cuenta. Por más expositivo que sea su narrador, por más esfuerzos que haga en intentar penetrar lo que ve y se le presenta en forma de superficie (“lo cotidiano”), siempre decide, consciente o inconscientemente, omitir, dejar velado, lo que parece anteceder a lo siniestro. Como si lo siniestro, que pareciera asomar en cada página de esa gris cotidianidad, no se animara a hacer su aparición y quedara retenido en las superficies de lo que se ve. Quizás a eso se deba el modo en que se muestra un hecho traumático que parece haber acontecido en la infancia del protagonista, un hecho que se va armando como un rompecabezas de piezas desparramadas entre los capítulos, en forma de recuerdos difusos en un camping, donde parece haber sucedido algo violento.
El aislamiento en el que vive Lucio se retrata más de una vez, pero se subraya en uno de los encuentros que tiene con un perro. En ese momento Lucio desea que el perro hable, pero su deseo no se presenta en la forma de terror lugoniano (Yzur, “un mono que habla”), sino en el sueño de comunicación con el otro. Al mismo tiempo que se cuenta esto, se describe el modo en que a Lucio le llegan las voces humanas, convertidas en los sonidos de un insecto, el “zumbido de una mosca”, o el “ruido de una heladera en mal estado”, es decir, las voces humanas se encuentran imposibilitadas de comunicación y reducidas a menos que cosas, ni siquiera una mosca, ni siquiera una heladera, sino un zumbido, un aleteo, el ruido de un motor descompuesto.
¿Quién es o qué representa (porque por momentos pareciéramos estar ante una alegoría) el viejo linyera que tiene una particular relación con los perros? Acá podríamos nombrar dos ausencias del libro: el humor y el padre. En efecto, el gris cotidiano que se despliega en la novela no tiene espacio para el humor, aunque sí para cierto patetismo, y Lucio, que tiene una madre, al parecer, soltera, tiene un padre ausente. Con lo cual, y en el intento de no caer en los peligros de un “desleído sociologismo” (Perlongher), o peor, un psicologismo desleído, se puede decir que la única figura “paterna”, que también funciona como espejo o sombra del protagonista, es el viejo. El viejo, que siempre aparece en exteriores, cuando Lucio sale a trotar, es el único que rompe con lo cotidiano y posee (o usa) la animalidad que promete el libro en su título.
El viejo es, en parte, un salvaje, pero un salvaje decrépito, en decadencia. Ese es, podría pensarse, el modo en que aparece una suerte de vieja masculinidad perdida en la novela: una figura rota, que sin embargo no deja de cautivar al protagonista, como si se mirara en un antepasado que quiere recuperar, y para recuperarlo, cual capitán Willard matando al coronel Kurtz en Apocalypse Now, tiene que enfrentarlo, intentar destruirlo, sin embargo hay una fuerza edípica que parece retener las posibilidades del héroe.
“Ahora no hay nada que no esté teñido de gris, un cielo de nubes podridas”, dice el narrador de Mataperros, y es ese, pareciera, el único destino posible de sus personajes.
21 de mayo, 2025
Mataperros
Branco Troiano
Ají ediciones, 2025
120 págs.