Matías Serra Bradford es seguramente hoy uno de los escritores más interesantes en castellano. En su estilo inimitable ─es el tipo de escritor del que sólo se necesita una página, o hasta una frase, para reconocer su estilo─ ha producido una serie de obras que lo han consagrado en la lista de los excéntricos eruditos argentinos, esos fanáticos extremistas de la literatura cuyas ficciones suelen contener una gran porción de crítica, y viceversa. Su última publicación, Cómo falsificar una sombra, es una colección de una categoría muy particular del oficio periodístico/literario: la necrología. Estos textos, escritos de manera apurada para cumplir un deadline, son una síntesis exquisita de las mejores cualidades del autor: erudición y amor para con el arte y los genios que lo han creado, y el estilo denso, alusivo, que pide el esfuerzo del lector pero también lo recompensa.
Esta conversación se llevó a cabo vía mail, pero mejor imaginarla en un bar del centro de Buenos Aires, con café y partida de ajedrez de por medio, en la que, como siempre, me está vapuleando.
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¿Por qué una colección de obituarios? ¿Cómo surgió el proyecto?
Este Frankenstein se salteó la etapa de proyecto. Tuvo un parto súbito, llamativamente indoloro. Tal vez, sí, fue levemente prematuro, a juzgar por algunos párrafos... En todo caso, cuando nació ya estaba terminado, cerrado, cosido y pegado. Aunque, pensándolo mejor, quizá nació antes, incluso años antes, en medio de mi larga pasión por la biografía como género, en casi todas sus variantes, una de las cuales ─la vida sintética, hiper condensada─ la ensayé en la novela La guillotina, que incluye capítulos enteros de perfiles de escritores, editores y talleristas, de los más pesados a los más ligeros, de los más santos a los más endemoniados. Lo cierto es que el que desenterró este libro fue Mauro Libertella, editor de Vinilo, que me lo propuso. Me limité a ponerle un título, retocar o recortar los brotes más vergonzosos y agregarle un prólogo que echara un manto de piedad sobre sus generosos defectos. Hay libros que se hacen solos y libros que no. Creeme que este fue armándose sin que me diera cuenta, a medida que caían los héroes en combate. Y a lo mejor puede leerse como una novela policial, como otra versión del Diez negritos o indiecitos de Agatha Christie, que juntó a personajes dispares en una isla y van desapareciendo por turnos. Es fácil adivinar de quién es el identikit del criminal contento de dictar sus responsos.
El prólogo, quizás innecesariamente humilde, enfatiza que los textos fueron escritos contra reloj, lo que sugiere que no adoptás el modelo de diario inglés cuyos obituarios suelen estar escritos de manera anticipada (a veces con la colaboración del presunto difunto, y a veces necesitando actualizaciones periódicas). Creo que eso ha devenido en unas síntesis de vida muy personales, con la información que realmente le importó al obituarista; datos biográficos se mezclan con apreciaciones literarias y anécdotas y dan la sensación de ser reacciones primarias, si no emocionales, sí sentidas. ¿Salieron así o hubo investigación dedicada también?
Hasta hoy nunca escribí el obituario de alguien que no conociera ─de bastante a mucho─ por anticipado. Son napas de tiempo ─de lecturas, de apuntes, de subrayados─ que saltan al rescate en esa corrida sin margen. Aún así, un mínimo viento favorable puede producir nuevos descubrimientos. Tal vez exagero y me equivoco y es todo lo contrario y esa espada de Damocles o ese tiempo suplementario que es la redacción de una necrológica es su bendición. Un muerto te hace hablar; podés comprobarlo en los entierros menos sombríos. La forma habrá que atribuírsela a esa gratitud bajo presión ─la muerte te apura como lector, en todo sentido─ que va armando sola un montaje caprichoso. Siempre tuve ─pero a lo mejor no es más que la consecuencia de mi manera de trabajar─ el deseo de que cada libro mío, de ficción o ensayo, involucrara en su realización y en el interior del texto diversas capas de tiempo. Acá se da por añadidura, naturalmente. Con varios de los retratados son relaciones ─lo digo figurativamente, al único que conocí y con quien intercambié cartas, faxes y llamadas fue John Berger─ de más de treinta años. Y por la mayoría sentía ─siento─ un afecto completo, total, sin atenuantes. Lo que no significa que esa autoridad de la que me disfrazo para estar a la altura de las circunstancias no pueda señalar ciertas debilidades literarias o de otra índole. Muy raramente la modestia es un rasgo natural; no soy ejemplo ni excepción, pero la premura y la delicadeza de la operación te empequeñecen en el acto. Y la tarea es doblemente difícil porque la muerte de un autor fuerza una revisión y una reorientación ─es similar al “recalculando” de los GPS─ en cuestión de horas. Fijate que muchos hijos de escritores pueden leer a sus padres sólo una vez que éstos mueren.
Serra Bradford por Juan Carlos Comperatore
Lo que pasa es que nadie ─conscientemente por lo menos─ quiere ver a sus padres en paños menores, y la literatura te desnuda de una manera casi tan completa como la muerte misma. ¿Te parece que una colección así ─complementada también por otro libro de retratos de “poetas perdidos” (Animales tímidos, Ediciones Seré Breve)─, es un paso lógico en tu obra? Creo detectar lo que se podría llamar una fuerza centrífuga en tu bibliografía que tiende a la fragmentario o lo efímero ─textos cortos y a veces bastante gnómicos que muchos de tus personajes atesorarían más que una novela “tradicional”.
A simple vista, parecen ser los dos impulsos básicos de la escritura: la condensación y la expansión. Es cierto que con bastante más frecuencia me encamino hacia la primera, pero no creas que no anhelo la segunda (como si fuera ésta la “verdadera” literatura). En el primer grupo incluiría El secreto entre los rusos y Diario de un invierno en Tokio y casi toda la crítica que escribí. En el segundo grupo, Manos verdes (que será reeditada en un tiempo en una versión “corregida” casi 20 años después) y una nueva novela que publicará Minúscula en los próximos meses. También se puede ir en las dos direcciones a la vez, como creo que se ve claro en La biblioteca ideal y en La guillotina. Sin duda, hay mil hilos egipcios que están a la vista y lo atan todo y no es necesario girar el tapiz para conocer el revés de la trama. Pero nunca abandono la esperanza de que armar, terminar y publicar un libro es también la ilusión de pasar a otra vida, distinta, no extinta.
¡Oh! Qué bueno. La verdad, dudaba si veríamos otra novela novela serrabradfordiana (lo que no es una crítica). El que escribió la nueva novela, ¿es el mismo que el autor de Manos Verdes? Pensando en Cómo falsificar una sombra, tu obra periodística/crítica, que ha sido prolífica durante estas dos décadas pasadas, ¿ha influido en cómo encarás una novela?
A veces te da la impresión de que el que uno es hoy es un lobo famélico que está mirando desde arriba de un pozo al gatito que fue hace años y que está ahí abajo, en el fondo, desprotegido. Otras veces es exactamente al revés y los roles se invierten. Son serenos que cuidan por turnos una casa íntima de la que desconocés más de una habitación. En cuanto a la posible influencia de hacer crítica a la hora de hacer novelas, creo que por suerte no he sabido aprender nada ni de otros ni de mí mismo y me sigo leyendo a ciegas en el momento de corregir una novela en curso. Digo por suerte porque sigo creyendo en una mínima base de ceguera para aquello que te dicte una ficción. Justamente escribo para ponerme en manos de otra cosa. Más allá de una pericia técnica básica, a partir de cierto piso es casi imposible “progresar”, o se da de una manera tan lenta que es como si nunca se produjera. Lo que te influye es vivir ciertas cosas fuertes, si me permitís el lugar común. En fin, uno puede tratar de explicar o explicarse pero de todas maneras, en literatura y en casi todos los otros ámbitos, en uno pasan cosas de las que no podrá tener jamás la menor idea. Habría que dar toda la vuelta al mundo para verse la espalda. Y no estamos en tiempos especialmente propicios para espíritus como el de Magallanes.
Ufff... hay tantos temas allí que uno quisiera explorar más pero me parece que nos estamos quedando cortos de espacio así que para terminar volvamos al tema original. En las páginas de Cómo falsificar una sombra cayeron mentes importantísimas para el siglo XX: Harold Bloom, Agnes Varda, Eric Hobsbawm, Diana Athill, Muriel Spark... ¿Algún nombre contemporáneo que podría figurar en una antología equivalente en, digamos, 30 o 40 años?
Me hiciste pensar en el método inglés que recordaste hace un rato, el de escribir los obituarios por anticipado, y me acordé de un caso en el que el obituarista terminó muriendo antes que el muerto retratado... En fin, es un procedimiento que para mí cancela ese momento mágico y desesperante que provee el azar turbio de una muerte súbita. Ahora a veces me tienta ensayar obituarios con retardo, que cuenten con la distancia de algunas semanas, más sosegados, con menos ruido a flipper. Volviendo al azar, como en las notas y artículos míos que no son obituarios, debo confesarte que en éstos hay una pronunciada intervención de lo accidental, desde las citas al montaje final. Pero hacer futurología de taxidermista me parecería de mal gusto. Una de las grandes vergüenzas íntimas, calladas, de un escritor, es la de tratar ─precisamente cuando la retrata─ a una persona cercana como si ya estuviera muerta, por la mera intención de querer registrar “para siempre” un gesto o frase o escena suya. Salvaguardar esos milagros exige un pacto que se parece a un cuchillo sin mango.
Y con esa lección magistral de etiqueta terminamos. Muchas gracias Matías, me ha encantado la conversación. Quizás podamos reanudarla cuando salga la novela.
Gracias a vos, Kit.
9 de febrero, 2022
Cómo falsificar una sombra
Matías Serra Bradford
Vinilo, 2021
144 págs.